Fragmentos de un viaje hacia la edad adulta
Yo, en realidad, quería ser escritor. Pero, a raíz de los hechos que voy a contar, me hice ingeniero geólogo y contratista. Que no se piensen mis lectores que, como ahora estoy narrando esta historia, esos hechos ya han concluido y quedan lejos en el pasado. Cuanto más lo recuerdo, más me sumerjo en lo que he vivido. Por esta misma razón presiento que el torbellino de misterios de ser padre y ser hijo va a arrastraros, tras de mí, a vosotros también.
Año 1985. Vivíamos en un piso en la parte de atrás de Besiktas, cerca del palacete de Ihlamur. Mi padre regentaba una farmacia pequeñita que se llamaba Hayat. Una vez a la semana, la farmacia permanecía abierta durante la noche, y a mi padre le tocaba hacer guardia. Y esas noches era yo el que le llevaba la cena. Mi padre, alto, delgado y apuesto, se ponía a cenar junto a la caja registradora y, mientras, me gustaba quedarme allí respirando el olor de los medicamentos. Hoy, treinta años después, a mis cuarenta y cinco, sigue encantándome el aroma de las viejas farmacias con armaritos de madera. La farmacia Hayat no tenía demasiados clientes. Las noches que estaba de guardia, mi padre solía matar el tiempo con una de esas televisiones pequeñitas portátiles que, por aquel entonces, se habían puesto de moda. A veces también me lo encontraba charlando en voz baja con los amigos que se pasaban a verlo. En cuanto me veían llegar, sus amigos de politiqueo cambiaban de tema, me decían que era tan guapo y simpático como mi padre y me preguntaban cosas: ¿A qué curso iba? ¿Me gustaba el colegio? ¿Qué quería ser de mayor?
Yo, por mi parte, notaba a mi padre intranquilo en presencia de esos amigos, por lo que no solía quedarme demasiado; recogía la tartera vacía y me volvía a casa dando un paseo bajo los plátanos y la pálida luz de las farolas. Ya en casa, evitaba contarle a mi madre que en la farmacia estaban algunos de los compañeros de política de mi padre. Porque entonces ella se preocupaba pensando que el hombre iba a volver a meterse en líos o a abandonarnos otra vez de improviso, y se ponía furiosa con él y con sus amistades. No obstante, era consciente de que la política no consti- tuía el único detonante de las peleas silenciosas de mis padres. De vez en cuando, se pasaban buenas temporadas enfadados sin apenas dirigirse la palabra. Y puede que no se quisieran. Yo intuía que mi padre quería a otras mujeres, y que muchas otras mujeres lo querían a él. A veces mi madre hablaba de otra mujer que había por ahí, y lo hacía de modo que yo me enterara. Las peleas de mis padres me ponían verdaderamente triste, razón por la cual me había prohibido a mí mismo pensar en ellas.
La última vez que vi a mi padre fue en la farmacia, una noche en que le llevé la cena. Era una noche de otoño cualquiera, yo estaba en primero de instituto. Mi padre estaba viendo las noticias de la tele. Mientras él se tomaba la cena, que había dispuesto sobre el mostrador, yo atendí a dos clientes que pidieron, uno, aspirinas, y el otro, vitamina C y antibióticos, y guardé el dinero en la caja registradora, que se abría con el alegre tintineo de una campanilla. Al emprender la vuelta a casa, le lancé a mi padre una última mirada; él me despidió desde la puerta agitando la mano y sonriendo.
Al parecer, a la mañana siguiente mi padre no había regresado a casa. Me lo contó mi madre por la tarde, cuando volví de clase. Tenía los párpados hinchados, había estado llorando. Se me ocurrió que lo habrían detenido en el trabajo y se lo habrían llevado los de Asuntos Políticos, como ya había pasado antes. Allí lo torturarían, le fustigarían los pies, le aplicarían descargas eléctricas.
Unos siete u ocho años atrás, el hombre había desaparecido de la misma forma y había regresado a casa al cabo de un par de años. Pero en esta ocasión mi madre no reaccionócomo si en efecto lo estuvieran interrogando y torturando en comisaría. Estaba furiosa. “¡Él sabrá lo que ha hecho!”, dijo refiriéndose a mi padre. Aquella noche en que los soldados se lo llevaron de la farmacia, justo después del golpe militar, mi madre sí que lo había sentido profundamente; había dicho que mi padre era un héroe.