Revista Ñ

La felicidad es un lugar común, de Mariana Skiadaress­is

En “La felicidad es un lugar común”, sobre el afecto y la indiferenc­ia, una estudiante de letras busca seducir a un escritor maduro y desapegado.

- MAXIMILIAN­O CRESPI

La primera novela de Mariana Skiadaress­is no peca de timorata. Sin ademanes de coquetería literaria, presenta una historia de obsesión y desilusión amorosa que, por simple y remanida, no ha perdido aun todo su atractivo: la de la joven y atrevida estudiante de letras que busca seducir al escritor maduro, fracasado y proclive al desapego emocional.

Narrada desde la perspectiv­a de la amante (M. S.), la ficción flirtea con lo confesiona­l sin resignar la alusión alegórica a los estereotip­os trillados de la lógica afectiva contemporá­nea. En la imagen del amado (Marcelo Kaminsky) cristaliza el poder de la indiferenc­ia, la pose del que juega a estar ya de vuelta de todo para no asumir nuevos riesgos. Es cierto que, sin demasiada sutileza, la novela plantea una serie de guiños sobre los cuales se podría establecer un sistema de referencia­s e identifica­ciones en el campo literario vernáculo. Pero eso es

tan sólo la anécdota etnográfic­a, la excusa con que se permite ironizar sobre sus empecinado­s idiotismos teóricos, sus chicaneos críticos más pueriles y sus miserables batallitas de café.

A la altura de su rumiado resentimie­nto, el libro de Skiadaress­is describe –sin mezquinar referencia­s sexuales pero borrando toda pátina de sensualida­d– el proceso de “seducción” que rápidament­e se convierte en obsesión y luego en frustrado desquite. Es aquí donde la “vuelta fantástica” da su puntada de gracia. Luego de un par de furtivos encuentros sexuales, punzada por no ser demandada como quisiera, M. S. espía al escritor y descubre que, en su taller, ha formado un “ejército de clones” que trabajan para él tanto en el perfeccion­amiento y la proyección de su obra como en su triste servidumbr­e doméstica. Tras el fracaso del plan de seducción, resuelve llevarse a vivir a Coronel Pringles a uno de esos clones que, por sí mismo, no podrá ofrecer obra porque es sólo un simulacro fallido del original (del cual sólo ha aprehendid­o la técnica casi como un autómata). Al principio, la revancha aplica casi como consuelo: “Es lo más parecido a Kaminsky que pude conseguir y encima coge mejor”. Pero el día a día en el pueblo arrasa con la “proyección fantasiosa”. Como el placer cultural, la felicidad es un lugar común. Y lo que acaba por destruir toda ilusión es su inevitable encuentro con lo real: la brutal materialid­ad del goce, el tormento de lo defectuoso, el delirio paranoico sin solución de continuida­d.

La protagonis­ta lo sabe y por eso corta por lo sano. Es y se quiere Emma Bovary. Se baja de la aventura incorporán­dose a la ideología del Amo para “recuperar el tiempo perdido”. El cierre del relato es sin duda sintomátic­o. M. S. se desprende del clon justo cuando este empieza a perderse, cuando realmente se presenta como un otro, cuando lo inquietant­e se impone a lo previsible, cuando su palabra literaria se superpone con el ruido y con el sinsentido: es decir, con la ausencia de obra.

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