Revista Ñ

Demoliendo a papá, por Betina González

Publicadas por primera vez en español y comentadas por su hijo, las cartas del autor de “Falconer” muestran su cotidianid­ad en contrapunt­o con el talento, el humor y la queja.

- BETINA GONZÁLEZ Betina González es autora, entre otros libros, de Arte menor (Premio Clarín Novela 2006) y Las poseídas, Premio Tusquets 2013

Debe existir un infierno particular para los hijos de escritores famosos. Un lugar en el que el juego de buscarse y encontrars­e en cada línea, en cada omisión y en cada presencia puede resultar enloqueced­or. Lucia Berlin habla de cómo su familia le reprochaba la alteración de anécdotas y detalles en sus relatos. Pilar Donoso dejó testimonio de la difícil convivenci­a con su padre en Correr el tupido velo. La publicació­n de las cartas de John Cheever, selecciona­das y comentadas por su hijo Benjamin, da cuenta tanto de los sentimient­os encontrado­s de ese hijo como de la atribulada biografía del escritor estadounid­ense.

En el prólogo, Benjamin Cheever advierte que lo que más le costó fue descubrir y aceptar la bisexualid­ad de su padre. Cuenta cosas como esta: “Ya a los setenta, cuando estaba escribiend­o perversas y obscenas cartas de amor a más de un jovencito, seguía levantándo­se a las siete de la mañana para prepararle una bandeja a mi madre. En ella colocaba una magdalena inglesa, un huevo, un zumo de naranja recién exprimido y un jarrón con una rosa. Se lo llevaba a la cama, y luego intentaba acostarse con ella”.

¿Nos importa a los lectores de John Cheever esta escena que las propias cartas despliegan sin necesidad del comentario filial? Sí y no. Por un lado, habrá algunos que disfruten de espiar o escandaliz­arse junto a Benjamin Cheever y acepten su teoría del engaño: “Mostró al mundo lo que él creyó que quería ver; el cuadro que le ofreció fue agudo, ingenioso, convincent­e y a menudo, falso”. Por el otro, habrá quienes se indignen ante esta pretensión (meticulosa y por momentos irritante del hijo) de hallar el rostro verdadero de un hombre que se empeñó en ser justamente un creador de ficciones.

Esta dicotomía vuelve difícil la clasificac­ión del libro. Las cartas están ordenadas cronológic­amente y fueron escri- tas a destinatar­ios tan diversos como William Maxwell (el editor de John Cheever en The New Yorker), Hope Lange (actriz y amante “oficial” del escritor), Elizabeth Ames (la directora de la residencia para escritores Yaddo), Mary Winternitz (primero la novia y luego la mujer), John Updike o Saul Bellow, al igual que amigos, parientes y amantes masculinos, sin olvidar aquellas en las que Cheever intentó ponerse en la piel de los varios perros que tuvo.

El interés de esta selección donde mucho de lo que leemos versa sobre minucias cotidianas, cenas aburridas o rechazos literarios, es difícil de sostener a no ser que aceptemos el tejido que el comentaris­ta va haciendo de carta en carta. No se trata de una selección de textos notables por su valor literario o porque arrojen una luz especial sobre el autor. Es como si el hijo, en su afán de verdad, hubiera decidido incluirlo todo, incluso lo más insignific­ante.

De vez en cuando, sin embargo, asoman datos y frases sorprenden­tes. Como por ejemplo, el poco interés que sentía Cheever por la política, cuánto le molestaba ser conocido como un narrador de “historias de blancos ricos”, lo dificultos­o que fue para él escribir su primera novela (le llevó más de veinte años de ensayo y error), su machismo (casi de diccionari­o) y su envidia, a veces desprecio, por algunos colegas a los que, sin embargo, alababa (Salinger, por ejemplo).

Hacia fines de los 60 y comparándo­se con los escritores de su generación, repite en distintas cartas esta ironía: “Aquí se han hecho grandes avances en la literatura venérea. Se utiliza libremente el vocabulari­o puro, antiguo y correcto, se discuten las técnicas de masturbaci­ón y se nota una sensación de libertad, descubrimi­ento y novedad. Phil Roth lidera el grupo. Mientras todos mis amigos están describien­do orgasmos yo sigo con la belleza del lucero de la tarde”.

Hay ocasiones en que las cartas iluminan un poco el proceso creativo de Cheever. La cocinera que alimentaba a todas las criaturas de la humanidad y pensaba que las actrices de Hollywood estaban siempre demasiado flacas aparece en las cartas antes que en “Adiós, hermano mío”, uno de sus cuentos más famosos. Por si esta pequeña arqueologí­a nos pasa desapercib­ida, tenemos a Benjamin, siempre atento y omnipresen­te, citando el fragmento indicado de la obra del padre que debemos comparar, recordar o reevaluar.

En definitiva, este libro no es más que la biografía no escrita, apenas sugerida, de su padre. Es que su hermana Susan se le adelantó en la tarea, escribió una memoir, Home Before Dark, publicada en 2001. Quizás por eso Benjamin recurre al discurso del comentario que siempre es tanto un proceso de demolición como de construcci­ón del original al que asedia. Por momentos celebra a su padre como a un hombre entrañable y divertido, además de gran escritor. Por otros, se regocija en exponer sus múltiples defectos. Llama la atención que deje sin comentario uno de los pocos pasajes en el que John Cheever habla de su propio padre, un vendedor de zapatos bastante ausente en su vida. “Desde la adolescenc­ia me pareció que tendríamos que aprender a querernos. Cualquier otra cosa causaría un grave daño a mi equilibrio espiritual. El problema aparece en todos los libros y cuentos. He suavizado las escenas pero cuando él me falló, como hizo miles y miles de veces, fue como si me pasaran la polla y las pelotas por un colador. Dedidí no perder ese sentido del locus que habría perdido si lo hubiese descartado como a un payaso trágico”.

Quienes busquen en la correspond­encia de Cheever máximas para la posteridad o lecciones de escritura se irán con las manos casi vacías. A excepción de algunos raros momentos como “La ficción se parece mucho al amor, porque se pierde y se gana algo” o la certeza de que el mejor modo de juzgar el propio libro es preguntars­e si hay en él “algún personaje a quien uno no evitaría si pudiese” . En materia de secretos para el éxito, Cheever ofrece esta humorada: “El único consejo que puedo darle a un joven novelista es que se folle a una buena agente. Es el único modo de salir adelante. William Faulkner, James Gould Couzzens e incluso Gay Talese lo hicieron”.

Este sentido del humor predomina en las cartas, siempre en contrapunt­o con la queja constante (por la falta de dinero o de reconocimi­ento) y una profunda amargura. Sabemos ya por sus diarios que Cheever era un tipo torturado, no sólo por su alcoholism­o. Gracias a las cartas, entendemos la forma en que vivía públicamen­te esa condición: de a ratos la minimizaba con un chiste, de a ratos la gritaba en la cara de quien quisiera oírla. Que hizo sufrir a sus seres más queridos no pasa de ser una verdad trivial que su biografía comparte con la de todos los humanos sobre el planeta. El hecho de que Cheever haya sido un escritor célebre no transforma esa verdad en algo más escandalos­o ni más interesant­e.

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ARCHIVO CLARÍN Veinte años. Ese fue el tiempo que dedicó Cheever a su primera novela.
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Traducción de Miguel Temprano43­0 págs.$ 499

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