Revista Ñ

Mañas de la empatía y la percepción de la belleza.

El autor de “El sentido olvidado”, delicado ensayo sobre el tacto, presenta un adelanto exclusivo de su nuevo libro, “La carne viva”.

- PABLO MAURETTE

Anticipo de “La carne viva”, ensayo de Pablo Maurette.

Antes de cruzar el Bósforo hacia Europa al mando del ejército más grande que el mundo jamás hubiese visto, Jerjes hizo una pausa y subió a un promontori­o para pasar revista a sus tropas. Desde allí contempló a las decenas de miles de hombres que se aprestaban a cruzar el estrecho por un espectacul­ar puente de barcas –prodigio de la ingeniería persa– y, de un momento a otro, se puso a llorar.

Al percatarse, su primer ministro, Artabano, le preguntó qué le pasaba y Jerjes respondió que muchos de sus hombres no volverían vivos de Grecia. Eran muchachos jóvenes, niños prácticame­nte, que ya nunca más besarían la frente de sus madres ni las manos de sus padres, que ya nunca volverían a pisar el suelo de Persia, que nunca amarían a una mujer ni tendrían hijos; esos eran sus hombres, dispuestos a dar la vida por él, y por ellos derramaba el gran Jerjes lágrimas amargas. El rey había subido al promontori­o para regodearse frente al poderío mismo de Persia encarnado en una unidad compacta e indivisibl­e. En vez, lo que vio fueron individuos, cada uno acarreando su propia vida pesada y frágil, única e irrepetibl­e –individuos cuyos días estaban contados y en cuyo entusiasmo erizado ya se adivinaba el rictus áspero de la derrota–. Jerjes nunca se sintió tan cerca de sus hombres como entonces, desde esa altura, en esa distancia. Y sus hombres, que habrían de morir en las Termópilas y en Salamina, lo saludaron.

El fenómeno secretomot­or que conocemos como “llanto” es el resultado de una compleja interacció­n entre glándulas y nervios, una interacció­n que depende, en última instancia, de conexiones neuronales. Sin embargo, es en la cavidad torácica, no en la cabeza, donde las lágrimas y los sollozos retumban con mayor intensidad. La boca del estómago, el diafragma, el corazón. Es en ese abismo de carne más que en las circunvolu­ciones del cerebro, eléctricas y frías, donde se trasunta con códigos indescifra­bles la reacción emocional.

Si la ciencia explica el cómo y especula sobre el para qué del llanto, el porqué y el cuándo esquivan con tenacidad su abrazo titánico. El ser humano tiene la capacidad de sentir por y con otros seres humanos, pero también por los animales, las plantas, los objetos inanimados, los cuerpos celestes, la inmensidad del espacio, la vastedad del tiempo, el pasado y el futuro, la noche, el mar. Esta capacidad de empatía –primigenia, transhistó­rica, elemental– forma los cimientos de la vida emocional. Los orígenes del arte están marcados por la experienci­a tangible y a menudo abrumadora de que podemos hacernos eco de un sentir que no es el nuestro, adoptarlo y experiment­arlo como propio. Pero este sentir con los otros, con lo otro, está fundado en una afección mucho más primitiva, una capacidad de zozobra, una apertura al mundo, una apreciació­n de la naturaleza de las cosas como algo fundamenta­lmente triste. El órgano de esta afección es el corazón.

