Disparos de un Foucault neoliberal
Expertos en el pensador francés analizan una etapa poco explorada y hasta a veces negada de su producción, en la cual simpatiza con el capitalismo.
Los distintos capítulos de Foucault y el neoliberalismo (Amorrortu editores), compilación del sociólogo Daniel Zamora y el historiador Michael B. Behrent, escritos por especialistas en Foucault, su medio cultural o su época, apuntan a la conlusión explícita en el título, sin duda inesperada para muchos seguidores. Con todo, hay una cantidad de matices para considerar. Ninguno de los análisis exhibe el menor rastro de hostilidad hacia el pensador o su obra; por el contrario, los diferentes autores muestran un claro interés por delimitar el muy particular momento en que este filósofo se aproximó al neoliberalismo. Esto permitiría comprender los motivos de una asociación tan singular, al menos desde la perspectiva que nos da el presente.
Cada uno de los estudiosos aborda un aspecto de la compleja coyuntura teórico-política que habría determinado el giro foucaultiano entre finales de los años 1970 y comienzos de la década siguiente. El libro evita todo reduccionismo y permite reconstruir la peculiar situación tanto personal como histórica del “último Foucault”, pues falleció en 1984.
Hacia 1977 el francés escribió en defensa de uno de los llamados “nuevos filósofos” franceses, André Glucksmann, que junto con Bernard André Levy (ahora conocido por su logo: BHL), había girado desde un maoísmo radical a un discurso anticomunista en la línea de la Guerra Fría, condenando al marxismo por ser un mero totalitarismo cuyo verdadero efecto político era la multiplicación de los gulags, o campos de detención y trabajo forzado. A diferencia de los nuevos filósofos, Foucault se hallaba comprometido con luchas sociales específicas y no identificaba a Marx con la represión stalinista; pero, al igual que ellos, abominaba la vieja izquierda en la que sólo encontraba dogmatismo y disciplinamiento.
Este cuadro parisino debe complementarse con un fondo de época mucho más amplio, según se detalla con claridad en algunos capítulos de Foucault y el neoliberalismo. El mundo occidental vivía el final de los llamados “treinta gloriosos” (1945-1975), tres décadas de pleno empleo, mejora constante de las condiciones de vida, del consumo y de la protección social. Justamente, el Estado de bienestar forjado en esos años había empezado a recibir todo tipo de críticas por parte de izquierdistas y derechistas. Los primeros le reprochaban que a cambio de unos cuidados se reglamentara la vida; los segundos, que la financiación pesara sobre toda la sociedad, algo que, según entendían, también coartaba las libertades.
Con sus críticas a lo que denominaba “gubernamentalidad”, y con los análisis del biopoder que comenzó a desarrollar poco después, Foucault terminó por adherir a las objeciones que lanzaban esos campos políticos. De hecho, las acabó combinando: la obligación para los desempleados de aceptar alguna oferta de trabajo a cambio del subsidio que reci- bían era inaceptable desde un punto de vista liberal radical. Este tipo de razonamiento, articulado cuando el gran capital internacional iniciaba una ofensivacontra el mundo asalariado, selló una alianza entre la izquierda liberal francesa y el emergente neoliberalismo.
Esa última corriente había hecho su primera experiencia bajo la dictadura pinochetista establecida en 1973 y rápidamente adoptada por el economista estrella del neoliberalismo global Milton Friedman, acaso no el más profundo de sus representantes pero sin duda el más carismático. Al tirano periférico le siguieron dos demócratas emblemáticos situados en el centro del mundo: Margaret Thatcher accedió al poder británico en 1979 para controlarlo los siguientes diez años; poco después, en 1981, Ronald Reagan fue elegido presidente de EE.UU. y lograría una reelección. Con la posterior caída de la URSS el camino del neoliberalismo quedaría libre para la conquista global. Pero esta evolución era quizá difícil de imaginar en los primeros años de la Francia de François Mitterrand, aunque su presidencia, inaugurada el mismo año que la de Reagan, llegó a señalar, a poco de comenzar, el primer giro abierto de una gran socialdemocracia europea hacia la gestión neoliberal de la sociedad.
El neoliberalismo teórico prometía plena autonomía individual y combatía a un Estado siempre intruso. Era una música que, en general, no podía desagradar a quien detestaba las incursiones del Estado, sus reglamentaciones, su pedagogía y su policía. Foucault dedicó uno de sus últimos cursos en el Collège de France (centro de consagración académica muy estatal, dicho sea de paso) al ordoliberalismo alemán, pariente próximo del neoliberalismo nacido en Austria y diseminado por el planeta desde la Universidad de Chicago.
Foucault, según algunos de los autores del libro, mantuvo una actitud ambivalente. Su mente alerta detectó la novedad, pero ignoró el peligro. Pudo ver más lejos que otros intelectuales del momento el advenimiento de algo inédito en el plano de la política y de la economía, aunque jamás percibió la amenaza a las libertades reales que el neoliberalismo entrañaba. Fascinado por sus estancias académicas en la costa oeste de EE. UU., zona donde la vigilancia a los estilos de vida alternativos como los que practicaba no se comparaba con la francesa, el profeta de la libertad parecía admitir durante sus postreros años de vida que serían los banqueros en el poder quienes garantizarían la emancipación de los cuerpos.