¿El mundo se fragmenta?,
El nacionalismo y el extremismo impulsan el cierre de los países. El sociólogo francés analiza si es viable y cómo seguir pensando en términos globales.
por Michel Wieviorka
En los años ochenta y, más aún, en los noventa, sonó la hora de la globalización de la economía. Al mismo tiempo, se ponían a punto las categorías aptas para pensar esta evolución. Pronto surgió el neoliberalismo, el triunfo de los mercados en un mundo que salía de la Guerra Fría y donde, en efecto, las fuerzas económicas parecían despreocuparse de la política, de los estados y de sus fronteras. El capitalismo, ante todo el financiero, parecía irresistible.
Algunos se regocijaban de tal perspectiva, como el ideólogo y ensayista Alain Minc en su libro La globalización feliz; otros, por el contrario, se indignaban, como la periodista Viviane Forrester, y denunciaban el “pensamiento único”, la subordinación de la vida intelectual a una perspectiva entregada a la devoción por la economía neoliberal, incapaz de pensar otras formas de reflexionar y de impulsar otras proposiciones. Reinaba el “consenso de Washington”, al que había que plegarse o bien entrar en un conflicto frontal con él. Quienes intentaban animar este conflicto eran fuerzas de izquierda más o menos radicales.
La globalización económica ha demostrado ser asimismo cultural e, incluso, con mayor hondura, antropológica, de forma que anunciaba una nueva era para la humanidad. Las tecnologías de la comunicación, Internet a la cabeza, y la digitalización de parte de nuestras actividades parecían permitir a todos unas posibilidades inauditas de acceso a la información y de interacciones planetarias, inmediatas y multiplicadas. Las redes sociales se percibían como un enorme progreso al servicio de valores universales, del derecho y de la razón.
Indudablemente, ya entonces se hacían oír voces que describían un mundo en que la globalización económica no impedía la existencia de oposiciones de mayor alcance, como en el caso de la tesis de Samuel Huntington sobre el “choque de civilizaciones”; al propio tiempo, se advertía que la globalización económica no ejercía necesariamente efectos unívocos, y suscitaba reacciones de resistencia principalmente culturales y llamamientos, por ejemplo, a otras formas de consumo; corrientes medioambientales o ecologistas defendieron por ejemplo “la desglobalización”, consistente en primer lugar en consumir lo producido a escala local. Sin embargo, tales fenómenos no parecían capaces de cuestionar el triunfo de la economía globalizada. En este contexto aparecieron enfoques generales que proponían una renovación de las ciencias humanas y sociales globalizándolas a ellas también y separándolas de enfoques clásicos que operan en el marco tradicional del Estado nación. El sociólogo Ulrich Beck formuló su tesis del cosmopolitismo metodológico, la idea de que era necesario, en lo sucesivo, analizar los factores sociales teniendo en cuenta la “cosmopolitización del mundo”; es decir, el hecho de que, aun siendo muy local, un problema o un acontecimiento no se comprende bien más que analizando las lógicas mundiales y regionales que lo modelan.
Dicho esto, en todo el mundo poderosas fuerzas políticas se constituyen y se refuerzan para proponer fórmulas que se topan, aunque sólo de forma parcial, con las lógicas económicas de la globalización. Estas fuerzas apelan al cierre del país sobre sí mismo, al mismo tiempo que a la homogeneidad cultural de la sociedad. Sorprendentemente, son las que hallan el camino, si no hacia una oposición directa a la globalización económica, al menos sí hacia el rechazo del debilitamiento de los Estados y de su incapacidad para alzar sólidas fronteras. No son movimientos de izquierda o de extrema izquierda los que dominan, en tanto que las primeras críticas del neoliberalismo provenían de movimientos de intelectuales próximos a ellos.
Estas fuerzas populistas, nacionalistas o de extrema derecha encuentran una buena parte de su clientela electoral en sectores que la apertura económica al mundo contribuye a descomponer o a debilitar, lo que provoca inquietud de forma confusa: obreros de todas las fábricas que han cerrado unas tras otras, capas medias en caída social y descubriendo que los hijos vivirán menos bien que los padres, jóvenes para quienes el acceso a los estudios corre peligro de cerrarse, etcétera. Detestan a las elites, que asocian a las imágenes de la globalización y están convencidas de que los migrantes son causa de su infortunio; transforman sus miedos y dificultades económicas en obsesión por su identidad cultural. Y su peso político es considerable. Se les debe el Brexit, la presidencia de Trump con su hostilidad a los inmigrantes y los aranceles y diversos regímenes vinculados a la extrema derecha en Europa central y en Italia.
Estas fuerzas son ambivalentes si se trata de la globalización económica, que no rechazan sistemáticamente desde el punto de vista ideológico. Pero cuanto más se trata en su caso de mostrar que el Estado debe cerrarse y sus fronteras deben ser impermeabilizadas, más necesitan inscribirse en perspectivas proteccionistas (Trump) y más cuestionan no sólo la libre circulación de las personas, que no quieren, sino también las de las mercancías y de los capitales.
¿Haría falta a partir de ahí dejar de pensar en términos globales y volver a los análisis de hechos y problemas sociales limitados al único marco del Estadonación? Una vuelta atrás es improbable, por dos razones. La primera es que las lógicas de la globalización no desaparecen por ello. La omnipresencia de firmas multinacionales, el impacto de las grandes marcas, de los acontecimientos globales, sobre todo deportivos, y aun el papel mundial de las tecnologías de la comunicación permanecen en el corazón de la vida colectiva.
La segunda incita a “continuar pensando en términos globales”: la constatación de que los valores universales parecen amenazados por doquier y, con ellos, la conciencia de pertenecer a una sola y misma humanidad. El planeta se fragmenta. Las redes sociales funcionan como comunidades relativamente cerradas. En estos procesos de cierre y fragmentación, se perfilan actos de violencia y enfrentamientos a todos los niveles: no lo comprenderemos más que pensando “en términos globales”, reconociendo que estos fenómenos obedecen en gran medida a las derivas de una globalización económica, que ha reforzado las desigualdades y reflexionando para reinventar la articulación de los valores universales y la idea de progreso, con la apertura al mundo.
El populismo, el nacionalismo, el extremismo nos impulsan hacia el cierre de nuestros países: quienes desean un mundo abierto deben continuar “pensando en términos globales”, no acompañando la globalización sin criticarla, ni rechazándola pura y simplemente, sino conminándola a transformarse.