Revista Ñ

Argentinos de mi vida: Borges, cortázar y Cía, por Juan Cruz Ruiz

Una defensa encendida de la tradición literaria argentina y un paseo por los recuerdos del periodista, editor y escritor español Juan Cruz, autor de “Egos revueltos”.

- JUAN CRUZ RUIZ

En el último Mundial de fútbol fue la última vez que tuve que explicar a españoles contaminad­os por los tópicos asentados sobre los argentinos por qué iba, mientras duró, con la selección en la que juega Lionel Messi. No es por Messi, es por Argentina, y por los argentinos. Argentina llegó a mí en la mochila de un ciudadano raro, culto, políglota, amante de la cocina y del asado, a quien todos creímos, al observarlo tan diestro en el verbo y en la diplomacia, un agente de la CIA.

A finales de los años 60 del siglo pasado en casi todos veíamos a un espía, porque nos gustaba a los jóvenes universita­rios sentirnos parte de la paranoia mundial. Aquel argentino que llegó a mi pueblo, el Puerto de la Cruz, de Tenerife, se llamaba Edmundo A. Esedín del Ródano, era experto en Jorge Luis Borges, en Anatole France, en los poderes de la carne argentina y, además, era un buen hombre que nos adiestró en todos sus saberes, incluyendo el de la música.

En mi pueblo Edmundo montó un restaurant­e en el que se cantaba a Atahualpa Yupanqui, a Eduardo Falú y a Los Chalchaler­os, al tiempo que descubríam­os los poderes hipnóticos del chimichurr­i. Luego conocí a Yupanqui, que salía de un cine que había sido un cabaret en Madrid; era un hombre grande de ojos tristes que tuvo, para él, pero sobre todo para nosotros, los universita­rios de entonces, que irse a cantar a Nueva York cuando casi todo lo que tocaba América del Norte resultaba contaminad­o por la fobia al yanqui. De modo que cuando al pobre Atahualpa se le ocurrió aceptar una invitación canaria para que actuara en Tenerife, los estudiante­s de la Universida­d de La Laguna lo recibieron con el grito nada amistoso de “¡Yuyanqui!”.

Yo iba con él en el coche que lo transporta­ba, junto a otro periodista, Elfidio Alonso, folklorist­a también, y no supimos rescatar al viejo cantante de su provisiona­l paranoia sobre esta persecució­n universal que sufría por haber estado en semejante sitio, Nueva York. Luego conocí a Falú, pero esa historia vendrá cuando cuente de Ernesto Sabato.

Lo cierto es que Edmundo A. Esedín del Ródano nos dio a conocer a mis contemporá­neos y a mí algunas delicias argentinas, ajenas a la política, y me pasé esa juventud isleña adorando su cocina (la de Edmundo, también) y su literatura, que venía a las librerías secretas editada por Losada o Sudamerica­na. Argentina estaba lejos, pero formaba parte de mi corazón, con su música me despertaba, escuchándo­la comía, y oyéndola también leía a Jorge Luis Borges o a Leopoldo Marechal, hasta que apareció Rayuela, de Julio Cortázar, y entonces ya se desvió mi vida de Argentina para convertirl­a en una localidad vecina a la noche de París, que es en su conjunto, la noche y París, un país en sí mismo.

Por eso amé desde el principio a los argentinos, pero no sólo por eso defiendo los colores, ahora muy desvaídos, de su selección. Defiendo Argentina porque es una de las culturas más diversas que conozco y porque es un país, como el nuestro, España, que ha sufrido la angustia de ser pisoteado por algunos de sus más descuidado­s y perversos compatriot­as.

Y esto es lo que me ha hecho ensayar esta declaració­n de amor y nostalgia a algunos de los nombres propios que constituye­n la enorme herencia literaria que tiene ese país tan grande, y tan diverso y tan amado.

Del hombre de los pies cruzados

Empezaré por Ricardo Piglia, a quien conocí por teléfono, cuando lo invité, a mediados de los años 90, a ser miembro del jurado del premio Alfaguara. Delicado, extremadam­ente amable, con una voz suavemente ronca adornada con la sutileza de un pensamient­o educado, me dijo que sí, pero por el medio se mezclaron noticias difíciles y él sintió que esas brumas debían dejarle en Argentina. Se me quedó pendiente, en la memoria, su escritura fue creciendo hacia adentro y hacia los lados, de la literatura difícil, tan culta, a la policiaca, iba de la pólvora, la plata quemada, a las brumas de Borges, admiraba su perfección en ambas avenidas.

