Nuevo museo, viejo cubo blanco.
A 62 años de su nacimiento, el Moderno adquiere su forma definitiva en casi 12 mil metros cuadrados.
Sobre la remodelación del Museo Moderno
El Museo de Arte Moderno de Buenos Aires –antes el Mamba, ahora el Moderno– reinauguró sus espacios estrenando salas nuevas, que suman unos 4.000 metros cuadrados al museo. Convertido en uno de los más grandes de la región, el Moderno tiene así entre 11 y 12.000 metros cuadrados, distribuidos entre los dos subsuelos, la planta baja, el primer piso y el segundo piso.
Los nuevos espacios –anteriormente pertenecientes al Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken, ahora ubicado en La Boca junto a la Usina del Arte, en Caffarena 51–, se destinaron a salas de exposiciones, un bar lleno de luz natural con bella vista al barrio de San Telmo, una biblioteca, un taller educativo y un espacio multiuso. El costo total de la nueva obra fue de unos 68 millones de pesos.
El antiguo edificio –originalmente perteneciente a la tabacalera Nobleza Piccardo construido en 1918– tuvo una primera reforma realizada entre 2005 y 2013, y esta reciente, que permite por primera vez mostrar el proyecto de un museo de arte moderno para Buenos Aires finalmente terminado. Nada mal, para una institución que al inaugurarse en 1956, no tenía sede fija: su sede iba a estar ubicada en el Teatro San Martín, por entonces todavía en construcción. Debido a esto, la entidad funcionó durante unos cuatro años de manera nómade; lo llamaban “el museo fantasma”. Dicen que cuando le preguntaban a su primer director, Rafael Squirru, cuándo y dónde funcionaría finalmente el museo, él respondía con una frase que se hizo célebre: “Le Musée c’est moi” (el Museo soy yo).
La reforma que acaba de dar forma definitiva al Moderno estuvo a cargo de los arquitectos Matías Ragonese y Carlos Sallaberry, quienes trabajaron en el proyecto desde el estudio Manteola/ Sánchez Gómez/ Santos/ Solsona/ Sallaberry/ Vinson (MGCSSS).
En diálogo con Ñ, Ragonese cuenta que el principal objetivo del nuevo pro- yecto arquitectónico era no sólo ampliar las salas de uso y exposición sino también mejorar y ordenar la circulación del público. Esto incluyó la construcción de una escalera monumental/ escultural en zig-zag, con escalones de mármol y una iluminación diseñada especialmente, así como la edificación de pasillos importantes, que simplifican y organizan el desplazamiento del público entre las distintas áreas.
Ragonese explica que el proyecto sigue el modelo del white cube, el cubo blanco que se impuso en la modernidad para realizar exposiciones. La idea fundamental de las organizaciones culturales que adoptan este modelo es la construir un espacio neutro, capaz de aislar cada obra de su contexto inmediato y de todo aquello que pueda distraer la experiencia del espectador en su relación con la expografía de la muestra que se encuentre montada en ese momento (actualmente en el Moderno Historia de dos mundos: Arte experimental latinoamericano en diálogo con la colección del MMK, 1944–1989, exposición organizada junto con el Museum für Moderne Kunst Frankfurt (MMK).
Es interesante observar que en el modelo del cubo blanco las ventanas de las salas expositivas se encuentran generalmente selladas. Y la luz no es natural sino artificial y proveniente del techo. Las obras de arte aparecen, entonces, ubicadas, montadas dentro del modelo de la caja blanca como “objetos sagrados”, aislados del mundo: ni el tiempo ni la calle perturban el discurso curatorial (por eso este modelo se vincula con las cámaras funerarias para ir hacia el más allá o con ciertas iglesias medievales).
Es decir: el espacio museístico que sigue el modelo de caja blanca pretende devenir un espacio ritual. Este modelo –que buscaba un espacio expositivo ideal, perfecto– fue un importante paso durante la época modernista: a principios del siglo XX, permitió observar las obras de forma aislada, como una contemplación. Este fue el modelo imperante durante todo el siglo XX y todavía sigue siendo el más usado en los espacios expositivos del mundo occidental.