Fogwill, hacia atrás y hacia el futuro.
“Memoria romana” es un libro de piezas inéditas del gran narrador argentino, fallecido en 2010. Adelantamos un texto sobre sus antepasados y un diario escrito durante Malvinas.
Anticipo de dos piezas inéditas del gran narrador argentino
“Vida de Colonia”
Así como al recordar mi rama materna italiana –aún hoy, pasados treinta y cinco años– siento el olor del cuero de Rusia de los libros de misa, ecos de discusiones entre hombres por cuestiones de plata y el gusto extraño y astringente de las habas crudas que se comen con salame en octubre, cuando pienso en mi rama paterna inglesa recuerdo el gusto del pudding, el cosquilleante tacto del tweed, el clima artesanal del galpón del abuelo y el olor del aceite Singer que todo lo impregnaba en ese galpón, desde las herramientas hasta las páginas ya entonces amarillas de la revista Hobby.
Esos ingleses eran fríos, gregarios, deshilachados por el tiempo y tenían rasgos magros, ojos azules aguachentos, casa propia, clubs y un inexplicable entusiasmo por la vida.
El abuelo era socio fundador del Pejerrey Club y fanático por la pesca. Dedicaba un día por semana a los trabajos administrativos del club, donde era prosecretario, un week-end por mes a la exploración de ignotas lagunas en la provincia de Buenos Aires y no menos de una hora diaria al cuidado, la clasificación y el perfeccionamiento de sus reeles y líneas de pesca. Con la edad su afición no cedía: por el contrario, tendía a monopolizar su vida desplazando otras actividades –la masonería, el seguimiento de los papeles de la
Bolsa Inglesa, las visitas periódicas a la capital– que ahora pasaban a ocupar un muy secundario lugar.
Leo en el álbum de la familia los regalos que el viejo recibió al cumplir sesenta y ocho años. Esto puede dar una idea de cómo amigos y familiares imagirramientas naban por entonces la tramazón de intereses vitales del abuelo.
– un turtle neck de lana encerada, impermeable, tejido por la abuela.
– medias de lana azul, con peces rojos, tejidas por la tía Bessie.
– una colección de moscas norteamericanas –las primeras que llegaban al país– encargadas por el tío Bill a un amigo de la embajada.
– un libro sobre la pesca en el trópico y un grabado holandés representando la caza de una ballena, traídos por los Stevens, los mejores amigos del viejo.
– etcétera.
Con el paso del tiempo, los objetos vinculados a la pesca fueron desplazando del galpón a cosas más apreciadas por nosotros, los chicos. A despecho de las recomendaciones de nuestros padres y de los severos controles ejercidos por la abuela, entre primos nos fuimos disputando –a veces con violencia– las cosas que para el abuelo caían en el olvido: un motor de bicicleta, una radio a galena, he- diversas marca Peugeot, juegos de compases, instrumentos de laboratorio, armas en desuso… siempre bajo la mirada permisiva y aun estimulante del viejo pescador.
Cerca de la pesca yacían también las vergüenzas de la familia. Mejor dicho: lo que la parte entonces viva y avergonzable de la familia vivía como vergüenzas. La primera, inmemorial, se vinculaba a una confusa historia de preguerra según la cual el abuelo y sus amigos del club –la mayoría ingleses– después de las reuniones de Comisión Directiva, iban a bailar a un recreo de correntinos en la costa de Quilmes, vecino al club, donde alguno de ellos –¿el abuelo tal vez?– había “sacado” una “querida” negra.
El escándalo a que esta historia dio lugar fue tan grande que desde entonces la abuela dejó de visitar el club y hasta de aproximarse a la ribera, pasando, desde entonces, a dedicarse por completo a la coordinación de un equipo de tejedoras. Estas mujeres trabajaban con medios semiindustriales cuatro horas diarias haciendo pull-overs y prendas de lana que enviaban a Europa para los niños refugiados
y los hombres de las tropas aliadas, lo que las hizo acreedoras, una vez terminada la guerra, de una medalla de oro con el escudo real grabado, y una carta autógrafa de la reina agradeciéndoles sus “destacados” servicios a la causa inglesa.
