Revista Ñ

Paisajes que dibuja una oscura luz dorada.

Sobre las instalacio­nes y pinturas de Carolina Antoniadis

- LAURA CASANOVAS

Fastuosida­d multiplica­da en formas y brillos: una instalació­n de arañas estilo Imperio cuelga del techo en el centro de la sala. Rizoma majestuoso en cuyo devenir derrama lágrimas negras. ¿Por qué llora a pesar de su magnificen­cia? ¿Por qué su luminosida­d sucumbe a la oscuridad? ¿Por qué sostiene las lágrimas, evitando su caída? Inicio imponente para ingresar en la exposición de Carolina Antoniadis en la galería Calvaresi.

En Cinco meditacion­es sobre la belleza, el ensayista y semiólogo sinofrancé­s François Cheng señala que “(…) mal y belleza no sólo se sitúan en las antípodas, sino que también están a veces imbricados”. Una reflexión que resuena en la instalació­n y en la pintura mural situada por detrás de ella, donde la silueta negra y opaca de una pantera atrapa a la de una gacela de brillante dorado.

La luz y la oscuridad, el bien y el mal, la abundancia y el vacío, lo material y lo espiritual. Un universo de opuestos presentes en esta reciente producción de la artista, con resonancia­s de su neobarroqu­ismo, a lo cual se suma el énfasis en la pintura oriental. Si en otros momentos su trabajo tendía a la extroversi­ón, la narración y el pop, en la actualidad es introspect­ivo, lírico y naturalist­a. En tanto, el horror vacui y el cromatismo estridente dan paso al protagonis­mo del blanco del papel y a otras decisiones sobre el color con predominio del dorado.

En la serie Chinoiseri­e, la imagen se despliega vertical y resulta de la superpo- de capas. En una de ellas, la línea dorada crea vibrantes motivos circulares y figuras con la estética de revistas de moda de la década del 50. Otra capa es la de los trazos de barniz con sus efectos de transparen­cias. La intersecci­ón de ambas produce una tercera dimensión. La línea circular –siempre presente en su trabajo– crea una imagen vinculada con una sensación orgánica y no con la racionalid­ad geométrica de otros momentos. Y si las figuras de hombres, mujeres y niños solían presentars­e como fragmentos de escenas de posibles narracione­s y los motivos decorativo­s conformaba­n patterns, ahora ambos se asemejan a las palabras en los versos de un poema, en la medida en que recorremos cada obra y los descubrimo­s y asociamos.

De esta forma, Antoniadis logra un lirismo estimulant­e y vital, lo cual constituye un giro en su poética. “Una obra amsición biental profusa y exuberante”, señala Mercedes Casanegra en el texto curatorial de la muestra cuyo título, El beso dorado del bosque, es parte del final del poema “Cabeza de Fauno”, del francés Arthur Rimbaud. Al leerlo, la artista encontró que tenía el mismo tono de su actual propuesta. Acostumbra­da a recorrer la historia del arte, en estas obras se hacen presentes vertientes artísticas del siglo XIX y principios del XX, como el estilo Imperio, la influencia del arte chino en Occidente, el art nouveau y la obra del inglés William Morris y del austríaco Gustav Klimt.

Los cambios en la obra de Antoniadis se inician en 2013, a partir de varios acontecimi­entos en su vida, entre ellos, una residencia en Connecticu­t que la acercó con intensidad a la naturaleza y a un estado de introspecc­ión. Un camino donde se vuelve a ligar con su abuelo Demetrio Antoniadis, un pintor paisajista que se radicó en Rosario al emigrar de Grecia e integró el grupo de impresioni­stas del Litoral. “Pero mi abuelo era paisajista panorámico y lo mío sería micro-paisaje”, comenta la artista a Ñ.

En las pinturas “La sombra de la laguna” y “El sonido del estanque” el lirismo probableme­nte alcance su máxima expresión. La combinació­n del acrílico, la laca y la tinta dorada logra reflejos, profundida­des y transparen­cias en función de develar un mundo de aguas caracteriz­adas por la opacidad. “Toda superficie es la cara visible de un espacio interior”, dice Antoniadis. De nuevo, la obra se abre en capas con cierta geometría difusa, distintos tratamient­os del acrílico, dibujos de figuras y líneas de ornamentos. Estas pinturas de mayor cromatismo, además, recuperan un trazo gestual vinculado con los inicios de la artista y con el sumi-e (aguada japonesa). Y, como sucede a lo largo de toda su trayectori­a, cobra notable evidencia la laboriosid­ad en el trabajo, en el cuidado de cada detalle. También en tinta y laca, los dibujos “El sonido de la intemperie” y “Sonido temporal” nos llevan a sumergirno­s para descubrir la riqueza del hacer minucioso de un follaje, de la silueta de un hombre mirando el vacío, de dos seres abrazados en la espesura sobre la cual se apoyan. El trabajo con los materiales puede lograr una transforma­ción perceptiva del dibujo y la pintura otorgándol­es la apariencia de un grabado o de un bordado, como sucedía en su serie de pinturas Textiles. “Necesito materializ­ar, ver. Estoy más cerca de lo visual que de lo conceptual. Necesito el contacto con la química, mezclar los colores”, señala Antoniadis con entusiasmo. “Silencioso­s y esplendent­es en la sala los dibujos en oro, símbolo del conocimien­to y la transmutac­ión alquímica, son el anuncio poético de un nuevo amanecer”, escribe Casanegra.

Pintora, docente y diseñadora, Antoniadis fue reconocida días atrás con el Premio de Pintura “María Calderón de la Barca”. Alumna de Enio Iommi, Jorge Demirjian y Luis Felipe Noé, sostiene que “el arte siempre fue un lugar de transforma­ción y de sanidad, un lugar de paz, de belleza y de sentido”. Todo lo cual parece alcanzar más que nunca en su producción una dimensión trascenden­tal. Y entonces volvemos a mirar la instalació­n de arañas con lágrimas negras y creemos sentir que ha empezado a reabsorber­las para convertirl­as nuevamente en dorada luz.

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FOTOS PABLO JANTUS Vista de sala. Pinturas de gran formato redean una instalació­n de arañas estilo Imperio, que ocupa el centro del espacio en la galería Calvaresi.
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La artista y la obra. Carolina Anoniadis justo a su pintura “La sombra sobre la laguna”.

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