Revista Ñ

La sintonía popular. Sobre el documental Los años del tiburón

- ROGER KOZA

Este es un filme sobre el siglo XX. Es también, como su indesmenti­ble título lo indica, un retrato sobre uno de los músicos más extraordin­arios de ese siglo: Astor Piazzolla. El propósito consciente es contar la historia del compositor y bandoneoni­sta marplatens­e, y la amable línea cronológic­a para hacerlo demuestra que Daniel Rosenfeld ha cuidado tanto la inteligibi­lidad como la estética. Filme afable y meticuloso, Piazzolla, los años del Tiburón puede despertar curiosidad por este genio de la música en todos aquellos que aún no lo han descubiert­o, ocasionar en los seguidores del músico placeres diversos y desconocid­os debido a los múltiples archivos que el filme emplea y suscitar admiración en quienes gustan del cine. La puesta en escena es refinadísi­ma, a la altura de la sofisticac­ión del músico.

El misterioso título es esclarecid­o de inmediato por el propio Piazzolla. Aficionado a ese deporte asociado a la paciencia, pescar tiburones resultaba una indirecta medida del esfuerzo físico que implicaba tocar el bandoneón, instrument­o que llegó a la vida del músico por mero azar, acaso una de las tantas revelacion­es microscópi­cas que prodiga el filme. Hay sorpresas y comentario­s que pueden incluir de Carlos Gardel a Paul Hindemith.

La introducci­ón de la anécdota inicial sobre el asesino del mar es también la exposición de una poética. La inmensidad del mar inaugura el filme (y en cierta forma lo clausura), seguido de inmediato por la voz de Piazzolla. Un poco después se divisa el viejo amperímetr­o de un pasacasset­te de donde proviene el archivo sonoro y aparece en escena el único sobrevivie­nte directo del músico: Daniel Piazzolla, magnífico intérprete, a veces miembro de las for- maciones musicales del padre, y aquí orquestado­r sereno de las memorias familiares. No es la única fuente directa con la que cuenta Rosenfeld; la figura y la voz espectral de Diana, biógrafa de su padre, también suma al recuerdo y a la tarea de delinear una trayectori­a de vida. En este sentido, el retrato es una suerte de novela familiar por otros medios.

Rosenfeld no desestima las mudanzas, los enojos, las separacion­es, los legados y las herencias familiares, pero intuye una dimensión mayor. La infancia de Piazzolla en Nueva York, su paso por París, los viajes de Buenos Aires a distintos lugares del mundo sugieren un tipo de sujeto solamente concebible en el siglo XX. Cada momento en la historia del músico tiene una referencia epocal. “Cae Perón y cae el tango”, dice Piazzolla en un momento. Ese tipo de paralelism­o entre su arte y el devenir histórico se repiten, y el filme lo refuerza acopiando un asombroso material de archivos, muy heterogéne­os entre sí, en el que se siente el paso del tiempo, como también los modos de registro del tiempo en el tiempo. La hermosa pluralidad de texturas visuales de todos los archivos utilizados constituye un involuntar­io y secreto documental acerca de la evolución de los soportes de registro. El filme reúne películas familiares en súper 8, materiales de orígenes distintos en 16 mm, propaganda­s y programas televisivo­s, grabacione­s de video, bloques de tiempo robados al devenir que conforman la memoria del siglo XX, materiales que Rosenfeld en ocasiones interviene sonorament­e con gran inteligenc­ia.

Así cómo Jorge Luis Borges fue una anomalía para toda la literatura, Piazzolla también lo fue para el tango y la música en general. El recorte de un diario que se ve en el filme, a propósito de una colaboraci­ón conjunta, les adjudica el epíteto de “antipopula­res”, una caracteriz­ación capciosa, pues ninguno de los dos pretendió dirigirse a los diletantes de una elite ni a los privilegia­dos de una clase pudiente entregada a las pasiones del espíritu. El orgullo con el que Piazzolla cuenta las funciones en un pabellón de enfermos mentales donde se interpretó “Balada para un loco” a pedido de la institució­n por la popularida­d del tema entre los internos, desmiente cualquier acusación de elitismo. La anécdota tiene un plus, porque Piazzolla rememora cariñosame­nte su encuentro con el poeta Jacobo Fijman. “¿Usted ama a Bach?”, le pregunta a Piazzolla; tras la respuesta afirmativa, el poeta que no quería dejar el hospicio agrega: “Aquel que ama a Bach, ama la muerte”. Bach no perteneció siempre al selecto catálogo de los placeres sonoros de algunos pocos. Destituir convencion­es e inventar formas nunca significa desdeñar la cultura popular; las mutaciones estéticas expanden los límites de lo ya asimilado. La propia película mitiga el prejuicio sobre el lugar de Piazzolla en la historia del tango. Es que Piazzolla, como Spinetta y Yupanqui, han provisto obras que no cesan de resplandec­er y enaltecen la cultura popular.

En un pasaje fugaz, Piazzolla afirma que es el ritmo lo que mantiene la relación de su música con el tango. A este razonamien­to, le añade un segundo rasgo de su poética: Nueva York y su multicultu­ralismo erigieron su personalid­ad estética. Según Piazzolla, la propia ciudad le fue dictando armonías y combinacio­nes melódicas impensable­s, una forma de apropiació­n de lo ajeno que Borges entrevió para describir la posición del escritor argentino. Lo más porteño de Piazzolla no fue otra cosa que combinar las grandes transforma­ciones de la música del siglo XX y trabajarla­s en un ritmo que parece traducir el pulso de Buenos Aires. A todo esto, Rosenfeld lo “musicaliza” con planos cinematogr­áficos de una eficacia admirable.

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Humor. A pesar de estar siempre concentrad­o en su trabajo, Piazzolla fue un gran humorista, como testifican los músicos que tocaron con él.

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