CÉSAR AIRA Y SUS PLANES DE EVASIÓN
Un año, seis libros. Un catálogo con todas sus obras, tres novelas, un volumen de ensayos, y la reedición de su Diccionario de Autores Latinoamericanos.
Ahora que no habrá Premio Nobel de Literatura por unos años, a César Aira se lo puede volver a leer en paz. Y el volumen César Aira. Un catálogo, que montó Ricardo Strafacce – autor de una estupenda biografía del maestro de Aira, Osvaldo Lamborghini– es el sustituto ideal de ese galardón un tanto degenerado. Es la celebración de una obra desde la propia obra, no desde una autoridad presunta y presuntuosa. Un catálogo incluye las tapas de todos los libros publicados por Aira hasta la fecha y fragmentos breves de cada uno. En cierta manera, funciona como un catálogo razonado, algo que refleja su voluntad de ser artista (su fidelidad a pequeñas editoriales acaso sea parte de su ambición de una difusión más artesanal, de galerista). Ni Aira ni Strafacce deben ignorar que el nombre de un autor pocas veces fue tan irónico –Strafacce redacta una sola carilla en 250 páginas–, pero a lo sumo a éste también podría vérselo como un artista conceptual.
Se podrían hacer tantos catálogos de Aira como lectores fanáticos tenga. Pero ningún golpe de dados abolirá su obra. Dividir sus libros por categorías induce a equívoco, pero si a Aira el equívoco lo hizo escribir –de él están hechas sus narraciones– quizá Strafacce se propuso hacerlo hablar. Muchos de los extractos seleccionados no son especialmente asombrosos en sí, y no porque corten el famoso continuo que reivindica Aira sino porque su talento es más esquivo que unas líneas brillantes, recortables. Sin embargo, el planteo impulsa diversas especulaciones y redescubrimientos. El error como vía regia de una historia, el protagonismo de los colores, su obsesión con la idea de secreto. Su intento por narrar –en Haikus, La fuente, El mensajero, El volante– desde la locura, tan distinta del delirio. Su afición por usar una coma ociosa antes del “y”, y un punto y coma antes de un “pero”. De pronto, el catálogo induce a suponer que su negativa a reeditar Moreira –su primer libro– se debe a que es su libro más claramente lamborghiniano. Como sea, es un gusto contemplar de este modo el trabajo de una vida, pasar las páginas de días y años consagrados a una manía inofensiva.
Nadie esperaba la obra de nadie. Esa es una de las primeras conclusiones que insinúael Diccionario de autores latinoamericanos, que tiene ahora una reedición idéntica a la primera. Ningún nombre, ninguna obra se ha actualizado, y esto refuerza la impresión inicial: el Diccionario se lee como si la literatura de este continente ya hubiera sucedido toda, hubiera pasado, y la estuviéramos repasando cómodamente apoltronados en un sauna finlandés, desde una estación posnuclear. A la vez, curiosamente, la obra puede proyectarse hacia adelante si editoriales de este continente y de otros saben sacarle provecho. Es un monumento crítico impar y, para usar palabras de Aira referidas a uno de los autores clasificados, “su más firme reclamo de gloria”. Le ha ganado un lugar junto a espíritus magnánimos –y no por eso menos rigurosos–, como Gaëtan Picon, George Saintsbury y Mario Praz. (Cualquier agnóstico tiene todo el derecho a no creer en la escritura de Aira, pero que al menos tenga a bien creer en su extraordinaria cualidad como lector).
Las entradas están sembradas de preciosos pareos: “católica y morosa”, “lirismo razonable”, “transfigurante tristeza”. Su destreza para diagnosticar tiene casi como único antecedente a Borges. Una obra de Lima Barreto “es una hermosa novela melancólica, de ternura cervantina”. Una y otra vez subraya lo simple y enigmático (Conti, Bianco y un largo etcétera), lo “diáfano y fluido”, y Aira hace floreos de toda clase pa- ra no repetirse en su elogio de la claridad (algo raro para alguien que ama tanto la poesía): “Versos de aérea transparencia renacentista”. No pocas son definiciones que espejan su propia obra –“todo sucede como en un juego a cuyas reglas siempre se puede renunciar”–, y a veces manifiesta entusiasmo por escritores que uno imaginaría alejados de su poética (Arguedas, por nombrar un caso). Estos cruces incitan a buscar en qué vértice se tocan, y más tarde uno puede regresar a libros de Aira imaginándolos como obras ocultas del incierto canon continental. Se pasean por el Diccionario vidas cargadas de contratiempos, reveses y sobresaltos, numerosos autodidactas, naturalistas –por los que Aira parece tener especial debilidad; recordemos que es el autor de La abeja, La serpiente y La liebre– y escritores funcionarios (varones; las mujeres son menos sobornables). La tarea se asemeja a una misión encargada por un tirano, sólo que acá el súbdito –que parece haberlo leído todo en vidas anteriores– tiene a bien tomársela con buen talante (de paso suele consignar los casos de aquellos escritores que carecían de humor).
A su simpatía por profesiones atípicas Aira la trasladó a sus novelas, en las que sus protagonistas, ya que están, asumen los papeles que la crítica le endilga a Aira: científico, inventor, filósofo. Son oficios que convergen, si cristalizan bien, en uno solo: el genio. El científico retirado de El gran misterio se toma literalmente aquello de estar habitado por un genio y ese truco es la llave que lo planta en el umbral de una historia. La ciencia aparente que plantea, cebada por su vena lírica, lo vuelve incuestionable. Aira sólo decae cuando se deja llevar por la idea de que narrar es delirar –noción bastante básica del asunto que ni él mismo puede creerse–, cuando sus mejores momentos, los que recortan su singularidad, son los reflexivos, los especulativos, los paréntesis que juegan con series de hipótesis. Esos son sus pasajes realmente volados y lo que elogia en Evasión: lo gratuito, lo no funcional, lo improductivo.
Aira es contemporáneo en casi todas sus locaciones, en sus decorados, pero el fondo viene de lejos, y no es la primera vez en la historia que un relato sirve de excusa para desvíos teóricos, o cuyas tramas pueden ser leídas como metáforas o alegorías de corte filosófico (lo cierto es que está más cerca de Voltaire que del Cabaret Voltaire de los dadaístas). Las narraciones de Aira nunca po-