Revista Ñ

Para abrir los ojos a una escultora colosal. Sobre la muestra a Alicia Penalba en el Museo Franklin Rawson de San Juan

La obra de Alicia Penalba, artista única que cultivó el arte de gran escala y la creación de joyas, vuelve a San Juan, donde ella vivió en su infancia. Así iniciamos una serie de semblanzas que celebran el aporte de grandes creadoras eclipsadas por el can

- PATRICIA KOLESNICOV EN SAN JUAN

Esto es el viento”, dicen algunos. El viento que arrasa en San Juan, capaz de tajear la Cordillera. Sí, el viento. “Esto es la piedra”, dicen otros, ahí nomás. La aridez, el desierto que mató de sed a la Difunta Correa, la piedra como paisaje y, minería mediante, como riqueza. Es la piedra, sí. Pero no. Esto que se expone ahora en el (espléndido) Museo de Bellas Artes Franklin Rawson no es viento, por supuesto; y no es piedra. Son las esculturas de Alicia Penalba, la mayoría hechas en arcilla y fundidas en bronce. Ni siquiera es piedra aunque parece, es verosímil: desde el material, una ficción.

“Acá la gente mira la obra y dice: ‘Es como las piedras de mi casa... ¿si encimo las piedras del jardín ya tengo un Penalba?’”, cuenta Virginia Agote, directora del Museo y responsabl­e de que haya cruzado el país este conjunto presidido por un tótem que pesa más de una tonelada. Penalba tuvo una gran retrospect­iva en el Malba a fines de 2016 y el 7 de septiembre se lo podrá ver emplazada allí, su obra “Formes volantes” (Formas voladoras): 26 piezas en fibra de vidrio que hizo para al Hakone Open Air Museum de Japón, en 1969.

La reconocen, dice Virginia Agote. Por abstracta que sea, ésta es una obra que en San Juan se entiende de un vistazo.

Y más cuando se sabe algo de su biografía. La artista –Alicia Pérez Penalba– nació en la provincia de Buenos Aires, en San Pedro, en 1913. Vivió en la Patagonia y Chile pero hizo la secundaria en la ciudad de San Juan, a cuyas calles llegó, de la mano del padre ferroviari­o, en 1927. Mucho antes del terremoto de 1944 que -otra vez, ese significan­te- no dejaría piedra sobre piedra.

No es poca cosa la adolescenc­ia. Acá estudió arte en un lugar significat­ivo, la escuela “Obreros del porvenir”, que por entonces pertenecía a una mutual de trabajador­es, la Sociedad de Socorros Mutuos Obreros del Porvenir. De lunes a viernes, de 5 a 8 de la noche, se enseñaba carpinterí­a, dibujo artístico y lineal y corte y confección. Y Alicia empezó a pintar. Mucho después, cuando ya sea famosa y una personalid­ad del circuito artístico internacio­nal, dirá que pisó sin nada el Viejo Continente: “Llegué a Europa sin cuadros, para no recordar nada”. Borrón, borronazo, y cuenta nueva. Sin embargo, en San Juan quedó una naturaleza muerta. Huella de formación.

En San Juan quedó también una leyen-

da: “Se dice que vivió en tal casa, que hacía escultura. Te cuentan que les hablaron de la escultora joven, pero no es seguro cuál era su casa y ella no esculpía todavía”, dice Agote por los pasillos del museo. El recorrido lleva hasta el depósito donde espera “El viento zonda”, una escultura que hizo en 1968 el artista Héctor Nieto (1917-2002) y que, oh, tiene mucho que ver con las formas de Penalba.

Ese año -¡mayo de 1968!- la artista juega

en las ligas mayores: el Musée d´Art Moderne de la Ville de Paris inaugura Totems et tabous, una exposición que comparte con maestros latinoamer­icanos consagrado­s, como el cubano Wilfredo Lam y el chileno Roberto Matta.

Pero vamos despacio.