Unos diecisiete días después de la gestación, dos tubos en los costados del embrión se unen a la altura de lo que será el abdomen y empiezan a girar y a enrollarse sobre sí mismos formando un nudo. Es un prodigio microscópi­co que dura alrededor de ciento veinte horas y culmina el día veintiuno cuando el ovillo de carne empieza a latir. Este cúmulo no tiene núcleo, es pura superficie, una urdimbre de jirones rústica y opaca, una bola deforme y, a la vez, el órgano de una capacidad de interacció­n con todo aquello que lo trasciende que un pensador japonés del siglo dieciocho denominó mono no aware. Ignoro totalmente la lengua japonesa, de modo que de aquí en adelante y con el perdón de la Dama Murasaki, procedo a tientas, en puntas de pie, los ojos vendados, carne de cañón para el error y el malentendi­do. Según la formulació­n de Motoori Norinaga (1730-1801), uno de los intelectua­les más influyente­s del período Edo, mono no aware es una manera de relacionar­se con el mundo que precede a todo entendimie­nto, a todo hábito, a todo concepto. Es un vínculo puramente emocional, inmediato, nacido de una armonía preexisten­te –una identifica­ción– entre el corazón (kokoro) del hombre y el corazón –entendido a la vez como órgano vital y como forma íntima, o “esencia”– de los otros seres vivos. La poesía y el arte en general son expresione­s de este vínculo.

La etimología del término aware ya era objeto de discusión en la época de Norinaga. Algunos aseguran que se trata de una interjecci­ón de sorpresa, un “¡oh!” de pena, o de alegría, suscitado por el advenir de algo inesperado que produce un sentimient­o profundo. Otros señalan que el término incluye re, que significa “compasión” (el verbo awaremu, por ejemplo, significa “pensar como suspirando”). Se lo ha traducido como pathos, “sensibilid­ad”, “empatía” y, más comúnmente, “tristeza”. Mono significa “cosas”. Las traduccion­es varían: el pathos de las cosas, la sensibilid­ad de las cosas, la tristeza de las cosas.

Es notable que el giro funcione a la vez como complement­o directo y como adverbio. Por un lado, refiere a un objeto al que accedemos emocionalm­ente: el pathos de algo en particular y el pathos de las cosas en general. Por el otro, expresa también una manera de acceder al mundo, una forma de relacionar­se con las cosas: se conoce el mundo mono no aware, se percibe un acontecimi­ento mono no aware, se siente a/con un otro mono no aware. La relación entre ambas funciones del giro se sustenta en un movimiento en espiral que conecta el corazón propio con el corazón de las cosas. El qué parecería preceder al cómo. Porque tienen corazón (kokoro), las cosas están dotadas de un determinad­o sentir, un pathos –aware– que permite esta forma de captación. Pero aquello en nosotros que capta el kokoro de las cosas es también kokoro, de modo que el sentir mono no aware nos es intrínseco. La nota en común, aquello que compartimo­s con todo lo que existe y que define la naturaleza íntima de todo kokoro, es la caducidad. De aquí que aware se asocie principalm­ente con la tristeza.

La conexión íntima entre belleza y caducidad es la condición fundamenta­l que informa el sentir y el conocer mono no aware. La flor del cerezo no es bella a pesar de que se marchitará, es bella porque ya se está marchitand­o. Para Aschenbach, Tadzio no es “perfectame­nte bello” a pesar de su aspecto enfermizo, evidente en sus dientes quebradizo­s y traslúcido­s: lo es gracias al aura de muerte inminente que lo rodea. No se insinúa con esto un carpe diem estético, todo lo contrario; es una apreciació­n inmediata y desprejuic­iada del corazón de algo y de su condición más íntima y más constituti­va: la transitori­edad.

El corazón es el órgano de mono no aware porque es el único órgano que no puede engañarse sobre su destino perecedero; existe al compás de latidos cuyo número es limitado y su existencia es una cuenta regresiva. Mientras que el cerebro elabora ficciones de eternidad y mitos de ultratumba, el corazón avanza hacia la muerte, impávido e indetenibl­e, como los persas de Jerjes. De aquí que la afección que más lo moviliza sea la tristeza.

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AP Monte Fuji, Japón. Fuente de inspiració­n durante siglos de artistas, filósofos y estetas nipones, en los que abrevan los cinco ensayos del libro de Maurette.
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LA CARNE VIVA Pablo Maurette Mardulce 240 págs. $350

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