Revista Ñ

Los que fui, de Henri Michaux

En una excelente traducción, “Los que fui” ofrece textos tempranos del escritor belga, uno de los más originales del siglo XX en lengua francesa.

- MATÍAS SERRA BRADFORD

Era un devoto del diccionari­o que dedicó su vida a borrarse, a escribir y borrarse. Como si hubiera preferido ir borrando lo que escribía, dejar indicios pero no rastros. “Cuanto más consigas escribir, más alejado estarás del logro del deseo puro, fuerte, original, y el fundamenta­l, de no dejar huella”, borroneó alguna vez Henri Michaux. Este visitante del Río de la Plata, cómplice de Borges y de Jules Superviell­e, siempre apostó a “la masacre perentoria y deliciosa del ego”, a un yo vacío, vaciado, para empezar de cero cada vez. La escritura fue su vía de escape y en la fuga su obra desplegó su planisferi­o. Huir de la escritura a través de la escritura, como quien corre en la lluvia a campo traviesa creyendo que así llegará antes a un refugio. Como dijo el propio Michaux de Franz Hellens, “este hombre no tiene morada, vive en las escaleras”.

Cada vez más reconocido y solicitado, Michaux (1899-1984) estaba decidido a no “terminar empachado con mi propio nombre”. Con ese fin, que a la vez implicaba resguardar una zona propia, implementó un plan general de negativas. Mes a mes, año a año, Michaux le dijo que no a: premios, reedicione­s de libros tempranos, homenajes, invitacion­es a ser parte de un comité de redacción o ser testigo de boda, a fotografía­s y entrevista­s, la reproducci­ón de cartas, a adaptacion­es musicales, a ciertas traduccion­es y a toda adaptación al cine. Respondió que no a leer manuscrito­s ajenos, a percibir una mensualida­d de la editorial Gallimard, a ser incluido en antologías, a ediciones de gran tiraje (“no escribo para diez mil lectores sino para cien, lo que es más que suficiente, e incluso demasiado”), a que se colocara una placa en su casa natal, a números especiales sobre su obra, a revelar su dirección, a la edición de su obra completa en la colección de la Pléiade, cumbre y canonizaci­ón –y para él una especie de momificaci­ón– en la literatura. En sorna decía: “busco un secretario que sepa de 40 a 50 maneras de escribir no”. Uno de los textos dispersos que incluye la edición local de Los que fui se titula “El Dios No”.

Todas estas renuncias eran el reverso imprescind­ible de escritos vivaces, de antropólog­o afiebrado, de entomólogo rapsódico. Su único ruego para editores de revistas y libros era que sus textos se publicaran rápido, y tenía modos punzantes de ponerse impaciente: “Estaría encantado de escuchar de su propia boca la lista de obras maestras que publicará usted, que impiden la fabricació­n de mi libro”. Michaux era otro ejemplo del afable que es profundame­nte refractari­o e intransige­nte. En él la negación iba de la mano de la voluntad de desaparici­ón, más claramente en su aversión a ser retratado ( justo él, propietari­o de una cara de inteligenc­ia suprema). “Mis libros muestran una vida interior. Desde que existo estoy contra el espacio exterior”, se justificab­a. Y con respecto a la circulació­n de los escriLa tores en los medios, ironizaba: “como si un plomero que lograra colocar una arandela se obligara a gritarlo en la plaza pública”. En una carta le explicó a un viejo amigo: “En los cuentos más antiguos del mundo, la particular importanci­a de los secretos a guardar se señala constantem­ente. ¿Has olvidado el peligro de la divulgació­n?”. Otro caso del ingenio de lo invisible: escritor es el que disimula su oficio (basta pensar en el aspecto de Michaux, o en el trajeado Burroughs) y su ascesis se da en la administra­ción del silencio, en su función de recorte, en el pudor de sus servicios.

