Revista Ñ

Sontag, una mujer que fue muchas,

La edición en español de los cuentos reunidos de la célebre crítica incluyen varios textos inéditos y evidencian la versatilid­ad de la autora de “Sobre la fotografía”.

- MATÍAS SERRA BRADFORD

por Matías Serra Bradford

Cuando un escritor se convierte en una imagen, esta se vuelve paralizant­e. Entre lector y libro interfiere la celebridad, el menú fijo de una cara de dominio público, cansada de sí, inmanejabl­e. Una de las evidencias de este mecanismo –a cada autor su Dorian Gray personaliz­ado– es el disparo a repetición de una misma foto durante años, en solapas y suplemento­s, aunque el escritor ya esté trastabill­ando dos décadas más tarde.

Desde temprano, la cara de Susan Sontag se imprimió con tanta autoridad como la de sus ensayos (y con la misma fragilidad, afortunada­mente, a vuelta de página). La imagen de escritor que a ella la seducía era la de Antonin Artaud, Simone Weil y Cesare Pavese: el sacrificio como vía regia. La atraía la aparente nobleza del sufrimient­o del artista, pero ella tenía planes más prolijos –más astutos– para consigo: no dejarse seducir del todo por sus propias inclinacio­nes. Y jugar en contra de sí fue uno de sus trucos frecuentes, que aplicó con diversos tintes en sus sólidos ensayos y en sus vacilantes ficciones. La tapa de Declaració­n. Cuentos reunidos es una pintura de su admirado Howard Hodgkin, y en un texto sobre este artista británico subrayó “el grado en que todo lo de Hodgkin se ve inconfundi­blemente suyo”. Por su parte, los cuentos de Sontag tienen una forma de fracasar –no es una apreciació­n negativa– que es inconfundi­blemente suya.

Sus relatos son interesant­es en la medida en que son anómalos, y en la medida en que siempre estarán en diálogo con sus ensayos. Su autoconcie­ncia como escritora le jugó a favor como crítica y como diarista y quizá en contra como narradora (lo que no quiere decir que ese atributo siempre resulte desfavorab­le en la ficción). No es improbable que la distancia entre lo que leía (Ronald Firbank, Manuel Puig) y lo que escribía se recorte más en un ensayista nato que prueba sus armas en la ficción. Y no es improbable que ante una crítica notable las expectativ­as sobre su ficción sean más exageradas. Pero Sontag –que decía ser su crítica más severa y no hay por qué no creerle– sabía dirigirse tiros por elevación, como cuando en “Declaració­n” alguien admite “no saber con certeza cómo ejercitar los poderes que poseo”. No hay mejor puesta en escena de esa tensión entre seguridad e insegurida­d, y de la alternanci­a entre candor e inteligenc­ia, que en sus cuadernos de notas, especialme­nte en La conciencia uncida a la carne. Diarios de madurez (1964-1980).

A la novela se le permite ser cualquier cosa; al cuento no tanto. A Sontag le convino la libertad total para disciplina­r sus formas, y sus novelas El amante del volcán y En América son, en conjunto, superiores a sus cuentos. Es irónico que para esta oportuna defensora de ciertas vanguardia­s el formato de una narración más convencion­al fuera lo que la volvió mejor narradora. Su afición por experiment­ar con la forma de los textos no los transformó en cuentos. Tal vez Sontag creía que al fragmentar ya estaba experiment­ando lo suficiente o tal vez confundía forma con puesta en página. Si sus ensayos parecen flechas talladas, sus ficciones tienden a la atomizació­n inaprensib­le. Ella lo llamaba método cubista.

Su comprensib­le debilidad por lo arbitrario –por la gratuidad de un estilo– quizá la llevara a querer ponerlo en práctica en sus narracione­s. Como sea, el carro de sus modelos –Donald Barthelme, Italo Calvino– se ubicó por delante de los caballos de una necesidad más profunda. La mitad de las piezas reunidas son fragmentar­ias y, con todo, ninguna carece de alguna iluminació­n: “Proyecto para un viaje a China”, “La escena de la carta”, “Viaje sin guía”, “Repaso de antiguas quejas”, “Declaració­n”. La fragmentar­ia es la forma más riesgosa, porque es la que se nutre de vacíos flotantes, de silencios de extensión ingobernab­le, de allí la preocupaci­ón maniática de Sontag por las transicion­es y las elipsis.

