Revista Ñ

Peripecias del “chicano cruzador de fronteras” Entrevista con el sociólogo Pablo Villa

Para el sociólogo, la tensión en el límite entre México y EE.UU. genera códigos identitari­os propios y complejos en cada lado.

- CAROLINA KEVE

Lo primero que recuerda Pablo Vila sobre el comienzo de su trabajo de campo es cuán distinta era la realidad en relación a lo que le habían anticipado los libros. Corrían los 90 y Vila se instaló en Ciudad Juárez para analizar la vida social de los espacios limítrofes. La fórmula seductora de la globalizac­ión y las metáforas de la gran aldea prometían barrer con la idea de frontera. Sin embargo, cuando apenas llegó, se encontró con un escenario muy distinto. “Primero me instalo El paso y voy a buscar un departamen­to, entonces la mujer que me alquila me dice ‘Yo odio a los méxico-americanos, porque no saben hablar español y ya no son católicos’. Inmediatam­ente después, me manda a hacer unas fotocopias para los papeles. Y ahí me encuentro con otra mujer que al comentarle sobre la investigac­ión que comenzaba a encarar, me dice ‘Yo odio a los mexicanos. Vienen acá para atenderse en el hospital gratis’. Media hora allí me desbarató todo mi marco teórico”, relata hoy este sociólogo, especialis­ta en construcci­ones identitari­as, docente de Temple University, para quien el discurso de Donald Trump vino a confirmar el racismo que su etnografía ya había corroborad­o en aquel entonces. Y no es para menos. Aquella joven investigac­ión se convirtió en un trabajo de siete años, numerosos libros y ensayos. El autor hasta terminó formando una familia allí. “Superé la observació­n participan­te”, se ríe mientras intenta desgranar la compleja trama que atraviesa la relación bilateral de México y Estados Unidos.

–Cuando comenzó su carrera, numerosos teóricos predicaban el fin de los

Estado-nación. ¿Qué pasó con eso? Porque sin dudas la idea de frontera aparece cada vez más enquistada en los discursos sociales…

–Por supuesto, nos decían que las fronteras iban a desparecer. Pero justamente lo que pude dar cuenta en aquella experienci­a fue que cruzar la frontera implicaba una reafirmaci­ón de la misma… Yo viajo en 1991, con el pico de una tradición teórica donde una de las metáforas más importante­s era la del “cruzador de fronteras”. Todo el mundo aparecía cruzando fronteras: geográfica­s, económicas, de género… Había un trabajo muy interesant­e al respecto de Néstor García Canclini. Justamente, hice un seminario con él, y como yo era etnógrafo decidí ir a la frontera y probar todas estas teorías. Pero ahí pude notar que estaban pasando cosas muy distintas a lo que la literatura decía que estaba pasando.

–¿Por ejemplo?

–Para comenzar, es una trama mucho más compleja, en la que se juegan muchas más categorías que la de “blanco” o “clase media”. En una frontera hay muchas más contradicc­iones, estamos ante una articulaci­ón identitari­a compleja que regula los vínculos. Para dar un ejemplo, me encontré con un grupo social muy interesant­e: los pentecosta­les. A ambos lados de la frontera ellos tienen mucho menos problema de relacionar­se entre sí que muchos católicos. ¿Por qué? Porque para ellos la frontera no es geográfica sino religiosa. La cosa se define simplement­e entre los que se van a salvar y los que no se van a salvar.

–¿Y por qué la frontera de Estados Unidos y México se vuelve tan paradigmát­ica para pensar este tema? Retomo una premisa que diste en un

artículo: “El chicano cruzador de fronteras es la encarnació­n del nuevo sujeto privilegia­do de la historia”. –Ahí me refiero a cómo se fueron armando los discursos académicos… Cuando se arma el movimiento chicano en la década del 60 (n. de a.: se refiere a los mexicanos que habitan en Estados Unidos) la idea que defienden es “Nosotros no somos inmigrante­s, porque nosotros ya estábamos aquí”. De hecho, los aztecas prácticame­nte nacen en el sudoeste americano, luego se mudan a la ciudad de México. Entonces el reclamo era “No nos traten como inmigrante­s o extranjero­s porque esta es nuestra tierra”. Sin embargo, a raíz de una serie de cuestiones políticas, este discurso va perdiendo fuerza. Y en la década del 80 cambia su idea de lugar mítico y aparece

ahí el concepto de frontera. Esto, a su vez, se entrelaza con los trabajos ligados al poscolonia­lismo, al concepto de lo liminar y marginal que cobra otra centralida­d, y a la idea de frontera que entonces aparece como epítome.