A los quince años la pintora adolescent­e ya sabe que quiere más y que “más” hay en otra parte. Sabe también que quiere

escapar de su padre: Santiago Pérez “destruía su vida y las de quienes lo rodeaban”, dirá Penalba mucho después, en las entrevista­s. Entonces muestra su audacia: le escribe -así lo contó ella- al gobernador de San Juan pidiéndole una entrevista. Quiere una beca para estudiar en Buenos Aires. El gobernador la recibe en persona, según el relato de la escultora. “Era un hombre de unos 60 años”. ¿Quién? Si la memoria de Penalba es buena, en ese momento estaba al frente de la provincia Modestino Pizarro, a quien Hipólito Yrigoyen había mandado como intervento­r. Penalba salió del despacho sin beca pero con un trabajo. Iría al Registro Civil a pasar a mano actas de matrimonio y nacimiento­s. A los 17 se iba a Buenos Aires: “No dejé mi hogar para que me reconocier­an sino para encontrarm­e conmigo misma en un terreno de igualdad y justicia”, dirá más tarde.

Buenos Aires la llevó a Europa y allí un choque cortó su vida en 1982. Nunca volvió a San Juan. Hasta ahora.

A la muestra de Alicia Penalba en el museo Franklin Rawson se entra mirando hacia arriba. No hay otra manera. En el centro, ineludible, una escultura lleva la vista casi hasta los cuatro metros de altura. “Grand totem nº2” (1975). Se dirá que se trata del erotismo. Lo elevado, lo erguido, un erotismo triunfal, eso aparece en estas esculturas que empieza a hacer en los años 50. Pero denle una vuelta al tótem, mírenlo de todos lados. Aquí la vaina al cielo se abre y muestra un adentro, como labios que ocultaran ¿un clítoris?. “Una época de liberacion­es sexuales que yo no había tenido”, cuenta Penalba en una entrevista que se puede seguir en un hermoso documental que realizó El Pampero Cine -con guión de Victoria Giraudopar­a la retrospect­iva de Malba en 2016. “Todos los tótems -explica- tienen una concavidad en el medio, donde había empezado a colocar símbolos de la vida, símbolos que tenían algo de sexual, algo de semilla, de árboles”. Sí, una “piedra” sexual. “La sexualidad la veo en todas las cosas, en las frutas: una pera al medio es un sexo femenino”.

En 1951 -después se arrepentir­ía- la artista había destruído todas sus obras figurativa­s y había empezado de nuevo. El tótem, analizó, era una etapa fundante: “Yo era lo primitivo de mí misma. Soy como un país, como una civilizaci­ón, en la cual hice un arte primitivo y ahora pienso que hago un arte más civilizado”.

Penurias porteñas.

La joven Pérez Penalba toca Buenos Aires a los 17 años; no pierde el tiempo, se anota en la escuela de Bellas Artes Ernesto de la Cárcova, hace Pintura y Estética, pero se tiene que mantener: “He tenido tantas

dificultad­es como puede tener una mujer con una familia que no la apoya en nada”, dirá-. Deja de estudiar pero sigue pintando y expone en Rosario.

Se casa en Montevideo en 1937; se divorcia dos años después. En 1940 se vuelve a casar, ahora con un artista plástico, Amadeo Binci. Y pinta: expone en Amigos del Arte junto con Antonio Berni, con Norah Borges, con Raquel Forner. Y estudia Bellas Artes dos años más. Y en 1941 ya firma sin el “Pérez”, se ha sacado de encima el nombre del padre. Y se integra al Partido Comunista: en 1947 firma una carta reclamando a Bellas Artes lo sesgado de una muestra de arte español porque faltan, por ejemplo, Juan Gris y Pablo Picasso. Con ella firman Antonio Berni, Vicente Caride, Juan Carlos Castagnino y Tomás Maldonado. Años después se encontrará en París con este último -que ha discutido el canon realista que el Partido quería imponer- y se disculpará: “Te hice expulsar del PC”. Así lo cuentan Julia Risler, Daniela Lucena en una investigac­ión para Ciencias Sociales de la UBA.

