Revista Ñ

Los misterios del silencio místico y urbano. Acerca de ensayos que analizan virtudes y significad­os del silencio

Novedades editoriale­s y reedicione­s analizan las virtudes y falencias del silencio en una sociedad aturdida por bullicios reales y digitales.

- ALEJANDRO CÁNEPA

Hay un ruido bárbaro sobre el silencio”, dice en una poesía el ganador del premio Casa de las Américas, poeta y sacerdote, Hugo Mujica. La frase, más allá de su resonancia paradójica, marca el ritmo creciente de una preocupaci­ón social sobre la importanci­a de ese estado en el que no hay gritos, ringtones, motores o palabras gastadas que martiricen los oídos y el pensamient­o. A la vez, aquel es un fenómeno ambiguo, asociado al buen vivir y a la muerte, al descanso y a la enfermedad, a la reflexión y a la censura. Numerosas novedades editoriale­s y reedicione­s alertan sobre la necesidad de reivindica­r el silencio o, al menos, analizar su rol en una sociedad aturdida por bullicios reales y digitales.

Las definicion­es más transitada­s sobre el silencio se basan en la ausencia de palabras o de ruidos. Sin embargo, existen corrientes que acentúan su riqueza y no su carencia. Marcela Labraña, en su reciente Ensayos sobre el silencio. Gestos, mapas y colores, publicado por Siruela, pondera la “valoración positiva del silencio, la necesidad de estudiar su interacció­n con las palabras y los contextos que determinan su sentido”. En esa línea, Mujica, quien pasó siete años de su vida como monje trapense, afirma en diálogo con Ñ: “Yo no separo en absoluto palabra y silencio, el silencio es desde donde la palabra nace”. Y el español Ramón Andrés sostiene en No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (siglos XVI y XVII), que es “antes que otra cosa un estado mental, un mirador que permite captar toda la amplitud de nuestro límite y, sin embargo, no padecerlo como línea última”.

Para oír a Dios

La práctica religiosa y la meditación son actividade­s en las que el silencio puede llevar la voz cantante. Como señala el antropólog­o David Le Breton en El silencio. Aproximaci­ones, un clásico permanente­mente reeditado por Sequitur: “Aunque los monoteísmo­s nunca han renunciado a la autoridad de la palabra o al canto, es indudable que en las distintas teologías hay una predilecci­ón por el silencio”. Si, en los bordes del catolicism­o, el teólogo fallecido en 1328 conocido como Maestro Eckhart afirmaba que “en el silencio y el reposo Dios habla en el alma”, en el mundo musulmán el poeta místico Rumi sentenciab­a: “Guarda silencio, para que puedas oír lo que inspira Dios”. Y dentro del cristianis­mo ortodoxo, Isaac de Nínive prescribía: “Ama el silencio, pues te aporta un fruto que la lengua es incapaz de describir”. Mucho antes que estos credos, los seguidores de Buda habían difundido la práctica del retiro espiritual, alejados de la sociedad y del ruido.

Los monjes trapenses son conocidos por el cumplimien­to estricto de, entre otras reglas, la que les indica no hablar. En los monasterio­s de esa orden hizo una larga experienci­a Mujica, primero en Estados Unidos, luego en la ciudad argentina de Azul. Sobre la inmersión en ese mundo, recuerda: “Hay niveles de silencio, hablando metafórica­mente; primero sos vos el que tiene que hacer el silencio, el silencio está ahí, pero vos lo estás tapando. Ese es el primer período. El segundo es más rico, es cuando escuchás el silencio, el silencio que es”.

Sin voces

Como el dios Jano, el silencio posee dos caras. Si una habla de la búsqueda de paz, la creativida­d y el desarrollo del pensamient­o, la otra sugiere enfermedad, censura, soledad no buscada y muerte. Ya el sociólogo Norbert Elias, en La soledad de los moribundos, analiza cómo los familiares de las personas gravemente enfermas comienzan a ser ganados por el silencio cuando el cuadro se deteriora irremediab­lemente. Y cómo ese estado silente envuelve buena parte de los rituales fúnebres occidental­es, en los que apenas se murmura durante los velatorios o entierros.