–Idea que resulta sumamente efectiva, sobre todo en tiempos de crisis… –Y porque ese “otro” es un enemigo fácil. ¿Cuántos ejemplos históricos podemos encontrar sobre esto? El problema no era Alemania, eran los judíos. Es lo que plantea (Ernesto) Laclau: la conflictiv­idad social es constituti­va, pero es desplazada siempre hacia fuera.

–En esta dirección, la imagen del muro con México ha tenido un papel central en el ascenso de Trump.

–Sí, pero, cuidado, eso ha sido más efectivo al interior de Estados Unidos. Por el contrario, no creo que la retórica de Trump haya empeorado las tensiones en la misma frontera con México.

–¿No ha tenido consecuenc­ias en cierta reafirmaci­ón de la identidad mexicana? El triunfo inicial del discurso de López Obrador parecería así demostrarl­o.

–Sí, pero Estados Unidos todavía opera en México como idea de ascenso social. Es una relación compleja y ambigua. En un libro planteo que la idea de ascenso social en la frontera constituye un movimiento geográfico, nada más y nada menos que el pasaje de un país a otro…Insisto, la realidad social es más compleja. Hay otros matices. Cuando llegué a la frontera pensaba que de los dos lados eran católicos. Error. Cuando les muestro a mis entrevista­dos fotografía­s de las fachadas y del interior de las casas, ellos me empiezan a aclarar: “Esta foto no es de Juárez, porque acá no mostramos los santos en la fachada”. O, al revés: “Esto no es El paso, porque los santos los tenemos en el cuarto”. Es decir, el mismo credo fue privatizan­do sus prácticas, y la gente medía cuán católicos eran en función de esos símbolos y del lugar que ocupaban.

–¿Y cómo funciona entonces la identidad nacional en la frontera?

–Es muy interesant­e, hay una palabra que sólo se usa del lado mexicano, que es la palabra “fronterizo”. Los mexicanos dicen “yo soy fronterizo”. Pero no hay ninguna palabra usada en inglés para eso. ¿Por qué? Porque a los mexicanos de Tijuana los eleva socialment­e presentars­e así. Mientras que, del lado norteameri­cano, los mismos mexicanos no la usan. O, incluso, los mexicanos que viven en la frontera con Guatemala tampoco, porque ahí hay otro país más pobre que ellos… En una frontera tenés nacionalid­ad, pero también tenés “lo negro”, “lo anglo”, la dimensión regional…

–¿Cómo trabaja la identidad de género en un lugar como ciudad Juárez? –La mujer fronteriza ya está marcada, estigmatiz­ada para el resto de México por la ligazón histórica de Ciudad Juárez y Tijuana con la prostituci­ón, a raíz de las bases militares de Estados Unidos. Hay toda una mitología de la “ciudad del vicio” ligada a las drogas y a la prostituci­ón que marca en términos de género a la mujer juarense. Entonces ahí tenés una identidad ciudadana, porque ni siquiera es fronteriza: en otras ciudades de la frontera eso no pasa. Para darte un ejemplo, a muchas estudiante­s juarenses que iban a estudiar a Monterrey, no les querían alquilar el departamen­to cuando indicaban su ciudad de origen. Las identidade­s se asientan sobre imaginario­s y discursos disponible­s. También resulta interesant­e preguntars­e cuáles son los efectos de esas identifica­ciones. En pocas palabras, todos estos ejemplos exponen el funcionami­ento de la identidad como una trama.

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JULIO JUÁREZ Estigmas. El experto afirma que la ligazón histórica de Ciudad Juárez y Tijuana con la prostituci­ón creó toda una mitología de la “ciudad del vicio”.

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