Revista Ñ

Un cicerone para el resto del mundo

El agente literario de César Aira cuenta cómo llegó a su obra y cómo la maneja.

- MICHAEL GAEB POR MAURO LIBERTELLA

Michael Gaeb (1973) es alemán, estudió Literatura y Filosofía, y luego de trabajar en el mundo editorial y en diversas ferias del libro dirige, desde 2003, un agencia de representa­ción literaria que lleva su nombre.

Además de César Aira, entre sus representa­dos están los argentinos Ariana Harwicz y Ariel Magnus, los mexicanos Guillermo Fadanelli y Fernanda Melchor y una vasta plantilla de autores de su “zona”: alemanes, austríacos, holandeses. La “alianza” Aira-Gaeb terminó de catapultar los libros del argentino a un mercado internacio­nal que absorbió sus libros con la sed de un adicto. –¿Cómo llegó a la obra de César Aira y a representa­rlo?

–Descubrí mi primer libro de César (Un episodio en la vida del pintor viajero) en la Feria de Guadalajar­a de 2002 y me entusiasmó muchísimo. Nunca había leído algo así. Lo llamé desde la Feria y me dió permiso para mover el libro en Europa. Luego, en 2003 fui a Buenos Aires a conocerlo y desde entonces tengo el honor de representa­rlo. Como César ya había publicado mucho, fue una gran tarea y un desafío el de ordenar la situación de sus obras. –¿Cómo deciden a qué editorial va a ir cada uno de los libros que escribe?

–Hemos podido establecer dos “Biblioteca­s Aira” en la Argentina y en España que presentan la totalidad de su obra literaria. Incluso con algunas novelitas suyas que estaban descatalog­adas. Pero César tiene gran libertad de seguir publicando en las pequeñas editoriale­s independie­ntes en la Argentina y otros paises latinoamer­icanos, lo que le importa mucho, y con razón. Alguién me dijo una vez: “César Aira es el único autor que tiene más editores que libros”. Lo que ya de por sí parece una idea aireana. –Aira es, además, uno de los escritores más prolífico de nuestra era. ¿Qué complejida­des trae ese enorme caudal de textos al trabajo de un agente? –Bueno, yo no estoy totalmente de acuedo. César publica mucho, pero escribe poco. Su obra entera cabe en dos novelas de Don DeLillo. Entre sus más de cien libros publicados están muchos que sólo las pequeñas editoriale­s independie­ntes publican como libro. César tiene una gran adiccón al libro, como es sabido, y aprecia mucho este entusiasmo de sus editores independie­ntes. –¿Cómo fue surgiendo el despegue internacio­nal de sus libros y cómo fue evoluciona­ndo el camino que lleva al reconocimi­ento trasnacion­al que tiene hoy? –Fue un proceso lento. Los primeros países que se entusiasma­ron con la obra de César fueron Francia, Alemania y Estados Unidos. Croacia Luego e Inglaterra. vinieron Dinamarca, Su obra hoy Finlandia, en día lectores, está publicada los “fans”, en los 30 que países ayudaron y fueron sobre los todo a promover su obra. –Aira ha calado hondo en el mercado norteameri­cano, un mercado usualmente reacio a la literatura extranjera. ¿Qué elementos le parece que funcionaro­n ahí? ¿Críticas como la de Patti Smith son influyente­s? –Pues creo que es su absoluta distinción de la tradiciona­l literatura norteameri­cana y sus principios –el realismo, el “plot”, la novela psicológic­a– que hacen que tenga tanta repercusió­n. Aira está en las antípodas, y es quizás el antídoto absoluto. Y claro, Patti Smith con su entusiasmo y su gusto idiosincrá­tico ayudó mucho a aumentar su visibilida­d. Pero eso vino más tarde. –Teniendo tanto a disposició­n, ¿cómo decide qué libro ofrecer a cada editor europeo? ¿Y qué criterios utilizan los propios editores para decidir traducir tal libro y no tal otro? –La selección la hacemos nosotros según el gusto y el programa del editor y según el país. Cada país tiene otra tradición y puede asumir otro tipo de novela. Publicar Un episodio en la vida del pintor viajero o publicar Prins son dos retos diferentes. –A la hora de salir a ofrecer un libro de Aira, ¿cuáles son los argumentos de “venta” que resultan más convincent­es y efectivos? –Es muy difícil. Los libros de César no se dejan “resumir” en una cita de media hora en una feria. Hay que crear la curiosidad en los editores y convencerl­os de que nunca habrán leído algo parecido. Leer a Aira es una experienci­a para toda la vida. Para publicar a Aira casi no hay, a priori, “argumentos de venta”. El único argumento sería: publicar

libros de César significa crear adictos. –¿Hay editoriale­s que piden textos de Aira y a las que se les dice que no?

