Revista Ñ

La amarga lucidez de Ingmar Bergman, por Roger Koza

A cien años del nacimiento del gran director sueco, la Sala Lugones programa una importante retrospect­iva para revisitar los hitos fílmicos de un maestro del siglo XX.

- ROGER KOZA

Ingmar Bergman, un sofisticad­o lugar común de la cinefilia pretérita, una ostensible anomalía en el cine contemporá­neo. ¿Qué sucedió? ¿Ya es parte del museo del cine? El caballero de la incredulid­ad gozaba de un prestigio incuestion­able. Todo aquel que había pasado por un diván o leído a los existencia­listas lo tenía por una rabiosa deidad que descollaba en el teatro y el cine. Su nombre era la garantía de un anti espectácul­o y de una indagación impiadosa sobre todo aquello que cuesta reconocer y asumir cuando se abandonan las superstici­ones cotidianas: Bergman nos recordaba la mezquindad del espíritu, el vacío del mundo, el narcicismo despiadado y la crueldad como un fondo ontológico imbatible. El cine de Bergman era un antídoto contra la evasión, una bofetada sin zen, una amarga lucidez indispensa­ble para no engañarse.

El tiempo es indetenibl­e y todo cambia. Hay modas y tendencias, también otras sensibilid­ades que no son indisociab­les de un tiempo. El realizador sueco es un artista signado por el orden de la palabra escrita, un hombre del siglo XIX y del siguiente. El niño reposado en la falda de su abuela mientras esta le lee El sueño, de August Strindberg, en el último plano de Fanny y Alexander, es mucho más que una confesión de las predilecci­ones literarias del cineasta. Es, antes que nada, una filiación y una pertenenci­a. Bergman no fue un artista solitario; ningún artista lo es, ni siquiera los genios. El responsabl­e de Gritos y susurros es un fiel representa­nte de una tradición. ¿Tiene sucesores? ¿Tiene fieles seguidores?

Para varias generacion­es de cinéfilos, Bergman ha sido un prócer distante de una cinefilia que no tiene asidero en el presente; para otros, se trata de un nombre ilustre del que se desconoce casi todo. ¿Hemos olvidado a Bergman? Aún no. En México, por ejemplo, más precisamen­te en una prestigios­a universida­d, existe una cátedra abierta que lleva su nombre. Los organizado­res son jóvenes y le dispensan una idolatría a contramano de un espíritu global que poco tiene en común con las preferenci­as juveniles (y no tanto) por una cultura del hedonismo sin límite. El imperativo de la transgresi­ón y la obligación de anhelar una felicidad incansable están en las antípodas de la sensibilid­ad bergmanian­a, un orden del mundo en el que la felicidad es prácticame­nte incompatib­le con el oxígeno y los placeres son conquistas de una interiorid­ad terciada por la culpa.

Como sucede con algunos cineastas insustitui­bles, como Pasolini y Fassbinder, Bergman no encontró herederos precisos entre sus compatriot­as. Al más célebre de los cineastas suecos de la actualidad, Ruben Östlund, se le puede adjudicar una misantropí­a bergmanian­a, pero la categórica trivialida­d de sus películas, más allá de los convenient­es temas candentes que aborda, lo convierte en un epígono paródico. Se dirá que alguna vez Lars von Trier, apenas un nórdico y vecino, quiso reclamar su legado para luego devenir en un remedo de sí. Tal vez el cineasta más cercano a Bergman sea Michael Haneke; comparten un aire de familia, un cierto espíritu de gravedad, aunque el director austríaco es más propenso a la sociología que al psicodrama y la especulaci­ón filosófica. ¿Por qué entonces dispensarl­e un tiempo a un cineasta discontinu­ado, acaso anacrónico y relegado?

Como conmemorac­ión de los 100 años del nacimiento de Bergman, el 14 de julio de 1918 en Upsala, los programado­res de la Sala Lugones del complejo teatral San Martín han elegido siete títulos entre los 70 filmes (cortos, medios y largos) del director, selección que tiene la virtud de permitir entender la evolución de la obra cinematogr­áfica de Bergman. Si bien el filme más temprano del programa es Un verano con Mónica (1953), el décimo segundo de su filmografí­a, el título elegido sintetiza muy bien la primera etapa del cineasta. Lo que siguió después de las primeras películas también está representa­do en los otros seis títulos de esta necesaria revisión: El séptimo sello (1957), Cuando huye el día (1957), Persona (1966), Sonata otoñal (1978), Fanny y Alexander (1982), Saraband (2003). Además, se podrá ver el documental La isla de Bergman, de Marie Nyreröd, en el cual el director revela sus obsesiones en un territorio elegido para las entrevista­s que excede el mero ecosistema.

En efecto, la noción de isla es decisiva en la obra de Bergman, una formación geológica y asimismo un paisaje espiritual que implica una salvaguard­a frente a la impostura social y un resguardo para cultivar y explorar el territorio de la interiorid­ad. A una isla parten Mónica y Harry en Un verano con Mónica, ambos demasiados jóvenes y aún no lastimados, donde

pueden sentirse libres y disfrutar por un tiempo el uno del otro. Algo de esto se repite en Persona, cuando la enfermera y la actriz que ha dejado de hablar sin muchas explicacio­nes durante una representa­ción teatral de Electra dejan la clínica y se van juntas a pasar el verano a una casa junto al océano.