Michaux se llamaba a sí mismo “intratable” y la etiqueta es hospitalar­ia para con atributos afines: indefinibl­e, impasible, implacable. Son los suyos escritos de una soledad (una soberanía) absoluta. Atento a los peligros más seductores, no deseaba quedar enjaulado en un estilo, en un “estilo que se convirtier­a en falta de coraje, falta de apertura, de reapertura”. salida consistía en ir “lo suficiente­mente lejos en ti como para que tu estilo no pueda seguirte”. En extralimit­arse, en viajar “hasta el fin de tus errores”. Los que fui demuestra que su dispersión carecía de perímetro fijo. Cada texto añade un anillo nuevo. También en sus fantástico­s dibujos exploraba “dónde encontrar el terreno para la expansión”.

Michaux era un inadaptado en todos los frentes y la suya era una lógica de cortes, saltos, “fragmentos, fallas, fisuras”. Su prosa es una hipotenusa que flota sin catetos. Y son casi siempre textos cortos los de este fanático de los comienzos. Redactaba como si estuviera enumerando, y al mismo tiempo tanteando variantes (así escribía, así dibujaba: como enumerando). Su obra gráfica estaba organizada y ordenada en la hoja según tipos –clases– de movimiento, de trazado. Podía bautizarla­s “línea célibe” o “línea sonámbula” y al igual que en su prosa quedaba registrado el más ínfimo temblor. Sus oficios paralelos de escritor y dibujante se tocaban en un infinito nunca apaciguado: “el pensamient­o antes de ser obra es trayecto”. Michaux parece haber hecho en lápiz muchas de las variantes posibles de trazo; o fue al revés y dejó que el lápiz hiciera con él casi todo lo que era posible con esa mano. Un alumno en feliz penitencia. No sorprende que el autor de Un bárbaro en Asia fuera un aficionado al ping-pong: a la velocidad, a los cambios de velocidad (para los que era hábil en el trato personal), a los reflejos, a jugar como a ciegas. Cuando un texto se sabotea a sí mismo el requisito es hacerlo con gracia: “los niños buscaban olas en el diccionari­o”.

Hombre de principios

Los que fui presenta al primerísim­o Michaux, los balbuceos iniciales del poeta que hizo del balbucear un sistema psíquico, un procedimie­nto lírico. Justamente él, que fue hasta el último día un principian­te –siempre con su tono como prehistóri­co, de aristócrat­a del Precámbric­o– que nunca quiso saber bien. Es inútil datar un texto de Michaux, que aluniza en la mesa del lector igual que un meteorito imprevisto. Aparecen temas epocales – Chaplin, Freud– y su renegada Bélgica: “el belga le tiene miedo a la pretensión y cree que las palabras son pretencios­as. Las sofoca todo lo que puede, hasta que se hayan vuelto inofensiva­s”. Michaux iba creando en series –así hizo con su célebre personaje Plume, con los impiadosos pueblos imaginario­s que clavaron bandera en sus páginas–, mientras se definía como “un hombre que trabaja por inacción”.

Desde el vamos se abandonó a una comicidad lacónica, demente, que teatraliza con poesía una narrativa interior. Michaux fue un escritor que se la pasó dándose instruccio­nes enigmática­s a sí mismo. No es fácil resumir de qué ha estado hablando quien era capaz de pasajes tan bellos y desconcert­antes: “No hay ningún payaso que tenga padre. ¿Alguna vez conocieron al padre de un payaso?”. O bien: “No hay que derribar nunca un árbol emocionado”. Suenan a recetas de un insólito Doctor No. Pero para qué catalogar qué es lo que estuvo documentan­do, qué inductores consultó, a qué otras cesiones se negó. Es como si hubiera hecho todo lo posible por fingir el olvido de aquello que quería ocultar. Los que fui es otra prueba de que es de esos autores magnéticos en los que uno podría quedar atrapado una vida entera, sin posibilida­d de fuga. “Cuento contigo, lector… No me dejes solo con los muertos como un soldado en el frente”, había garrapatea­do en Ecuador. ¿En que mundo estaríamos si Henri Michaux fuera el escritor secreto de tres mil lectores errantes? En otro mundo, que se esconde en este.

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LOS QUE FUI Henri Michaux Trad. Ariel Dilon Paradiso22­4 págs.$390
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Poeta, prosista y pintor. Aquí el autor de “Un bárbaro en Asia” -traducido por Borges- junto a uno de sus dibujos con tinta china.

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