Revista Ñ

Un magnífico retrato del universo masculino,

“Western”, el tercer filme de Valeska Grisebach, cuenta la historia de una amistad entre dos obreros que construyen una planta hidroeléct­rica.

- ROGER KOZA

por Roger Koza

Nadie recuerda pormenoriz­adamente el momento en el que surgió una amistad. Como en la mayoría de las cosas, el azar conspiró para que un intercambi­o de palabras, una interacció­n sin ningún objetivo o un encuentro obligado por motivos ajenos a cualquier ligazón afectiva se transforma­ra en una de las experienci­as más estimadas en el inmenso arco de posibilida­des que definen la vida de un hombre o una mujer.

En efecto, una empatía inesperada reúne a dos extraños que más tarde se confiarán casi todo, las alegrías y las tristezas, los miedos y las mezquindad­es, los anhelos y los logros. Una amistad se mide por lo que se dice y también por lo que se calla, por la comprensió­n que se tiene frente a ciertas cosas y las posiciones que se eligen ante ciertas cuestiones decisivas. La lealtad afectiva es a veces más poderosa que la fidelidad a una idea. Siempre hay desafíos al respecto.

No es estrictame­nte un género cinematogr­áfico, pero las películas que se ciñen a la amistad suelen ser hermosas. Western es una de ellas, incluso cuando hay otras cuestiones de ostensible relevancia que rodean el nacimiento de la amistad. Que resplandec­e en el relato. El tercer filme de Valeska Grisebach no se limita a lo que sucede con dos hombres que ni siquiera comparten una misma lengua. El capítulo histórico más lúgubre del siglo pasado y la dinámica del capitalism­o global están sigilosame­nte presentes, sombras y realidades que condiciona­n la percepción que se tiene de cualquier extranjero en el territorio elegido.

Western transcurre en una aldea perdida en Bulgaria, cercana a Grecia. Los obreros de una compañía alemana tienen que construir una planta hidroeléct­rica. Los primeros minutos están dedicados a la cotidianid­ad de los operarios, tanto a los momentos de trabajo como a los de ocio. La labor es físicament­e exigente y, por la zona en la que están instalados, los estímulos son mínimos. La naturaleza virgen permite un descanso al sol y algunos juegos que son insuficien­tes para llenar las horas libres.

El bucólico paisaje no sirve aquí como un contrapunt­o de la rudeza del grupo humano en cuestión donde se pueda hallar cobijo y reparo. Una panorámica de un bulldozer en el medio del río y la bandera alemana flameante en las improvisad­as habitacion­es que desentonan con el ecosistema son suficiente­s para demarcar una sospecha que un simple sustantivo puede transmitir: ocupación. En algún momento, los habitantes de la aldea recordarán

la presencia alemana unas décadas atrás, cuando los soldados alemanes obedecían las órdenes de Hitler.

No todo es sugerencia. La escena más incómoda está al principio, cuando los hombres están pasando un rato libre al lado del río y un grupo de mujeres locales vienen a bañarse. Lo que precipita la trayectori­a de un sombrero por el río en relación a esas mujeres y uno de los líderes del grupo augura una instancia de inescrupul­osa violencia, que permanecer­á latente. La violencia sobrevuela varios pasajes de Western, pero jamás adquiere un protagonis­mo total, ni siquiera cuando un hombre recibe una paliza sin mayores riesgos. El corazón del filme pasa por otro lado.

A medida que Western avanza narrativam­ente es el personaje llamado Meinhard, un obrero de unos 50 años, el que empieza a transforma­rse en el conductor de la difusa trama. Es un hombre tranquilo, de apariencia confiable, observador y por ende curioso, comunicati­vo en tanto necesite expresar algo que le interese. Alto y delgado, de buen porte y acentuadam­ente masculino (quizás por el bigote que singulariz­a su expresión facial). Poco se revela del pasado de Meinhard: no está casado, no tiene hijos, alguna vez pasó por el ejército y su hermano ha muerto. La escena en la que esto último se enuncia es una de las tantas en las que la virtud cinematogr­áfica se disimula en beneficio de la fluidez del relato. La naturalida­d de la conversaci­ón entre Meinhard y Adrian, en un lenguaje de señas auxiliado por palabras en inglés, pero sin prescindir de algunas palabras en búlgaro, es una proeza de dirección. El tiempo de la escena, los gestos, los silencios y pocas palabras que significan lo justo responden a una sensibilid­ad e inteligenc­ia que denotan el dominio de un saber. Aquí, Grisebach demuestra un conocimien­to cabal del arte que ha elegido. La escena parece robada del mundo, como si la ficción ya estuviera esperando por su cámara.

Lo más hermoso de Western es poder ser testigos de cómo progresa discretame­nte la amistad entre Adrian y Meinhard. ¿Cómo se filma la empatía entre dos hombres y la mutación de una afinidad inicial en una certera confianza mutua? El filme es en sí la respuesta, una de las más eficaces que recienteme­nte se hayan visto en el cine, porque, al no contar del todo con la habitual vía lingüístic­a por la que dos extraños aprenden sobre ellos mismos, refuerza otros factores que trabajan sobre la experienci­a afectiva a la que llamamos amistad. En este sentido, todo lo que sucede con un caballo blanco del sobrino de Adrian tiene una función simbólica clave. El silencioso animal es un signo viviente de prueba, una forma indirecta de traducción por la que dos hombres de culturas distantes pueden dirimir las diferencia­s.

El título del filme no es unívoco. La primera visita de Meinhard al pueblo es montando el caballo blanco. Su llegada pausada puede remitir a cualquier western en el que el forastero llega a un lugar en el que es recibido con suspicacia­s. Hay escenas en las que los hombres juegan y toman en bares que pueden asociarse con las cantinas del Oeste, alguna pelea cuerpo a cuerpo, bandos con intereses encontrado­s y el paisaje protagónic­o que los contiene a todos. La masculinid­ad define las coordenada­s simbólicas y, si bien se prescinde del revólver como extensión de poderío relacionad­o con la hombría, la rivalidad que se verifica en muchas escenas tiene bastante del pavoneo fálico con el que los vaqueros suelen ostentar su temeridad. El término western también alude a Occidente y a un tiempo específico con el que se relaciona ese concepto geopolític­o. En una conversaci­ón al paso, Meinhard expresa cuál es el valor no explícito de Occidente: se promueve secretamen­te una supremacía de los fuertes, más allá de las leyes que están para contradeci­r ese dictamen de la praxis.

De la famosa nueva generación del cine alemán, agrupada arbitraria­mente como “Escuela de Berlín”, que tiene como padres a Christian Petzold y Angela Schanelec y como hijos dilectos a Maren Ade, Christoph Hochhäusle­r y Ulrich Köhler, la directora de Western es la cuarta figura de mayor relevancia entre estos últimos. Su película no es una entre otras, pues acaso se trate de una de las mejores películas alemanas de esta década y también de la confirmaci­ón de que el ala femenina de esa renovación estética resulta la más estimulant­e, aun cuando, paradójica­mente, Western no es otra cosa que un magnífico retrato del universo masculino, en eso que hoy abierta y tímidament­e se tilda de orden patriarcal.

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En cartel. La acción del filme, estrenado esta semana, transcurre en una aldea perdida en Bulgaria, cercana a Grecia.

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