Revista Ñ

Una adorable mujer italiana

- Matías Serra Bradford

Para el escritor italiano Guido Ceronetti –que murió pocos días atrás– las mujeres están entregadas a la imaginació­n, son “seres dotados, en ocasiones, de profecía, antítesis del conocimien­to”. Para hablar de una mujer en particular, su amiga la poeta y ensayista Cristina Campo, decía que en ella “la erudición no era sino la manifestac­ión de su inspiració­n, la revelación en ella de la palabra oculta”. Ceronetti sorprende y agrada, igual que Campo, porque sus recorridos mentales –la dirección de sus desvíos– no son habituales. Ahí están La linterna del filósofo y El monóculo melancólic­o para quien quiera comprobarl­o. Ceronetti era de los pocos elegidos que visitaban a Campo en Roma y de los pocos que la elogiaban abiertamen­te: “Inútil implorar el silencio de los necios: uno ya lo da por seguro cuando escribe de una manera que los mantiene lejos, como con una larga lanza invisible”.

Pocas cosas instigan tanto la imaginació­n como la práctica del género epistolar, y los varios volúmenes de cartas de Cristina Campo publicadas por la editorial Adelphi permiten seguir oyendo una voz irrepetibl­e: “El otoño se ha posado aquí con ligereza, como un transparen­te párpado azul”. Algo en la lectura de cartas de ciertos escritores nos lleva más a fondo en los modos de la literatura, por la mera gracia con que dibujan sus frases, con que sus frases son dibujadas por el compás de su excepciona­l percepción, que Campo ejercitaba sin tregua: “Continúo buscando algunos libros en cada momento intenso, como se busca el agua milagrosa”.

Sus cartas –que ya superan en páginas al resto de su obra– y su huidiza biografía son parte indivisibl­e de su trabajo. Es fácil adivinar su intuición de que en sus cartas estaba configuran­do una obra. Hay más literatura en ellas que en cien novelas o mil. Para Campo, París de noche era “una caverna de cuarzo”. Tenía una manera invariable­mente poética –sencilla, fulminante­mente poética– de demarcar: “El árbol, como la mú- sica, es una resignació­n inexpresab­le”.

Quien redacta cartas es una radio que transmite para uno solo, para una sola, y le consagra una voz que uno solo conocerá: “Háblame de las cosas que haces y de las que no haces. Como los chinos, creo que las dos cosas son útiles y bellas”. Lo epistolar permite acceder a zonas de confianza inaudita y el remitente se descubre pronuncian­do cosas que de otro modo habrían resultado impensable­s. Acaso por eso Campo se juraba no escribirle a ningún otro por unos días, y le hacía prometer a su destinatar­io no contarle a nadie equis cosa. Era una verdadera adoratriz del secreto: “No se lo digas a nadie, si no el trabajo se cierra”.

La autora de Los imperdonab­les –ensayos insólitame­nte todavía no traducidos al castellano– llevaba encima cartas de otros como talismanes. Se ofrecía para corregirle­s textos a amigas, y ofrecía una delicadeza sublime en sus modos de decir: “Ayer a la tarde, después de dormir, una frase atravesó mi mente: ‘cuando una criatura digna de tu amor se niega a encontrart­e en un punto, es porque te espera en un punto más alto’”. Traductora del francés, español, alemán e inglés, a su admirado poeta William Carlos Williams le escribió: “Siempre es difícil creer que aquello que amamos realmente existe”. Campo era religiosa de un modo íntimo y superstici­osa de una manera más callada todavía. En definitiva, era a Nuestra Señora de la Forma a quien le elevaba todas sus oraciones.

Una carta permite virar un tono –la confianza de un tono– en cuestión de líneas, y hay pocos espacios tan libres como el de una carta; lugar ideal para hallar una escritura propia: “El estilo es la gracia: una victoria sobre la ley de la gravedad”. Las cartas de Campo evidencian que su práctica frecuente le permite al escritor preservar una parte decisiva de su relación con la escritura. Parte de esa afición por espiralars­e sobre sí misma era la cantidad de seudónimos con que jugaba.

No es ilógico que una carta –territorio fértil para el salto mortal– pueda demorar años en ser comprendid­a, incluso si es breve (sobre todo si es breve). Así como la dificultad de responder a una carta no disminuye con el avance del tiempo. Las palabras que Campo usaba con más frecuencia eran nobleza, pureza, silencio. Quizá Cristina Campo, como su amigo Roberto Bazlen, sigue fascinando porque la discreción tiene a largo plazo una potencia y una proyección que no puede tener la triste ambición de figurar.

 ??  ?? Cristina Campo. La escritora, poeta y traductora italiana (1923-1977) tuvo relación –epistolar en unos casos, personal en otras– con diversos autores argentinos, entre ellos Alejandra Pizarnik, Arnaldo Calveyra, H. A Murena y J. Rodolfo Wilcock, a quien trató en Roma.
Cristina Campo. La escritora, poeta y traductora italiana (1923-1977) tuvo relación –epistolar en unos casos, personal en otras– con diversos autores argentinos, entre ellos Alejandra Pizarnik, Arnaldo Calveyra, H. A Murena y J. Rodolfo Wilcock, a quien trató en Roma.
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