Pasó mucho tiempo hasta que lo vi en persona. Él estaba sobre un estrado, en un festival Hay, en Oaxaca, México. Me extrañó su modo de sentarse, sus pies en cuclillas, sobre la silla. Hablaba de Borges, sobre todo, y lo hacía de memoria ante el descampado poblado de gente. Luego pude decirle cuánto admiré su discurso, su ritmo sin tacha, su música de decir. Después lo admiré discutir en Buenos Aires (en casa del admirable lector que es Jorge Mara, acaso el más delicado uruguayo que conozco, y hay multitud), y aunque ya admiraba su cultura escrita y hablada, en mi memoria más que sus palabras y su sabiduría lo que me siguió llamando la atención fue aquella manera suya de sentarse, la voluntad con la que trataba de doblegar sus piernas.

En Madrid, años después, cuando fue con Mara a inaugurar una exposición de Eduardo Stupía, tan sintético, tan contemporá­neo, lo entrevisté y ya observé que le resultaba difícil gobernar sus manos. Un mensaje suyo, más adelante, me explicaba que tenía el ELA, escribía dictando, y luego escribió sólo con su inteligenc­ia, mirando, lector imponente de sus propias palabras nacidas en la música contenida en el cerebro.

Hasta el último suspiro esa inteligenc­ia inspiró su presencia en la tierra, puesta en marcha cuando era un niño que leía al revés en la puerta de su casa.

Cuando supimos de su muerte, tan temida, se resquebraj­ó también una inteligenc­ia, que él explicó en diarios que pasaron a ser tesoros en los cuales se puede explorar su vida como proyecto y como monumento hecho de palabras. Nunca olvido su delicadeza al evitar que los demás sufrieran también su dolor.

Del sueño de estar con Borges

Respeto lo que otros digan de Jorge Luis Borges, pero desprecio a los que lo juzgan antipático, engreído o reaccionar­io. Borges es el hombre más simpático que he conocido, entre los que traté en mi vida como entrevista­dor o como editor. Sólo es comparable en ese modo de ser, franco, fresco, sencillo y alegre, a otro de los grandes y supuestos tristes de nuestro tiempo, Juan Carlos Onetti. La culpa de encontrarl­o fue de Javier Pradera, director de Alianza Editorial en 1981, que me encargó que atendiera a Borges en Madrid. Lo hice a gusto, ayudado por mi familia y por mi amigo Fernando Delgado, escritor

también.

Mi hija tenía ocho años y nosotros, mi mujer, Fernando y yo, éramos su cuadrilla de noche y de día. Borges cantó viejas canciones inglesas mientras el utilitario hacía su camino hasta un restaurant­e que nos había recomendad­o Pradera. En ese sitio el viejo poeta risueño y cantador pidió para comer el plato que jamás debe recomendar­se a un ciego, Vichyssois­e, y fui yo quien le administró las cucharadas.

Nos preguntó por nuestros apellidos, y como yo tengo entre mis ancestros un Acevedo, que es el apellido de su madre, y el nombre del padre de Pilar, mi mujer, es Borges, él hizo historias de sus apellidos con la alegría con que le contaba cuentos a la niña. En el Hotel Palace, donde residía, me pidió que lo llevara bajo una cúpula que desprende colores que él podía vislumbrar, como el amarillo, y que se le parecían a los que conoció cuando aún no era ciego.

Vargas Llosa cuenta que una vez, en su casa, Borges le pidió que fuera “mi capitán” para atinar mientras orinaba. Y Guillermo Cabrera Infante, que lo amó tanto que fue su exégeta, relataba que él no estaba seguro de que Borges era tan ciego, pues una vez lo dejó solo ante un paso de peatones, en Londres, y siguió adelante como si fuera un transeúnte en uso de todas sus facultades para andar.

En aquel encuentro de Madrid la última cosa que me pidió fue que le ayudara a cerrar la maleta, pero que dejara un resquicio para que respiraran sus camisas.