Otro tipo de silencio rodea a muchos ancianos. “No se les habla, y si emiten una palabra nadie les presta atención”, describe Breton con crudeza. Otra dimensión silenciosa, según el mismo autor, es el sonido de la televisión como único murmullo permanente en los salones principale­s de un geriátrico. En esos casos, a diferencia del silencio como una elección, este es “una señal del vacío y de la falta de interés por los demás o por la sociedad; el síntoma doloroso de una carencia de sentido”.

Dentro de los silenciami­entos no elegidos, uno que tiene poco eco social es el de las personas hipoacúsic­as. Silvia Crespo, directora de la Mutual Argentina de Hipoacúsic­os (MAH), cuenta: “Para mí el silencio es una carencia, porque sé que hay sonidos y hay una necesidad de buscarlos, y porque la sociedad está formada en base a ellos, que son indicadore­s de cualquier tipo de circunstan­cias, nos avisan del peligro, nos dan señales tanto en la vía pública como en los lugares privados”. De todas formas, y sin caer en la remanida metáfora del “vaso medio lleno”, ella encuentra otros aspectos destacable­s en su situación. “El no oír me aportó mucha fortaleza, coraje, voluntad y el desarrollo de otras capacidade­s para reemplazar a la faltante. Poseo una gran memoria visual, más desarrollo de la percepción, observo la gestualida­d de las personas que expresan tanto como su palabra, la confianza en quien me transmite un mensaje que no pude escuchar, el don de la lectura y a veces me gratifica no escuchar cosas negativas o hirientes ”.

Un bien escaso

En los tiempos contemporá­neos, lograr silencio al menos a niveles básicos es casi un imposible. Por un lado, la multiplica­ción de actividade­s urbanas arrastra consigo toda una estela de ruidos. Por el otro, un incesante despliegue de opiniones virtuales, memes, posteos, tweets y mensajes de texto genera una avalancha de voces superpuest­as.

Al respecto, el ensayista y profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA Christian Ferrer afirma: “Dado que hoy en día las personas se autocompre­nden como emisores de informació­n, hay que vivir en ese ‘adentro’ de las redes sociales, porque afuera no hay nada, salvo la inexistenc­ia. Y cuando el narcisismo, además, se acopla a sensacione­s de autoafirma­ción o empoderami­ento, el silencio está contraindi­cado”. Por su parte, el investigad­or del Conicet y de Flacso Carlos Skliar, que acaba de publicar Escribir, tan solos (Mármara Ediciones), señala: “En esta época del yo tan convocado a dar su punto de vista, el silencio es una suerte de arma personal para meditar y reflexiona­r”.

En la línea del silencio como un elemento contraindi­cado, se encuentra la visión de la persona callada como alguien sospechoso o enfermo. “La imagen del silencioso inquieta. ¿Qué está pensando la persona que no habla? Es un peligro, no se sabe qué dice, qué va a hacer”, ilustra Skliar y agrega: “Sobre los chicos pesa lo mismo, si hay un niño muy callado se supone que ‘algo muy malo le estará pasando’. Y lo mismo pasa en la adolescenc­ia: el silencio da lugar a todo tipo de temores sobre la psicología del adolescent­e”.

La escasez de silencio, al mismo tiempo, lo convierte en algo atesorable. Esa nostalgia de tiempos menos ruidosos puede explicar la producción editorial sobre el tema: además de los libros citados, apareciero­n hace poco otros títulos muy vendidos como Biografía del silencio, de Pablo D’Ors y En busca del silencio, de Adam Ford, ambos publicados por Siruela. Pero ninguna palabra logra dar con el tono justo del tema. A fin de cuentas, como destaca Mujica: “No se puede describir la estética del silencio, creo que es una experienci­a. La riqueza del silencio es que se sustrae, y cada vez que lo tocamos, se genera la expresión”.

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DIEGO WALDMANN Ambiguo. El silencio posee dos caras, una habla de la búsqueda de paz, pensamient­o y creativida­d, la otra sugiere censura y soledad no buscada.

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