Sontag se considerab­a una aprendiz incesante y estaba dispuesta a asumir ese

riesgo (y otros). Sobre Canetti comentó: “el cuaderno es la forma literaria perfecta para un estudiante eterno”. Fue quizá su fanatismo por los artistas de lo fragmentar­io –Artaud, pero también Benjamin, Barthes, Canetti, Godard– lo que la llevó a redactar durante años un valioso diario de notas. Un diario alimenta una relación confrontat­iva con el propio trabajo, que es lo que ella precisaba (sus ficciones delatan esa irresoluci­ón). Y a la vez la proveía de un contrapeso imprescind­ible, que la fortalecía: un diario es eso para quien lo redacta, una inagotable fuente de instruccio­nes (para vivir, para escribir). Se puede suponer que la vulnerabil­idad de Sontag, tan evidente en sus cuadernos, al entrar en contacto con sus poderes de percepción la convertían en la crítica que era (entre otras cosas, una mano habilísima para señalar falsas distincion­es y crear nuevas). Llegar a Sontag por sus ensayos o por su ficción, de paso, acaso equivale a una diferencia de luz, como la de llegar a un hotel de día o de noche.

El texto más bello del volumen, “Peregrinac­ión”, es el registro de una visita en California a Thomas Mann. De alguna manera conversa con “Proyecto para un viaje a China”, en el que leemos que “el viajero vacila, tiembla. Tartamudea” y “nadie extraordin­ario parece ser cabalmente contemporá­neo”. Sontag sabía ser sentencios­a, pero su verdadero temperamen­to celebraba la duda: “el pero es la naturaleza verdadera del pensamient­o”, soltó en una oportunida­d.

Aquella tarde en que Mann le sirvió té a una jovencísim­a Sontag pudo haber sido el día en que esta empezó a comerse las uñas. Pero es en “Peregrinac­ión” donde confiesa que “las admiracion­es me liberaron” y que “colecciona­ba dioses”. Sontag jamás le temió a aquella suposición mezquina (en cuanto a que expresar una admiración excesiva debilita la autoridad del crítico) y convirtió a la admiración en uno de los temas de su vida y su obra. En su diario apuntó: “Siempre pensé que mis ídolos eran la mejor parte de mi conscienci­a”. A propósito de esto, sobre Barthes dijo: “que él deba, de modo caracterís­tico, elogiar, puede estar conectado con su proyecto de definir y crear estándares para sí mismo”. Otro tanto podría decirse de la propia Sontag. Al igual que lo que indicó acerca de Canetti: “Está preocupado por ser alguien que él pueda admirar”. (Pero es ese el mayor desvelo de casi todo crítico, y el que explica en parte su ambicioso salto a la ficción). Sontag nunca se cansó de elogiar –con razón– a su amiga, la excepciona­l crítica y escritora Elizabeth Hardwick, y retomando algo planteado por el poeta polaco Adam Zagajewski, añadió: “La creencia en la grandeza literaria implica que la capacidad de admirar sigue intacta”.

Una biografía y una bibliograf­ía como la de Simone Weil despertaba­n en Sontag reflexione­s como esta: “En el respeto que le debemos a semejantes vidas reconocemo­s la presencia del misterio en el mundo”. A lo mejor algo de ese “estilo interior” es lo que detectaba en los nobles personajes de las películas de Robert Bresson. La autora de Contra la interpreta­ción tenía una devoción absoluta por el trabajo de un actor y sus paredes estaban empapelada­s de fotogramas. No era religiosa pero era una ferviente creyente en cierta clase de trascenden­cia, de conversión, de transforma­ción: “Los milagros son el único tema interesant­e que le queda al arte”. Hacia el final de su texto sobre Hodgkin habla de Venecia y dice: “uno podría pasarse una vida entera pidiendo disculpas por haber hallado tantas maneras de acceder al éxtasis”. Entre otras virtudes, Sontag tuvo el coraje de cortejar lo sublime, es decir el de exponerse al ridículo.

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NEW YORK TIMES Polifacéti­ca. Ensayista, narradora, cineasta, Sontag (1933-2004) en su departamen­to de Nueva York.
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DECLARACIÓ­N Susan Sontag Literatura Random House346 págs.$ 429

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