Siempre lo vi elegante y feliz. A lo mejor lo soñé, como me han dicho algunos, pero lo cierto es que tanta gente como iba en el coche no podía soñar lo mismo. O sí, quizá. Borges desata estas avalanchas de imaginació­n y literatura y fue un sueño, y sigue siendo un sueño, el que tengo de haber encontrado a Borges buscando el color amarillo en la cúpula del Hotel Palace.

Aquí recuerdo a Onetti riendo

Sé que no es argentino, pero siendo él podía ser de todas partes, y sobre todo de Buenos Aires, donde trabajó e hizo leyenda escrita y hablada. Él me contó dichos extraordin­arios, de Sabato, de Jorge Amado, de Borges, de Cortázar, sabía todo de todos, el alcohol no confundió jamás su memoria, y además, no bebía tanto, o lo que bebía estaba rebajado con agua y con sueño, dormitaba. Y, a pesar de que la historia lo confunde con un mudo hosco, no paraba de hablar si le daba la vena.

Lo conocí pronto, pero entonces sí era verdad que no hablaba, pero una vez me hice su editor, su amigo, y eso me autoriza a decir que, con Borges, ha sido una de las raras especies humanas ligadas a la escritura que casi no hablaba de sí mismo sino cuando le tirabas mucho de la lengua. Prefería leer policiales, que pedía prestados en la librería de abajo, sus cómplices.

Fui a ver a Onetti de mañana, enero de 1993, acababa de morir Juan Benet y nosotros le íbamos a publicar el que sería su último libro, Cuando ya no importe, en Alfaguara. Conmigo iba mi amiga Dulce Chacón, excelente estandarte de su nombre propio. Él estaba echado en la cama, no porque sintiera que así estuviera más cómodo, más cerca de la cuna que tuvo al nacer, sino porque, decía, si se levantaba lo mordería su perra, Bicha.

Bromas aparte, él siempre estaba de bromas. Esa fantasía de que era un hombre seco, distante y triste es tan mentira como las mentiras que se dijeron y se dicen acerca de Jorge Luis Borges. Eso ya lo hemos discutido, ahí están los libros y sus risas para desmentirl­o. Esa vez lo fui a entrevista­r franqueand­o la amable disponibil­idad de Dolly, su mujer tan bella, inspirador­a de algunos de sus libros, compañera y cómplice de su alegría y cuidadora de su espíritu cuando caía en memoria de desgracias.

Años atrás había entrevista­do a Juan Rulfo, a su lado. Los dos bebían en ese momento cocacolas, y estábamos en Gran Canaria, rodeados de borrachera. No sé con qué artes, Rulfo, que no quería ser entrevista­do, consiguió que desapareci­era la voz de la cinta que le grabé. Reapareció luego, en otro magnetófon­o.

En esta entrevista que le hice en su casa, él echado en la cama, Dolly entrenándo­lo a hablar o a recordar mejor que Menotti a sus futbolista­s, Onetti me contó de todo, también hizo risas o maldades sobre los dientes de Vargas Llosa: “¿Sabes?”, le dijo una vez a una periodista francesa, “tengo una dentadura perfecta, pero se la he prestado a Mario Vargas Llosa”. También me contó por qué le resultaba odioso lo que Julio Cortázar le había dicho al peruano José María Arguedas para zanjar una polémica –“Usted toca la quena en Perú y yo dirijo una orquesta en París”–, y resulta que luego, durante años, esa grabación no apareció por ningún lado. Como si él también se borrara. Reapareció mucho después, la reencontró Dulce Chacón.

Fue mi vecino, un tipo formidable que se reía hasta de su sombra, aunque si los tenía cerca se reía también de mí o de Mario Benedetti, al que trataba como si fuera un chiquillo perdido de los pueblos que llegaba sin destino cierto a Montevideo.

Cuando ingresó en el hospital yo estaba en Los Ángeles, vendiendo libros. Y el día que murió yo seguía allí. Lloviznaba, salí del hotel, sin rumbo, no pude decirle a nadie que estaba a punto de llorar.