–No, César no es complicado en el trato con las editoriale­s. Le importa más escribir que publicar libros. Y más leer que escribir. Y por eso está de acuerdo con casi todo. Es una felicidad para cada de sus editores, todos lo adoran. –En los últimos años se ha profundiza­do la concentrac­ión editorial en unos pocos grupos enormes, y al mismo tiempo han surgido muchísimas editoriale­s pequeñas. ¿Cómo analiza, desde su posición, el mapa actual del mundo editorial? –Es muy interesant­e. Los grandes tienen sus retos y sus tareas. Algo como la “Biblioteca Aira” sólo puede hacerlo una editorial potente. Los pequeños pueden permitirse el lujo del experiment­o. Ellos son los que garantizan la vitalidad de la creación literaria. Y los grandes, garantizan la vitalidad de los lectores. –¿Cuál tiene que ser la tarea de un agente en el contexto editorial actual?

–El agente es cada vez más importante. El mundo editorial se está haciendo cada vez más volátil. Un autor depende mucho de otros mercados, no solo de su mercado local. Y el agente, en el mejor de los casos, es su referencia durante años. Pero la edición en castellano está muy avanzada en eso. Mucho más que en Alemania (donde yo trabajo) y otros países europeos. Supongo que por la internacio­nalidad intrínseca del mercado hispano. –¿Le parece que a todo escritor le conviene tener un agente?

–Sí. A menos que sea poeta. drían ser cuentos de hadas dadaístas: persiguen una lógica, la construyen, no importa lo demencial que se presenten. En ese sentido, es un digno heredero de Tweedledum y Tweedledee de Lewis Carroll, no de Tristan Tzara.

En medio de su reciente novela Prins leemos: “No quiero ponerme a hacer teorías de las que afeaban mis libros interrumpi­endo a cada página la continuida­d narrativa”, pero ese es el acto reflejo de cualquier gran irónico, tan irresistib­le como su ansia de retornar al paraíso perdido de la pura narración. Difícil pensar que pueda seguir ese modelo alguien que es portador de una santísima trinidad (uno que es tres, al mismo tiempo: narrador, ensayista y poeta). ¿O es que hay algo que teme en confiarse a ese viaje? No puede saberse (por fortuna) hasta qué punto un comentario al pasar en Prins puede ser irónico: “Debería hacer uso de la literatura, no había más remedio, pero sin acercarme demasiado a ella, o me tragaría”. El peor enemigo de cualquier escritor, bueno o malo, es él mismo, y Aira sabe redactar comedias sobre esta materia. En todo caso, en El gran misterio, Un filósofo y Prins su persona se atomiza maravillos­amente y un laberinto de espejismos deslumbra con su juego de haces.

Hay una comodidad en el ejercicio de la inteligenc­ia, pero sería demasiado decir que Aira narra mejor cuando deja de narrar y empieza a pensar, pero la imposibili­dad de escribir literatura libre de tanta ironía hacia sí misma –la de sus amados Balzac y Stevenson, por caso– ha resultado ser fecunda. Quizá ha querido reproducir, en la escritura propia, los efectos de lectura de la obra hipnótica de otros y acaso su teoría de la huida hacia adelante sea justamente la recreación del acto de la lectura. Y la lectura fuera la droga que reabsorbe las funciones de todas las otras, volviéndol­as inútiles.

A sus personajes todo les cuesta mucho o no les cuesta nada (cuando son genios). A la primera categoría pertenece Un filósofo, otra bella biografía expandida (como si fueran variantes y prolongaci­ones de las que redactó para su diccionari­o). Aquí también el verosímil de Aira se juega en el plano léxico, que siendo abundante nunca cae por fuera del registro de lo creíble. (Uno podría especular que la legibilida­d no depende del autor sino de los lectores, y que su transparen­cia irá debilitánd­ose a medida que el promedio de lectores pierda vocabulari­o).

Aira hace algo verdaderam­ente nuevo – otra de sus palabras fetiche– cuando pasa al ensayo. Y en los de Evasión debajo del tono diplomátic­o y melancólic­o hay una furia no del todo velada contra ciertas prácticas literarias (o, mejor dicho, no literarias). En uno de ellos, dice que lo que tiene en común todo lo que escribió otro de sus maestros, Raymond Roussel, es la Ocupación del Tiempo. Es el hilo subterráne­o de sus últimas novelas y lo que decide escenifica­r en Prins. El protagonis­ta es un exitoso autor – copista, plagiario– de novelas góticas y por como se deja leer uno sospecha que fue escrita como en trance (lo que hace imaginar que, al menos en este caso, Aira garabateó más de una “paginita” por día).

Evasión lo define a él: una de las cosas más visibles en su persona y su obra es precisamen­te el pudor. Y su tensa relación con el pudor ha resultado fructífera (las escenas de sexo de Prins, si puede llamársela­s así, son de las más hilarantes). El retraído es siempre un defensor excesivo del recato y un jugador compulsivo del flirteo mental con el exceso. César Aira tiene la timidez del que ha llegado lejos, del que ha tocado algo primero y último en su materia. Acaso la timidez de quien ve en la literatura, en sus segundos frente a un espejo sin marco, sin testigos, una cuestión de vida o muerte.

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GENTILEZA MICHAEL GAEB “Los libros de César no se dejan ‘resumir’ en una cita de media hora en una feria”.

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