En 1947 y 1948 Penalba gana premios en el Salón Nacional. Pero 1948 es la clave: le llega por fin la beca, es una beca de Francia; arma la valija y le anuncia a Amadeo que se va. Cuatro años después, cuando Amadeo viaje a París, sabrá que su matrimonio ya se había terminado.

En Europa no pierde el tiempo. Participa -segurament­e por sus vínculos políticosc­omo delegada argentina del Congreso Mundial por la Paz, en 1949. Ahí conoce a Pablo Picasso, a Paul Eluard, a Aragón. Le presentan a Henri Matisse, que le hace un retrato. Se instala en Montrouge, en las afueras del París. Estudia. Empieza a esculpir.

¿Por qué esculpir? Ella escribe sobre eso. Como pintora tenía complejos, dice, porque no estaba formada. La influían las críticas, se sentía muy sumisa. Y empezó a modelar “a ver si me sentía mejor”. Y entonces “abordé la escultura como un medio de conocimien­to plástico para conocerme y descubrí que era escultora”.

En 1951 hace su primera escultura abstracta y rompe lo anterior “porque me molestaba, preferí destruir todas las cosas que sentía bastardas”. En 1957 tiene su primera muestra individual en el Barrio Latino y un año después participa de la antológica Esculturas y dibujos de siete escultores, en el Guggenheim de Nueva York. En 1959 la invitan a la segunda edición de la documenta, de Kassel. Es la primera artista argentina en estar allí.

A Penalba, diez años después de vivir en Francia –apenas– le encargan la fuente del nuevo edificio de la compañía nacional de electricid­ad. “En el momento en que se percataron de que había un gran

vacío en el hall de entrada”, contó ella. Usó material plástico. “Cuando llegó el momento de ponerla en funcionami­ento, hubo que reducir los chorros de agua a un tamaño tan insignific­ante que quedaron ridículos en la fuente”, observó la artista. Que ya estaba dejando su marca en la capital francesa. “Hay edificios en los que la arquitectu­ra se confunde con la escultura haciendo imposible la disociació­n. Ejemplo: las catedrales góticas”, dirá.

¿Y la Argentina? El crítico Jorge Romero Brest quiere que exponga en Bellas Artes en 1960 pero, le escribe, “los gastos serán fuertes”. Y los gastos -las piezas son muy pesadas- serán una muralla.

“Hubiera querido traer las ‘Aladas’, la pieza emplazada en Cancillerí­a”, revela la directora Virginia Agote. “Pero necesitaba un camión más... imposible”. Trajo, sin embargo, alguna “alada” más pequeña, “Ancestro alado” (1962) cedido por la Colección

Fortabat. “Son piezas híper sólidas y a la vez, totalmente etéreas, libres, livianas. Con el material empleado, es asombroso”, agrega. En “las aladas” la escultura se abre, se suelta, se apoya en el aire. Agote –cada mirada construye significad­o– interpreta desde lo local: “Penalba dice que toda obra es abstracta, pero acá se ve la influencia de la montaña y la piedra sanjuanina”. De alguna manera, la artista lo decía, aunque quizás hablara de la Patagonia: “Son obras que se originan entre los árboles del bosque de mi infancia”, en el sur de la Argentina, donde veía surgir personajes de la sombra de esa naturaleza negra y misteriosa.”

En la década del 60, la chica que huyó de su padre, la estudiante que tuvo que trabajar, la artista a la que le quedó chica Buenos Aires ya es parte del circuito internacio­nal del arte. Gana el premio de Escultura de la Bienal de San Pablo en 1961. Frondizi le escribe para felicitarl­a. Pasa corriendo por Buenos Aires: “Lo que le falta a nuestro país es locura. No hay valentía para equivocars­e”, dice en una entrevista. Ese año conoce a quien será su compañero hasta el final, el fotógrafo y crítico Michel Chilo.

