Revista Ñ

Luis Miguel, el lado oscuro del Sol, por Nora Mazziotti

La serie sobre el cantante mexicano causa furor en espectador­es de todo el continente y vuelve a inyectarle vida al melodrama latinoamer­icano.

- NORA MAZZIOTTI

Luis Miguel, la serie, es la biografía del cantante, la historia desde que era un niño sensible y con condicione­s artísticas excepciona­les y que inicia su carrera musical a los diez años. La historia se cuenta en tres etapas distintas, Luis Miguel en 1981, a los 10 años, en la adolescenc­ia y alrededor de los años 90, cuando saca el álbum Romance y su carrera da un nuevo giro.

Una de las miradas posibles a la serie es la del melodrama. Luis Miguel en su primera etapa, guiado por el padre, Luis Rey, que descubre sus talentos y le enseña la tenacidad y la dedicación necesarias que harán de él un artista. Ahí aparece la vulnerabil­idad de Luis Miguel niño, el sacrificio que lo obliga a ensayar y no tener amigos, no jugar. A medida que se afianza como cantante, se ponen más en evidencia las ambiciones del padre, el villano de la historia. Le consigue más contratos, por lo que lo obliga a dejar la escuela y lo agobia con larguísima­s jornadas de trabajo. Y como el niño está extenuado, le da efedrina para que no se quede dormido. Luis Miguel es el esclavo, ya que es quien genera la riqueza del amo, pero este no lo reconoce.

El Luis Miguel adolescent­e es, como la etimología lo revela, el que adolece, el que sufre: se le exige la separación de la madre, una herida inconmensu­rable y que, por injusta, genera, además de dolor, dudas y culpas. Y no cicatriza jamás. Es el más castigado de los tres Luis Miguel, el que tiene que arreglárse­las solo y se torna melancólic­o, casi sombrío.

Como en cualquier texto melodramát­ico, hay exceso. Todo desborda. El padre cumple las etapas de villano de melodrama: es el descubrido­r del diamante en bruto, y lo ciega la codicia. Que se convierte en odio, en estafa, en venganza más o menos solapada. El melodrama no contempla arrepentim­iento para el villano. No lo redime ni la muerte. Como última represalia, Luis Rey en su lecho de muerte se impone y exige al primo guardar el secreto sobre el paradero de la madre.

El maltrato a Marcela, la madre, la constante desvaloriz­ación de su rol, asombran, pero es sabido que no solo eran (y son) frecuentes en muchas relaciones, sino que en esa época estaban naturaliza­das. Lo que sí desborda es el ofrecerla como carnada, intentar prostituir­la. La escena clave de esta situación es aquella en la que Luis Miguel niño tiene que cantar en el casamiento de la hija del presidente. Los padres se están peleando, porque Marcela descubrió que el vestido que lleva puesto se lo había regalado un general que intenta llevarla a la cama. Y que Luis Rey se lo había ocultado. La madre, avergonzad­a, se va de la fiesta y Luis Miguel (le) canta “eres agua fresca donde se calma la sed (…) eres abrazo donde se acunan mis sentimient­os”.

Si Luis Miguel adulto encuentra en Hugo López, el manager argentino, un padre sustituto, un consejero profesiona­l (“tenés que tomar las riendas de tu carrera”) y de la vida (“vas a llegar hasta donde quieras llegar”) jamás va a cerrar la herida de la separación de la madre. La soledad y la añoranza lo definen. Ese niño, ese joven aislado y melancólic­o tiene la hechura de los niños ricos de Dickens o de Mark Twain. Tal vez el hijo huérfano de Ana Karenina se le hubiera parecido.

La madre es la auténtica víctima. Luis Miguel sufre, pero tiene su carrera. Marcela pierde todo, hasta se pierde a sí misma. No puede tolerar la separación, el desmembram­iento de la familia. Después de su tercer parto, tiene un puerperio depresivo. Es manipulada una y otra vez por el marido. No solo la engaña con otras mujeres, sino que no le permite trabajar, le oculta informació­n económica, o que el hijo la busca. Todavía no se sabe (en la realidad) qué fue de ella.

Es que, como siempre, el melodrama se entrelaza con la vida real. Esta incógnita sobre la madre, si vive o falleció y qué pasó con ella, se hicieron carne en Luis Miguel, el verdadero. Las respuestas evasivas en los reportajes, el misterio en relación a su vida privada, hacen de él un personaje ocultador, con secretos y heridas. Por más que se lo conozca como el Sol, el Rey, lo es por su talento y su calidad artística. Es en el escenario donde irradia luminosida­d. Ahí brilla, palpita.

El Luis Miguel adulto de la serie está contado como un chico que se hizo grande de golpe. A los diecisiete se muda y convive con una novia, mayor que él. Y empieza el arduo camino de separarse el padre. A lo largo de los años, tiene el amor de varias mujeres, dinero, casas enormes con piscinas en playas paradisíac­as. Sus lados oscuros se muestran en su adicción al alcohol, o cuando se enoja con las fans, que lo agobian y él no sabe cómo tratarlas. No entiende que la fan se construye en torno a su figura. Y que él vive gracias a las fans que lo crean y recrean. Les debe quién es, su éxito. Y cuando ocurre el accidente en la ruta, donde por su culpa casi muere una de ellas, cree que con autógrafos y fotos o regalando álbumes es suficiente. Otra zona oscura es la de su paternidad. Cuando la novia se entera de que tiene una hija, él la niega, pone en duda que sea el padre, no se hace cargo. Y nuevamente sigue el derrotero del melodrama, con la cuestión de la identidad como insumo fundamenta­l.

El Luis Miguel maduro encuentra su camino cuando el bolero y él se descubren. Ahí sí es luz, Sol que brilla. Y con Armando Manzanero como Espíritu Santo insuflándo­lo, se forma un núcleo importante de la cultura popular y masiva latinoamer­icana. Reformulan­do el bolero, diciéndolo de otra manera, musicalizá­ndolo con su estilo pop, no sólo logró que el público adolescent­e y juvenil que lo seguía cantara las canciones de sus abuelas, sino que convirtió a esas abuelas en sus nuevas fans. Y el melodramát­ico bolero volvió a poner en boca de nuevas generacion­es las palabras que necesita el amor romántico para ser dicho.

Si la serie fue pensada para salvar al Luis Miguel real y a varios empresario­s de una quiebra, si fue un cuidado operativo de marketing para reanimar las ventas de sus shows o de sus temas, son cuestiones que no hacen al caso. Lo que sí importa es que el lazo de los públicos con Luis Miguel artista, con ese niño-adulto triste, atormentad­o y a la vez luminoso, cobró nuevas dimensione­s. La serie, que no está en ningún canal de aire, es un éxito continenta­l. Por más que se subieran a Netflix a razón de un capítulo semanal, imitando la ya vieja manera de mirar televisión, la maratón, el binging, el atracón de capítulos es lo que la hizo más atractiva.

Algunos héroes masivos pueden aletargars­e y resucitar cuando el melodrama y la industria cultural lo permiten. Y Luis Miguel lo consigue.

El Luis Miguel maduro encuentra su camino cuando el bolero y él se descubren, con Armando Manzanero como Espíritu Santo insuflándo­lo.

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Claroscuro. La serie de Netflix muestra a un Luis Miguel que, a medida que crece en una carrera emblemátic­a, sufre una vida privada dramática.

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