La segunda vergüenza fue posterior a la jubilación del abuelo y, como todas las cosas que sucedieron en posguerra, tuvo consecuencias graves. Ocurrió así: una noche, la tía Chana –que vivía con los abuelos– escuchó gritos de dolor, y corrió a las habitaciones del primer piso de la casa, donde encontró a la abuela –su madre– colgada de una viga del techo con un enorme anzuelo atravesado en los tendones de la nuca, mientras el viejo la miraba extasiado y, blandiendo su pipa, le cantaba una canción. “Bagre miou, bagrei amorouso mío…”, decía su canto en español salvaje. Tía Chana no pudo con su horror ni con la serie de problemas familiares que eso desencadenó: se organizó una especie de “asamblea de familia” a la que por un error asistieron también las tías políticas, y por ese canal nos vinimos a enterar los nietos mayores, los primos y algunos caracterizados vecinos o amigos de la familia. Se dijo que la vieja asistió al consejo de familia con la misma resignación que había lucido al tejer o cuando se prestó al juego maniático del abuelo, y que el viejo se mostró ofendido primero, y después ironizó a la inglesa, repitiendo frases herméticas ancestrales y exhibiendo la sumisión y la solidaridad de su mujer como único y definitivo descargo.
Ese mes, recuerdo, se suspendieron las reuniones dominicales, el abuelo no fue a cobrar su renta a lo del tío Bill y nosotros
terminamos extrañando los juegos del galpón, la libertad de movimiento que nos daba el jardín espacioso y el barrio tranquilo de la casa de los abuelos, y cuando nos parecía que el mundo se estaba terminando se retomaron las viejas costumbres y la familia volvió a unirse como si el episodio se hubiese superado.
A pesar del escándalo, y de sus ecos ignominiosos para la familia, las prácticas de los abuelos no cesaron en absoluto. Al parecer, el abuelo había encontrado un método para insertar su enorme anzuelo entre los tendones de la nuca de un modo que le permitía evitar a su mujer dolores innecesarios y aun la menor pérdida de sangre. Es posible que con el tiempo esa región –que la abuela cubría gentilmente con un rodete de su propio cabello– se fuera encalleciendo o fortaleciendo; lo cierto es que el juego se prolongó durante años a despecho de la espantada censura de Chana y sus hermanos.
Un tronco familiar inglés es un árbol perfecto siempre que no se pudra por la invasión de sangre latina. No soy racista, pero en esto acuerdo con la tradición. Sirve de ejemplo lo ocurrido en nuestra asamblea de familia: por un error imputable a la urgencia y al carácter crítico del tema que la suscitó, de aquella reunión participaron mi madre y la tía Carmen; una hija de italianos, la otra criolla. Para ambas el escándalo íntimo fue una compensación por el desprecio padecido a través de los años. La escena del bagre pesaba ahora más que la vulgaridad de los Ramos y que los ademanes con los que los Fiori adornaban sus discusiones sobre plata; el escándalo fue para estas mujeres
una poderosa moneda de trueque que incrementaría su valor circulando más allá de la familia.
Años después, cuando la abuela murió de septicemia, estábamos como siempre, en familia. Era su velatorio. Los primos, ya crecidos, reunidos en torno a nuestra principal preocupación: ¿cómo sobrevivir en un mundo para el que nuestro apellido era un handicap nominal, pero su misma existencia, las bases sobre las que su orgullo se fundaba, era un lastre que nos impedía vivir? Llorando a la querida abuela, empezando a entender que perdíamos para siempre su deliciosa repostería y que todo se nos hacía más difícil, nos regocijábamos a la vez por asistir al comienzo del derrumbe del monstruoso edificio familiar que nos asfixiaba.
Los tíos ingleses lloraban y atendían a los visitantes. Los tíos políticos ingleses se mostraban resignados y ambulaban por la planta baja intercambiando saludos con todo el mundo. Las tías y los tíos políticos no ingleses lloraban más fuerte y alternativamente dialogaban con los de afuera sobre temas triviales.
El abuelo estaba generalmente solo. No lloraba pero se lo veía derrumbado. Por momentos echaba un brazo al hombro de alguno de nosotros, o arrojaba un cross afectuoso a los menores, sus predilectos. Cada tanto, se aproximaba al cajón donde estaba la abuela y se lo veía entristecer aún más.
Cuando entró el Dr. Malcom –el médico de la familia– que había asistido a la abuela durante la enfermedad, las miradas de todos los presentes se concentraron sobre sus movimientos. En especial, cuando después de contemplar el féretro se acercó al abuelo y estrechó su mano. Todos buscaban en el rostro, en los ojos del viejo médico, un rastro de censura que les permitiese culpar al abuelo y a la maldita manía de la pesca por la muerte de su mujer, pero el viejo médico inglés era un pergamino ilegible, lo que viene a aliviar a la familia de una carga difícil de sobrellevar, en esa época, en este país.