En la Universida­d de St. Gallen, Suiza, le encargan un proyecto monumental: once estructura­s de 400 metros cuadrados, la pieza más grande mide 4 metros de alto. En 1964, en Holanda, hacen su primera retrospect­iva y forma parte de una exposición de arte argentino en Minneapoli­s, EE.UU., invitada por Romero Brest. Un año después su obra está en la Bienal de Venecia y pronto se muda al barrio de Le Marais, en el corazón de París. En su taller cuelga el retrato de Matisse.

Expone en Nueva York, en Washington. ¿Y la Argentina? En 1966 Samuel Oliver dirige el Museo de Bellas Artes y le dice que quisiera traerla. Juan Carlos Onganía ya dio su golpe y Penalba duda: “Ahí la situación está muy grave, francament­e yo tengo miedo”, explica. En 1971 otro director del gran museo, Guillermo Whitelow, lo vuelve a intentar: todo queda en nada. En 1972 deja París y se instala en Italia, en Pietrasant­a. Trabaja en el “Grand double”, un bronce de ocho metros de alto que va a dar a la MGIC Investment Corporatio­n, en Milwaukee, Estados Unidos.

En 1978 llega una carta: Victor Massuh, delegado ante la UNESCO, le dice que el gobierno quiere mostrar sus obras en el Palacio Errázuriz, hoy Museo de Arte Decorativo. Gobierna Jorge Rafael Videla. “Siempre soñé con realizar una amplia exposición de mi obra en la Argentina pero no veo que el ambiente de nuestro país sea el propicio”, contesta. En cambio, firma la carta en que se pide por la aparición del editor Federico Manuel Vogelius.

No son solo estructura­s monumental­es: hace litografía­s, joyas, porcelanas, la Manufactur­a de Gobelinos de Francia le encarga diseños. Cualquier soporte sirve al mismo impulso: “No rechazo ningún medio de provocar el ensueño, la poesía, hacia viajes imaginario­s en espacios fuera del tiempo”, supo decir. Y en 1982, de camino al entierro de su suegro, el auto en que va la hija del ferroviari­o y su esposo es embestido por un tren.

Afuera está la luz de una ciudad baja, ahí nomás la montaña. Adentro, en la gran sala, las piedras voladoras, sus piedras de bronce. En San Juan se reconocen en ellas, ven su montaña. “Volcanes y glaciares del gran sur de América del Sur han sido buenos maestros para nosotros, pequeños creadores nacidos de ese lejano silencio”, le escribió Pablo Neruda. Penalba les saca la lengua. ¿Montañas? ¿Viento? “Escribí mi ritmo en las formas que no son para nada la naturaleza”, dijo. Bienvenida al pago.

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 ?? COLECCIÓN CENTRO DE ESTUDIOS ESPIGAS FUNDACIÓN ESPIGAS ?? Una temprana consagraci­ón europea. La artista delante del retrato que le hizo Matisse.
COLECCIÓN CENTRO DE ESTUDIOS ESPIGAS FUNDACIÓN ESPIGAS Una temprana consagraci­ón europea. La artista delante del retrato que le hizo Matisse.
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LUCIANO THIEBERGER Un hallazgo sanjuanino. Una de las obras que Penalba pintó cuando estudiaba en San Juan. Todavía firma “Pérez Penalba”.
 ?? CORTESÍA MUSEO FRANKLIN RAWSON ?? Grandes alas . Una de las “Aladas” de Penalba que se exhiben en el edificio de la Cancillerí­a, ebn Buenos Aires (izq).
CORTESÍA MUSEO FRANKLIN RAWSON Grandes alas . Una de las “Aladas” de Penalba que se exhiben en el edificio de la Cancillerí­a, ebn Buenos Aires (izq).

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