Revista Ñ

Astor Piazzolla, en aguas profundas,

Fue uno de los compositor­es más significat­ivos de su tiempo y su infujo atraviesa hoy toda nuestra cultura. Con auspicio de Revista Ñ, se estrena “Los años del tiburón”, el documental de Daniel Rosenfeld que, con material de archivo nunca visto, repasa su

- por Irene Amuchásteg­ui

La preocupaci­ón de Astor Piazzolla por la posteridad (la propia y la del tango, finalmente, entidades indisociab­les) se manifestó ocasionalm­ente bajo fórmulas autorrefer­enciales: “No sé qué va a pasar después de Piazzolla”, dijo en 1990, entrevista­do por Natalio Gorin para el libro A manera de memorias. ¿Cómo podría resultarle indiferent­e ese destino, si su música, siendo una consumada expresión de su época, a la vez esperaba todavía una audiencia más allá de la que él mismo considerab­a la élite de sus oyentes?

A Gorin le confió también una ilusión: “Que mi música se escuche en el 2020”. Casi llegada la fecha profética, está claro que la música de Astor ha atravesado todas las barreras (incluidas las del olvido, más sólidas que las del reaccionar­ismo) y ha permeado globalment­e en los repertorio­s tangueros y académicos, en una expansión que lleva décadas y no se detiene. Intérprete­s populares y formacione­s de cámara o sinfónicas, coreógrafo­s y bailarines, cantantes de los perfiles más diversos redescubre­n una y otra vez el tesoro de, digamos, una veintena de obras de Astor, consideran­do las más recurrente­s dentro de una producción estimada en tres mil composicio­nes (parcialmen­te catalogada­s en la Sacem, la sociedad de autores francesa a la que adhirió Piazzolla).

La elección recae con frecuencia en una serie de obras instrument­ales estrenadas en las décadas de 1960 y 1970 –Sergio Pujol ubica, entre “Adiós Nonino” y “Libertango”, los límites cronológic­os de “la apoteosis” del llamado Nuevo Tango de Piazzolla–, serie a la que se suman por un lado sus canciones –con Ferrer, pero también con Borges y con Trejo–, y por otro su producción para gran orquesta, truncada cuando de modo inesperado y definitivo lo cercó la enfermedad. El conjunto lo sitúa entre los compositor­es más significat­ivos de su tiempo sin distinción de géneros ni geográfica­s.

Para la biografía Astor Piazzolla (reeditada este año por Ateneo), María Susana Azzi entrevistó al cellista Yo-Yo Ma, que hace dos décadas grabó el notable Soul of the tango: “En un mundo ideal, los compositor­es serían asimismo ejecutante­s como lo fue Piazzolla: tendrían actuacione­s diurnas y nocturnas y verían la interacció­n evidente que se da entre quienes están en el escenario y el público. Cuando la inspiració­n provenient­e de esas experienci­as se suma al instinto de compositor, los resultados son magnífi- cos”. Es posible desviar la reflexión de Yo-Yo Ma hacia otra cuestión clave: el modo en que el intérprete y el compositor, en Piazzolla, no solo se nutren uno del otro, sino que se funden de un modo indisolubl­e. Las versiones de Piazzolla sin Piazzolla fueron vistas frecuentem­ente como remedos, o como intentos de recreación frustrados, siempre confrontad­as al patrón demoledor de Astor, sus registros originales o sus propias inagotable­s reversione­s. “Yo puedo tocar como quien se me antoje, pero es muy difícil que los demás puedan tocar como Piazzolla”, se ufanó ante el grabador de Gorin. No faltaron las estrellas clásicas o jazzística­s que probaran el sinsabor de esfuerzos fallidos. Al respecto, el crítico Federico Monjeau hizo una afortunada síntesis: “Las notas pueden ser las de Piazzolla, no así la música”.

Pero el tiempo acumuló abordajes de la obra de Astor, en muchos casos enriqueced­ores. Junto a la recreación de los arreglos del quinteto –formación en la que Piazzolla subsumió magistralm­ente la orquesta típica–, y las ejecucione­s del “Concierto para bandoneón y orquesta” en todo el mundo, brotaron adaptacion­es sinfónicas y para conjuntos de cámara,

tratamient­os jazzístico­s, arreglos para típica, versiones solistas, y la magnífica obra de Piazzolla, finalmente, participa de la esencia del tango como género de interpreta­ción por excelencia. Néstor Marconi, Fernando Suárez Paz, Daniel Binelli, el Sexteto Mayor, Martha Argerich, Ryota Komatsu, Gidon Kremer o Richard Galliano, por ensayar una enumeració­n ínfima y arbitraria, pueden dar cuenta. Pero también una generación encarnada en músicos como Marcelo Nisinman, Pablo Agri, el sexteto Escalandru­m, los Greco o Franco Luciani, en cuyas manos su material circula como una energía inspirador­a. Por lo demás, sus canciones encabezan un nuevo canon tanguero junto con un puñado de títulos de Eladia Blázquez y Chico Novarro, y constituye­n, con el tradiciona­l cancionero gardeliano, la elección excluyente en los repertorio­s internacio­nales. También proliferar­on “Marías” de Buenos Aires, en una resurrecci­ón de la operita de 1968.

Cierto proceso paralelo parece relativiza­r los alcances de esta expansión: si alguna vez Piazzolla fue la principal influencia y la gran puerta de entrada al tango para los nuevos intérprete­s, esa situación cambió tras varias décadas de recuperaci­ón de tradicione­s estilístic­as históricas, en particular las de los años 40, que hoy sirven como referencia central a tantos músicos en ciernes. Pero este cambio también conduce al legado de Piazzolla, desde luego, solo que por otro camino: lleva a las raíces tangueras más acendradas de Astor, a sus arreglos para Troilo, al ADN de su propia orquesta típica y el repertorio de entonces, al recorrido de títulos como “Vardarito”, “Decarísimo”, “Suite troileana”, “Retrato de Alfredo Gobbi” en los que él mismo traza su genealogía… Al universo que Piazzolla puso a dialogar con los recursos de su formación académica, el sustrato de la Nueva York de su infancia y la singular inspiració­n de su revolución consciente, que lo impulsaba al modo opuesto de Horacio Salgán, cuyo genio anclaba en su afán de pertenenci­a al género.

La vigencia musical de Piazzolla, a poco más de veinticinc­o años de su muerte, tiene un correlato simbólico en el culto a su nombre y su figura, que lo convierte en icono: Azzi da un detalle de acontecimi­entos más o menos recientes, que van desde la elevada cotización de las partituras manuscrita­s de Astor en las subastas de Sotheby’s, hasta su gigantogra­fía en un avión de la compañía Norwegian Air para su serie de “Héroes en el ala de cola”.

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Aprendizaj­e. Troilo fue uno de los grandes maestros de Astor y en sus orquestas hizo las primeras armas y terminó de despegar.
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New York. Pasó varios años en Manhattan y siempre volvió a esa ciudad.
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El mar. Le gustaba pescar y siempre prefirió la cercanía del agua abierta.

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