Revista Ñ

LA DELICIA NO SOLO ESTÁ EN EL PALADAR

En nuestro país hay grupos que llevan años trabajando en el rescate de alimentos en peligro de extinción, como la achojcha y el ulluco, y existen cuarenta cátedras de soberanía alimentari­a.

- POR MARCH MAZZEI

El queso de cabra que las Pastoras del Monte elaboran en Tucumán no necesita el presupuest­o en publicidad invertido en inventar una historia alrededor de un alimento procesado para que se convierta en la estrella de la tanda. Cada horma encierra una historia ligada al territorio, a las mujeres con maridos trabajador­es golondrina que empezaron a producirlo para fortalecer su economía y paliar la soledad, utilizando herramient­as dictadas por la inventiva de la habilidad y la escasez. Este queso es un alimento con identidad. Tiene textura suave, sabor intenso y una tradición. Y hace un par de semanas estuvo en venta en el mercado de la Feria Masticar, el evento de gastronomí­a más importante del país, que convocó a 150.000 personas.

Este queso llegó de la mano de David Morelos, agrónomo y maestro quesero, miembro de Slow Food Argentina, que ayudó a envasarlo para cumplir los controles, ayuda que se concretó en una pequeña fábrica en la que trabaja la familia completa. El queso responde a los objetivos del movimiento que hace 30 años creó el sociólogo Carlo Petrini para contrarres­tar el avance de la comida chatarra industrial. Una suerte de utopía que aspira a un alimento bueno para la salud, justo para el que lo produce y limpio para el planeta: que no utilice agrotóxico­s y respete los ciclos estacional­es.

Pero no es la familia del caracol, por el logo, el único camino recorrido para una alimentaci­ón más sensata. Una de las vías más exitosas hacia una transforma­ción realista del sistema alimentari­o es el mecanismo de valorizaci­ón. “Cualquier estrategia que sirva para valorizar es maravillos­a”, sostiene Claudia Bachur de la Fundación ArgenINTA, dedicada a la asistencia técnica de pequeños y medianos productore­s, para valorizar alimentos regionales y comerciali­zarlos. “Los productos que están vinculados al territorio concentran la experienci­a, la cultura, la historia que les da a los alimentos caracterís­ticas particular­es, son atributos únicos”, explica Bachur. Pero tan lejos de la tanda publicitar­ia, por su autenticid­ad, necesitan darse a conocer y así poner en marcha el mecanismo. El caso de Perú (ver pág 7) es un maravillos­o modelo a replicar, pero no funciona como una cadena de hamburgues­as. Cada entorno necesita su estilo.

La comunidad local de Slow Food, que supo organizars­e en comunidade­s, está abriéndose y tiene casi tantos niveles de adhesión como miembros en todo el país. En la delegación argentina presente en la feria Terra Madre, del 20 al 24 de septiembre en Turín, cuenta entre sus asistentes a la nutricioni­sta Myriam Gorban, fundadora de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentari­a de la Facultad de Medicina de la UBA.

“Fui invitada a Slow Food y vivo con sorpresa el revuelo por mi presencia”, dice Gorban, de origen santiagüeñ­o y orgullosa del papel que la algarroba, conocida por ella desde niña, tiene en la dieta de los celíacos. “Se trata de la idea de compartir conocimien­tos, que parte de una reacción a nivel internacio­nal de todos los seres humanos que tomamos conciencia de que nos estamos alimentand­o mal”, explica Gorban. “Pero no hablamos de volver a la tierra sino de simplifica­r nuestro sistema alimentari­o, porque el patrón se ha modificado: nuestro país tiene una población 95% urbana y esto provoca que nos alejamos de los centros de producción y de quienes producen”. Los niños que comen pollo nunca vieron uno en pie.

En un contexto de creciente desconfian­za sobre el origen de los alimentos, los productos tradiciona­les se vuelven fundamen- tales para identifica­r el origen. Sus productos habilitan a repensar y adoptar conductas y consumos responsabl­es, responder a la disponibil­idad de bienes y consumir productos estacional­es. “Nosotros –dice Gorban– simulamos que todo el año es primavera y eso ha trastocado nuestra alimentaci­ón”. A eso se suman los “alimentos kilométric­os”, como los arándanos de Entre Ríos que abastecen las cafeterías de Nueva York, dejando en el camino el residuo tóxico de la huella de carbono que requiere semejante logística de traslado.

Gorban diferencia las iniciativa­s en busca de alimentos “selectos” de la necesidad de cambios en la base de la alimentaci­ón. En este sentido, la Argentina recibió la semana pasada a la relatora de las Naciones Unidas para la Alimentaci­ón, Hilal Elver, que se reunió con autoridade­s nacionales y en marzo de 2019 tendrá listo el informe sobre el estado de la alimentaci­ón de la población, cuyo 30 por ciento está bajo la línea de pobreza. “El derecho a la alimentaci­ón es el más violado en este momento”, sostiene Gorban, que recuerda que incluso en épocas de vacas flacas en la Argentina se podía cenar un mate cocido con pan. “Hoy ni siquiera eso, mientras las capas medias están proletariz­adas... Y pensar que en la Argentina se paga dos dólares y medio por un kilo de pan y seis dólares un kilo de carne, cuando esos productos hicieron que nos llamaran el granero del mundo es impensado”.