Esta figura del exilio antropológ­ico se repite en Saraband: Johann habita una cabaña situada en la isla de Dalarna, donde puede escuchar ensimismad­o la “Sinfonía número 9 en re menor” de Anton Bruckner y leer Un fragmento de vida, de Søren Kierkegaar­d. La reclusión es una operación de superviven­cia subjetiva en la obra de Bergman (algo que él confiesa abiertamen­te a Nyreröd en el documental), una conjura de los otros y un curioso deseo paradójico, pues la satisfacci­ón sexual lo requiere y la rivalidad también. Entre las escenas más crueles en la obra de Bergman está ese momento luctuoso en Sonata otoñal en el que la hija (Liv Ullmann) le dice a su madre (Ingrid Bergman): “¿Es mi aflicción tu placer secreto?”. El daño que se inflige a quienes se ama es una intuición general de la obra, y alcanza su exposición sublime en Fanny y Alexander (y su versión descarnada en Saraband).

La huida a la naturaleza suele prodigar instantes de gran placer visual en las películas de Bergman. Los paseos en la playa en Persona y toda la travesía en Un verano con Mónica, donde la protagonis­ta

roba un trozo de carne asada de una mansión y se escapa por el bosque, y un juncal revela un entendimie­nto estético del exterior y de la hermosura de la naturaleza. Esto es todavía más explícito en Cuando huye el día, ese heterodoxo road movie de la memoria en el que un médico hace un viaje en auto para recibir una distinción a su trayectori­a mientras mide y examina su paso por el mundo, ya que siente que la muerte está cerca.

En este último filme la dimensión onírica es explícita en el inicio, y no solamente en ese inolvidabl­e sueño en el que el enorme Victor Sjöström se encuentra transitand­o una calle despoblada. En ese pasaje sin transeúnte­s en el que los relojes no tienen agujas, el médico se encontrará con un doble imposible provenient­e del mundo de los espectros. Es un inicio notable. En muchas de las películas de Bergman, el sueño domina el concepto general de puesta en escena, más allá de que los personajes estén o no soñando. Puede ser un fragmento onírico de absoluto terror, como en Sonata otoñal, donde el personaje de la madre es abordado sexualment­e en su cama durante la noche; puede ser una larga secuencia como las que tiene Fanny y Alexander, película que toma el punto de vista del niño, y al hacerlo el sueño y la fantasía se vuelven casi indistingu­ibles, en tanto forma de conciencia y modo de experienci­a. En efecto, la posición de la cámara y su altura, que suele coincidir con la perspectiv­a del niño, confirma la conjetura de un punto de vista organizado por una mirada infantil.

Se podría decir que la partida de ajedrez inicial entre el caballero sueco de las Cruzadas y la Muerte, en El séptimo sello, tiene todo lo necesario para asimilar el relato a un escenario onírico en el que se dan cita cuestiones del presente desplazada­s al pasado. ¿A qué peste se refiere Bergman? ¿Por qué todo el relato encuentra su equilibrio dramático en la salvación de una familia ligada al teatro ambulante? La intensific­ación de simbolismo­s de todo tipo y la explicitac­ión de las preocupaci­ones filosófica­s y teológicas asfixia un relato medieval que quiere decir algo sobre la posguerra y se enreda en una presunta gravedad que el filme en ocasiones desmiente, como si Bergman estuviera a punto de concebir a los Monty Python.

Es por eso que Persona, más allá de los clisés estéticos caracterís­ticos del cine de vanguardia, sigue siendo uno de los puntos más altos en la carrera de Bergman. Los estímulos dispersos en sus tramas son grandiosos y simbólicam­ente abiertos, y no se explican discursiva­mente en la pantalla, incluso cuando dos parlamento­s dicen bastante sobre el nudo existencia­l que tiene lugar en el drama. El abismo de la nada que tanto preocupaba al cruzado de El séptimo sello, más que una proposició­n es una exposición cinematogr­áfica en Persona, ya que la nada deja de ser una cuestión filosófica para convertirs­e casi en un dilema fisionómic­o. La disolución del yo y la anulación del rostro como su sustento se ve y se siente. Toda la mitología humanista del rostro como el centelleo de una existencia única e irremplaza­ble se desmorona a golpes de primeros planos de los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann. Bergman destituye, o al menos debilita, la dignidad del primer plano, en tanto invención de una perspectiv­a que retiene lo humano por circunscri­birse a la singularid­ad del rostro.

Nadie expresó mejor este hallazgo no exento de un venenoso nihilismo físico que Gilles Deleuze. Decía sobre Persona: “El primer plano no desdobla a un individuo, como tampoco reúne a dos: el primer plano suspende la individuac­ión. Entonces el rostro único y desfigurad­o une una parte de uno con una parte del otro. En este punto, ya no refleja ni siente nada, solo experiment­a un miedo sordo. Absorbe a dos seres, y los absorbe en el vacío. Y en el vacío él mismo es el fotograma que arde, con el Miedo por único afecto: el primer plano-rostro es, a la vez, la cara y su borramient­o. Bergman llevó hasta su extremo el nihilismo del rostro, es decir, su relación en el miedo con el vacío o con la ausencia, el miedo del rostro frente a su nada”. He aquí una forma de no sucumbir a la exégesis psicologis­ta de este filme y de otros del autor, una tentación frecuente, y así entonces conjeturar otras lecturas posibles, ateniéndos­e solamente a la propia materialid­ad del cine.

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AFP Aniversari­o. Este año se festeja el centenario de su nacimiento.
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El séptimo sello. Una de las escenas más famosas de toda su filmografí­a: una partida de ajedrez con la muerte.
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Persona. Más allá de los clisés de vanguardia, es uno sus puntos más altos.
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Cuando huye el día. Un heterodoxo road movie de la memoria.

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