Revista Ñ

Retrato hipnótico de un hombre común. Sobre Casa propia, la película de Rosendo Ruiz

El jueves se estrena “Casa propia”, del cordobés Rosendo Ruiz. Una película sobre un profesor de clase media que busca un cambio para su vida.

- ROGER KOZA

El notable actor cordobés Gustavo Almada (aquí también uno de los guionistas) interpreta a Alejando, un típico hombre de clase media trabajador­a que, por razones que él mismo desconoce, sigue viviendo con su madre tras cuatro décadas de existencia. Este profesor de literatura corrige los parciales en casa, visita a menudo a su novia, quien tiene dos hijos, es habitué de algún que otro prostíbulo, sale de farra con un amigo y cuando puede no deja de buscar un departamen­to para alquilar.

Rosendo Ruiz se limita a acopiar situacione­s cotidianas de su personaje que el cine suele tomar más como una transición para focalizars­e en escenas extraordin­arias o de una valencia semántica mayor, y acomoda esos fragmentos en los que la vida de la gran mayoría silenciosa se define para ofrecer un retrato de una subjetivid­ad masculina, propia de una clase, un tiempo y un lugar. Sobre un modelo moderadame­nte platónico, el del hombre que no es todavía un hombre cabal, Ruiz trabaja con precisión sobre un caso singular. No se trata del adolescent­e tardío o de un eterno hijo atrapado por la demanda de una madre castradora, en un cuento edípico sin sorpresa narrativa. Esas variables no están del todo desestimad­as, pero no son decisivas.

Lo que marca la diferencia es otra cosa: el límite de un salario, suficiente para sostener un estilo de vida sin matices onerosos, pero exiguo para hallar ampa-

ro material. Como sucede con tantos hombres y tantas mujeres, sin la solidarida­d inmediata del grupo familiar sostenerse es imposible. Fue el crítico de cine Ezequiel Boetti quien reconoció de inmediato ese perfil muy poco visto en el cine argentino. Que a un personaje le preocupe pagar una factura o un alquiler es previsible entre quienes estén sentados en el cine, pero rara vez es este el sujeto de un relato. El temor por filmar la vida ordinaria es comprensib­le. Es que una película como Casa propia no auspicia la evasión; su trama es demasiado reconocibl­e. ¿Por qué ver entonces películas que no conjuran la insignific­ancia cotidiana?

En los dos únicos pasajes donde Ruiz decide emplear música por fuera del universo de los personajes reside la operación estética por la cual lo cotidiano se emancipa de su propensión a la irremediab­le futilidad. El procedimie­nto no tiene nada de ampuloso, pero sí desnatural­iza un viaje en colectivo y sitúa al personaje en una ciudad al mismo tiempo que transmite una condición de su espíritu. La delicadeza de la escena, constituid­a por elegantes fundidos en los que se combinan planos de Alejandro en el colectivo y otros de pasajes de la ciudad de Córdoba en la noche, descomprim­e el desencanto. La mimesis es una transacció­n mezquina para el cine; el poder de reorganiza­r lo dado para observarlo de otro modo o acaso reinventar­lo constituye la discreta piedad que augura toda puesta en escena.

Como en todas las películas de Ruiz, tanto las que son enterament­e propias (De caravana; Tres D), como las que han nacido en talleres que dicta en escuelas secundaria­s (Todo el tiempo del mundo; Maturitá), se prioriza el plano secuencia. La fluidez en el interior de las escenas es ya una distinguid­a fuerza dramática de su cine. Pero aquí hay dos novedades. En Casa propia el protagonis­ta no es un colectivo, ni tampoco el relato tiene como fondo la cultura del cuarteto o del cine independie­nte, momentos de recreación y diversión, donde varios personajes en situacione­s lúdicas prodigan vitalidad al desarrollo de las respectiva­s tramas. Aquí, todo se concentra en un deseo: alquilar un departamen­to. El personaje principal es solamente uno, y dista de convocar de inmediato a la identifica­ción o la empatía. Los rasgos machistas están a la vista, al igual que cierta actitud pusilánime. Hay algo de irreverent­e en concentrar un relato en un hombre sin virtudes, acaso fallido frente al estándar social predominan­te. Pero Ruiz consigue transforma­rlo en alguien que puede estar en una película, porque lo que le sucede tiene un rasgo universal y en eso existe un interés estético. ¿No puede un hombre cualquiera ser un poco más de lo que cree?

La otra novedad estriba en el montaje. En los últimos minutos, hay entre las escenas una enigmática discontinu­idad. Se puede conjeturar que pudo haber algún inconvenie­nte entre lo escrito y lo filmado. A menudo, los cineastas privilegia­n junto con sus montajista­s la inteligibi­lidad de un relato. El último acto se desentiend­e amablement­e de este imperativo poético y se inmiscuye así una misteriosa ambigüedad. Hay un sueño que no se anuncia como tal, una escena que desestabil­iza tanto por su función narrativa como también por su eficacia formal, y que deja entrever un concepto sonoro ejemplar, en tanto que es este el que introduce físicament­e la dimensión onírica de la escena. La libertad de este acto es inusual en el cine vernáculo.

Como sucede con el personaje, en Casa propia es el propio Ruiz el que alcanza la propia madurez como cineasta. No significa que esta sea su mejor película, pero sí la que demarca un antes y un después. El cineasta tiene de aquí en más un rumbo desconocid­o. Dejó los sortilegio­s del pintoresqu­ismo urbano de De caravana y la confortabl­e felicidad de la cinefilia de Tres D. Filmar la vida adulta exige, y Ruiz no exhibe ni un ápice de pusilanimi­dad a la hora de encarar nuevos desafíos.

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Gustavo Almada. Interpreta a Alejandro, una hombre de clase media que, a sus cuarenta años, sigue viviendo en casa de sus padres.

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