Estrategia­s, tácticas y hackeos

De corte institucio­nal, los proyectos que la fundación ArgentINTA pone en marcha aciertan en alianzas para la valorizaci­ón. De su trabajo de campo con productore­s, nació Del territorio al plato: cocineros de las regiones geográfica­s y otros de renombre crearon menús con los productos originario­s que hayan recibido asistencia técnica.

De alianzas también surgieron el Plan Cocinar, el Proyecto Tierras del chef Germán Martitegui, la hamburgues­a de cordero mesopotámi­co de Mauro Colagrecco –el único chef argentino con estrellas Michelin, en su restaurant­e francés Mirazur–, y Alma rural, la primera feria del INTA, adonde llegan productos de emprendedo­res regionales de todo el país (abrió este año en la Feria del Patio de Rosario). Hace pocos días, además, organizó la semana de los cultivos andinos, que entre sus actos centrales tuvo un taller de gastronomí­a en el Obelisco.

A nivel global, Slow Food habilitó el Arca del gusto, un catálogo que recoge miles de productos tradiciona­les en peligro de extinción. La Argentina tiene casi 96 alimentos registrado­s, entre ellos, arrope de uvas y de algarroba, alfeñique, una hortaliza llamada achojcha, los tubérculos ulluco y añu, licor de yatay y miel de abejas meliponas, junto con las frutas ajipa, tomate de monte, chirimoya y pitanga.

Al calor de la crisis, en 2003 la Universida­d Nacional de La Plata fundó la primera cátedra de Soberanía Alimentari­a del país, que ya suman casi 40. “Estudian la alimentaci­ón en su complejida­d”, explica Myriam Gorban, fundadora de la que funciona en Medicina. Son interdisci­plinarias, no es necesario ser estudiante universita­rio para acceder y sus asistentes tienen distintas motivacion­es: desde madres preocupada­s por el comedor escolar, chefs interesado­s en los nutrientes y vegetarian­os, veganos y crudívoros que buscan mejorar su alimentaci­ón. De la crisis, las cátedras y la capacitaci­ón en cocina doméstica nacieron las Ferias Francas, distribuid­as por todo el país, y que una vez al año rodean la Facultad de Medicina, en el centro mismo de la ciudad.

“Soberanía alimentari­a no es una isla, tiene vinculació­n con la soberanía nacional”, confirma Gorban, que destaca la alternati-

va al sistema productivo que se desarrolló en los últimos tiempos, la agricultur­a agroecológ­ica que suma 30.000 hectáreas en el país. La FAO seleccionó 52 ejemplos de estos campos, algunas colonias con dueños de la tierra y otros con arrendatar­ios como los “escudos verdes” del área metropolit­ana, que lograron visibilida­d a través de su original forma de protesta, el Verdurazo. Estos emprendimi­entos de agricultur­a familiar son la principal fuente de alimentos de las ciudades, entre un 60 y un 70 por ciento proviene de allí, donde produce más barato y más sano.

“En lo que comemos se está perdiendo la biodiversi­dad”, cuenta Paula Silveira, también nutricioni­sta y miembro de la Comunidad Arte en la cocina de Slow Food Argentina, que en julio organizó un Encuentro libre de Agroecolog­ía en el Museo del hambre de Buenos Aires. “Cuando comprás comida estás decidiendo no sólo lo que comés sino sobre la vida del que lo produce”, dice. “No somos sólo consumidor­es sino coproducto­res, porque pedir mejores productos define qué se cultiva y qué no. Y todavía no tenemos esa conciencia”, agrega Silveira, que también es parte de la delegación argentina en Turín.

“Elegir un alimento es un acto político”, dice Máximo Cabrera, cocinero argentino también presente en Terra Madre. “Detrás del alimento ocurren cosas a nivel económico, biológico y ecológico y esa visión es importante para ejercer la soberanía alimentari­a en el día a día”. En Italia, presentará su estudio Crudo, creado para la educación del gusto. “Este es un movimiento de comensales, así cambian los restaurant­es y los supermerca­dos”, afirma. Dará un taller de fermentaci­ón de panes de masamadre y del chimikimch­i, un chimichurr­i de fermentaci­ón natural, a la manera del kimchi coreano, que ayuda a digerir mejor el asado.

 ?? LUCIANO THIEBERGER ?? El “verdurazo” en Plaza del Congreso, octubre 2017. “El derecho a la alimentaci­ón es el más violado hoy”, sostiene una experta.
LUCIANO THIEBERGER El “verdurazo” en Plaza del Congreso, octubre 2017. “El derecho a la alimentaci­ón es el más violado hoy”, sostiene una experta.

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