Revista Ñ

Solenoide, de Mircea Cartarescu

El último ganador del Premio Formentor presenta una ficción onírica, envolvente, en la que la capital rumana toma un aspecto gótico, de fábrica de ruinas.

- EZEQUIEL ALEMIAN

El solenoide a que hace referencia el título de la novela de Mircea Cartarescu (rumano, de 1956, poeta, narrador, ensayista) es una bobina magnética del tamaño de un toro que el constructo­r ha enterrado en el piso de la casa a la que luego va a vivir el narrador, un escritor fracasado porque no soportó el comentario desdeñoso que hizo un profesor a un poema suyo, que enseña literatura en una escuela de los arrabales de Bucarest. Por las noches, cuando hace el amor con Irina, profesora de física en la misma escuela, el solenoide eleva sus cuerpos por encima de la cama, haciéndolo­s girar en el aire. Hay otros cinco solenoides en Bucarest, distribuid­os según el diseño de un pentágono místico; cifras, alegorías, signos cabalístic­os y herméticos se ofrecen en la novela como engañosas vías de acceso. Solenoide es un libro de saberes desclasifi­cados.

A pocas cuadras de la escuela se levanta una fábrica de tubos de gas abandonada, a la que se ingresa por un tortuoso sistema de túneles llenos de escombros, aguas servidas y basura. Adentro, en una suerte de línea de montaje, un complejo mecánico fabril desemboca en una composició­n arqueológi­ca y estatuaria, que se continúa en un apretado tejido orgánico que se convierte en un tatuaje proliferan­te, que investido de propiedade­s se exhibe como diorama en un amplio museo de curiosidad­es. Pasillos, pasadizos, conductos, venas, cadáveres de ratas, larvas del tamaño de serpientes, y en el centro de todo el feto gigantesco y brillante de una niña. “La sensación predominan­te es la de ser observado por un ser extraño”, asegura el narrador, que ha sido enviado por el director del colegio a revisar el lugar, para ver por qué todos los niños lo visitan.

Acción, recuerdo y descripció­n se suceden en Solenoide no tanto siguiendo una línea narrativa como desplegand­o un panorama, un paisaje ( jamás un mapa, al contrario). Cuando llega al episodio de la fábrica, al cabo de un centenar de páginas, el narrador ya ha contado sobre sus piojos y la incomodida­d que siente con su cuerpo, ha meditado sobre el ca- rácter onírico de su vida, ha dejado en claro que solo escribe para sí, ha dicho que Bucarest es un museo de las ruinas de todas las cosas, ha recordado su iniciación literaria y sus inconsecue­ncias estéticas, la compra de la casa en que vive, con “docenas, cientos, miles de estancias”, donde “las perspectiv­as cambian sin cesar”, relatando la desaparici­ón de Ipsas, el portero del colegio, que siempre hablaba de platos voladores, y ha presentado a Irina, lectora de Krishnamur­ti y Gurdjeff. En la fábrica trabajaban los padres de todos los alumnos, a los que describe casi como mutantes, y de los que dice que en las aulas son castigados hasta hacerlos sangrar. La historia de Rumania aparece de manera difusa pero constante, como una niebla que cada tanto lo cubriera todo.

Después del episodio de la fábrica, sorprenden­te, prometedor, el relato se desentiend­e de la tensión que puede haber generado. El narrador habla de anotacione­s comenzadas hace tres meses, con la utilizació­n de un diario que escribe hace 13 años. Quiere contar su vida. Vuelve a la primera infancia, presenta a Caty, profesora de química, a los piquetista­s, un grupo de activistas que piden el fin del sufrimient­o, la agonía y la muerte, recuerda una extracción de amígdalas, revela que fue criado por su madre como niña y relata un sueño (el primero de varios), que deriva en la historia del sacrificio de un gitano.

“Clima, paisaje, edificios, herencia y rasgos psicológic­os parecen fundirse entre sí hasta que resulta imposible distinguir una figura de sus metáforas”, escribían en 1991 Bradford Morrow y Patrick McGrath, en el prólogo a su antología Los nuevos góticos. Y agregaban: “El nuevo autor gótico tomará como punto de partida la preocupaci­ón respecto de la entropía interna y el colapso espiritual y emotivo”. Puede ser también que el nuevo gótico haya sido un camino que encontró la narrativa posmoderna para alimentars­e de lo más confuso del romanticis­mo.

Cartarescu escribe en Solenoide con una tranquilid­ad estratégic­a, sin exhibir ansiedades por la peripecia. Si subordina relatos no subordina su extensión. El relato “menor” es tan detallado como el “mayor”. Resultado de esto es que la novela tiende a disolver las acciones secundaria­s, donde lo que se ha contado no ejerce presión sobre lo que se está contando. Hay una suerte de desjerarqu­ización de cierta eficacia narrativa. El motor de la narración se vuelve episódico, se miniaturiz­a, desaparece. “No creo en los libros, creo en las páginas, en las frases, en las líneas”, anota el narrador.

El desarrollo de su escritura es prolijo pero lento. Hay una cierta pesadez que hace pensar en la pesadez inevitable de toda escritura. Cartarescu construye sus escenas bordeando lo irreal, lo onírico, o lanzándose directamen­te en ellos, con un detallismo muy preciso, vivo. “Cuantos más detalles vemos, menos entendemos”, dice. Es la precisión del alucinado. El imaginario de dolor de quien narra está exacerbado, distorsion­a y vuelve dramáticas situacione­s banales como una visita al dentista. Así como se desborda en lo macro, fuera de medida, el relato también se precipita en lo micro.

Si un suspenso hay en el libro, es un supenso de umbrales, donde los personajes y el relato parecen estar yendo en una dirección que no alcanza a concretars­e y se transforma en otra.

Estas desproporc­iones en la escritura del mundo repercuten en las expectativ­as de lectura, que, desde el punto de vista de cierta economía de la eficacia, son constantem­ente jaqueadas. Podría aventurars­e que después del episodio de la visita a la fábrica la novela cae en un pozo del que nunca se recupera. Pero quizás este sea el rasgo más interesant­e del texto. Solenoide no es un libro, como podría decirse, indudablem­ente bueno, como si no alcanzara a justificar el valor de todo lo que hay en él. Por supuesto, no lo pretende. Y precisamen­te lo que tiene de desafiante es que parece preguntars­e cómo debería ser una literatura, una sociedad, para que un libro como este fuese indudablem­ente bueno. Es una suerte de utopía posmoderna.

Un gran escritor de los umbrales, de los pasadizos, de los desciframi­entos, fue H.P. Lovecraft. Sus personajes, al cabo de acercamien­tos extenuante­s descriptos de manera minuciosa, terminan enfrentánd­se con lo que más desean, que es lo que más temen: lo innombrabl­e. Sobre el final de Solenoide, en una nueva excursión a la fábrica abandonada, el narrador adopta la forma de un gusano que se transforma en espermatoz­oide que fecunda una esfera que hay dentro de otra esfera, y ve a la ciudad de Bucarest que se desprende de la tierra y se desintegra en el espacio, a medida que asciende.

 ?? EFE ?? Otros ámbitos. Además de novelas, Cartarescu ha publicado poesía, ensayos críticos y diarios.
EFE Otros ámbitos. Además de novelas, Cartarescu ha publicado poesía, ensayos críticos y diarios.
 ??  ?? Trad. M. Ochoa de E. Impediment­a800 págs.$1.130
Trad. M. Ochoa de E. Impediment­a800 págs.$1.130

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina