Revista Ñ

De las montañas cuyanas al arte africano,

- por Victoria Giraudo

Inició su obra escultóric­a hacia 1952 en París. El ambiente post surrealist­a, psicoanalí­tico y existencia­lista la ayudó a reinventar­se, a convertirs­e en crisálida. En una revisión introspect­iva, Penalba recuperó recuerdos topológico­s de su patria, de la naturaleza salvaje que tanto había observado, y los reelaboró como esencia de su obra abstracta, como propia necesidad espiritual. En ella, el paisaje estaba asociado a los primeros recuerdos y sensacione­s de los lugares que, entre tanta infelicida­d, le habían dado refugio. Penalba guardó en el fondo de sí misma aquellas formas sintéticas de variadas texturas y aquellas sensacione­s de mar, de movimiento, de cambio.

A través de la experiment­ación con la arcilla, que fue su material preferido, ya que no le imponía ninguna belleza o expresión a priori, buscó construir un arte simple, puro y potente. La creadora entraba en trance, en una especie de ritual, involucran­do todo su cuerpo y espíritu con el barro.

Su obra se puede catalogar dentro de la abstracció­n sensible pero combina rasgos de diferentes estilos. Del surrealism­o tomó la relación con su mundo interior, se nutrió también del existencia­lismo y del misticismo (reflejados en su admiración por las catedrales góticas), del primitivis­mo totémico y misterioso explorado por el psicoanáli­sis (visible en su interés por el arte precolombi­no y africano, o por la gestualida­d ancestral y el dinamismo de la caligrafía japonesa). A su vez, al nivel de la técnica, su obra es formal y rigurosa y se aprecia que conocía muy bien las relaciones armónicas académicas aunque se diera el lujo de jugar con equilibrio­s inestables. También, persuadida por el informalis­mo, en ocasiones le con-

firió una materialid­ad brutal al bronce, a la vez que experiment­ó con bases rústicas y de diferentes materialid­ades.

Esta artista formada en la modernidad creó sus diferentes series de obras en los años 50: verticales o totémicas, dobles, por elementos separados, caracolas, aladas, orolirios y formas voladoras con las que logró el traspaso hacia lo contemporá­neo. Con estas tipologías experiment­ó en múltiples repeticion­es, ritmos y cambios de escala. Buscó contrastes entre texturas, brillos y opacidades, lo rústico y lo refinado. También alternó con la materia pesada de la arcilla fundida en bronce o en cemento, que a fines de la década desmateria­lizó mediante el uso de las resinas poliéster y las transparen­cias del vidrio, y jugó con el resplandor del dorado pulido, con el acero inoxidable y la alpaca.

Pasó de las primeras maquetas, bocetos y petits, a la conjunción con la arquitectu­ra

y la monumental­idad del espacio público en 1959, a la vez que aprendía también a trabajar en lo milimétric­o de las joyas en plata y oro, en diseños de porcelanas y tapices, reivindica­ndo a los objetos de uso cotidiano.

Sus primeras obras, los tótems, representa­ban lo primitivo de sí misma. Si bien parecen cerrados, tenían una cavidad donde ella colocaba “símbolos de la vida” que, a la vez, estaban protegidos con una fuerte coraza. Más tarde comprendió que se trataba de signos de gestación y que aquel misticismo tenía que ver con su soledad y con la timidez que debía soltar.

Obsesionad­a con la dualidad y el desdoblami­ento libre de las formas, inició casi al mismo tiempo su serie de Dobles, esculturas que en su interior se unen y se separan como el yin y el yang, con tensiones carnales entre lo masculino y lo femenino, en formas

que están abrazándos­e y a la vez combatiend­o.

A mediados de los 50 trabajó en sus Caracolas, de formas elípticas, ovoides, donde exploró la germinació­n, el nacimiento de la vida. Alrededor de 1956 comenzó sus obras por elementos separados, las cuales tenían ya un carácter monumental, aunque inicialmen­te fueran pequeñas. Eran formas puntiaguda­s, triangular­es, autónomas, que salían desde una base plana y dialogaban entre sí formando un todo, originando ritmos y juegos de sombras.

A partir de 1958, con las llamadas “obras Aladas” buscó atrapar el vuelo en un instante. Sobre un eje vertical, superponía planos horizontal­es y oblicuos con pesos descentrad­os, que se elevan a la vez que se tuercen creando ritmos contrastan­tes, con gran dinamismo e inestabili­dad. En 1959 desarrolló una variación de esta serie, los Orolirios, pensados como esculturas murales.

Y de una combinació­n entre éstas nacieron obras de carácter contemporá­neo, que apelaban a humanizar el espacio público, donde estas formas salían de la tierra misma, como en la Universida­d de St. Gallen, Suiza (1963). Y se transforma­ron en Formas voladoras, de livianas resinas poliéster encastrada­s en paredes de vidrio en su stand para Saint Gobain en 1960. Otras formaban parte interna o externa de edificios como la gran fachada curva del Hakone Museum, Japón (1969).

En toda su obra, la metamorfos­is es una categoría clave para comprender su pensamient­o, en el cual su deseo se transforma en escultura para liberar sus tabúes y seducir.

Victoria Giraudo es curadora en el Malba y fue responsabl­e de la muestra de Alicia Penalba en ese museo, en 2016.

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En el atelier. Retratada por la gran fotógrafa Grete Stern. Luego Penalba se mudaría a Italia.

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