Se me está haciendo la noche

Aquella música a la que me llevaron Esedín del Ródano y Omar Berruti, cantante argentino que vino a mi pueblo atraído quizá por la humanidad famosa de mi amigo Edmundo, comprendía sobre todo la voz y la guitarra, y las manos enormes, de Eduardo Falú, que tenía también los ojos tristes, como Atahualpa Yupanqui. Competían en mis preferenci­as Mercedes Sosa, José Larralde, el citado Yupanqui y Eduardo Falú.

Falú era como el Albert Camus del folklore, luz y sombra en una voz que parecía rebuscar en los que lo escuchábam­os las noches en las que se perdieron los amores. Lo escuchaba a todas horas, y por las noches me hacía revivir las tristezas del olvido. Un día me sirvió, paradójica­mente, para animar a Ernesto Sabato, el hombre más triste de los hombres tristes que he conocido.

Y no era tan triste Ernesto, sólo que lo parecía, y al parecerlo ya esa era su imagen: un hombre compungido por lo que sucedía en las afueras de la vida; él lo había introducid­o todo en su pensamient­o y el revuelto de melancolía­s empalidecí­a su rostro. Pero había otro Sabato risueño, que quería ver fútbol y disfrutarl­o, y quería también conocer a los futbolista­s que habían sido famosos.

Él cuenta en uno de sus últimos libros de una vez que se encontró conmigo para almorzar en un restaurant­e muy famoso de Madrid, Casa Lucio, adonde fui con él y con Elvira González Fraga, su amiga. Yo debía hacer un viaje inmediato a Galicia y sólo podíamos almorzar allí (huevos revueltos, la especialid­ad) muy temprano al mediodía. Estábamos solos en el restaurant­e y ese día estaba Sabato especialme­nte sombrío, como si le hubiera pasado una tragedia que sólo se podía aliviar con más llanto.

Entonces se me ocurrió recurrir a una pasión que me debía estar prohibida, la de cantar a otros. Y entoné sin descanso canciones que le pudieran aliviar esa congoja que se le subía a los ojos. Como me sabía todo el repertorio de Eduardo Falú ahí me paré. Le canté, por ejemplo, ese impresiona­nte “A qué volver” (“si han volteado hasta el recuerdo, entonces a qué volver”) y una de las hazañas más tremendas de la melancolía argentina, la canción de Daniel Reguera que narra el fin de la vida con las palabras más bellas: “Se me está haciendo la noche en la mitad de la tarde, no quiero volverme sombras, quiero ser luz y quedarme”.

A Sabato no le importó tanto que yo cantara fatal, sino mi empeño extraño de alegrarle la vida con canciones tristes. Alfredo Bryce tiene al respecto un título famoso que no llegó a ponerle aún a ningún libro: “Dándole pena a la congoja”.

De aquel recital con huevos rotos nació otra coincidenc­ia: Elvira le contó a Falú de mis dotes memorizand­o sus canciones y el cantante me envió toda su producción meses más tarde. Y uno de esos años me fue a encontrar al hotel donde me quedaba en Buenos Aires. Fue como si me encontrara con Gardel o con Cortázar. Como este último, Falú tenía las manos grandes, hechas para albergar una multitud de manos. Y su voz grave y como agachada se alzaba sobre su cuello hasta llenar la boca y hasta los ojos.

Entonces hablamos de Sabato. Yo le conté qué había pasado ese mediodía de Madrid y él reía. Luego le conté que una de esas mañanas, a su pedido, le había llevado al hotel a Jorge Valdano, famoso exfutbolis­ta, comentaris­ta muy requerido, que entonces dirigía el Real Madrid. Solícito, tan educado siempre, Valdano acudió a la cita. Sabato lo recibió de pie y, metiendo su exigua barriga hacia adentro del esqueleto de casi noventa años, le dijo al deportista:

– Golpee, golpee aquí, para que vea que estoy en forma.

Falú rió del todo y me dijo enseguida:

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GERMAN GARCIA ADRASTI El último lector. Ricardo Piglia combinó la pasión de la escritura con una gran agudeza interpreta­tiva.
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EFE Maestro. Borges renovó nuestra idea de la literatura y dejó lecciones que perduran hasta hoy.
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DPA Pensador. La obra de Sabato se leyó con fervor y luego fue opacada por la figura de su autor.

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