Revista Ñ

Lecturas: Tres epitafios cómicos.

- ILUSTRACIÓ­N: DANIEL ROLDÁN

Poemas de Edgar Lee Masters

Hod Putt

Descanso aquí junto a la tumba del viejo Bill Piersol, que se hizo rico comerciand­o con los indios, y que más tarde se acogió a la ley de quiebras y salió de aquello más rico que nunca.

Yo me cansé del trabajo y la pobreza y viendo cómo el viejo Bill y otros aumentaban su fortuna, asalté a un viajero una noche, cerca de Proctor’s Grove, y sin querer lo maté, por lo cual me juzgaron y colgaron.

Esa fue mi forma de entrar en bancarrota.

Ahora nosotros, que aprovecham­os la ley de quiebras cada uno a su manera, dormimos en paz uno junto al otro.

El juez Somers

Díganme, ¿cómo es que yo, que era el más erudito de los abogados, que conocía a Blackstone y a Coke casi de memoria, que pronuncié el discurso más extraordin­ario jamás oído en el tribunal, y que escribí un alegato elogiado por el juez Breese, díganme, cómo es que yo yazgo aquí sin una placa, olvidado, mientras que Chase Henry, el borracho del pueblo, tiene una losa de mármol rematada por una urna en la que la Naturaleza, con irónico humor, ha sembrado maleza florecient­e?

Trainor, el boticario

Sólo el químico puede decir, y no siempre el químico, qué resultará de combinar líquidos o sólidos.

¿Y quién puede decir cómo reaccionar­án entre sí un hombre y una mujer, o qué hijos resultarán?

Ahí estaban Benjamin Pantier y su esposa, buenos en sí mismo, pero nocivos el uno para el otro: él, oxígeno; ella, hidrógeno; su hijo, un fuego devastador.

Yo, Trainor, el boticario, un mezclador de químicos, muerto mientras hacía un experiment­o, viví sin casarme.

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