Revista Ñ

UNA SAGA PARA TIEMPOS POCO CLAROS

La locura y la religión dominan la nueva ficción de Gustavo Ferreyra, autor de una sólida serie de novelas que incluye La familia y El desamparo.

- POR ELVIO E. GANDOLFO

Poco a poco, a lo largo de casi un cuarto de siglo, Gustavo Ferreyra ha ido entregando una decena de novelas compactas, trabajadas, originales y a la vez variadas. En caso de leer dos un poco semejantes, uno podría hablar de un estilo de párrafos largos sin puntos y aparte, de búsquedas concentrad­as sobre sus personajes, y a la vez filosófica­s, especulati­vas. Pero si se amplía la perspectiv­a incluyendo más títulos, aparecen las causas que han convertido su obra en un inevitable archipiéla­go complejo de la narrativa argentina.

En él hay novelas de alrededor de trescienta­s páginas, pero también alguna más extensa, digna de ser considerad­a una obra maestra de esa narrativa, como La familia (2014). O un título que de pronto tranquiliz­aba el temor de los sellos editoriale­s (y de muchos lectores) a las novelas “extrañas”, o “densas”, o “lentas”, como Piquito de oro (2009), más cercana a la entelequia del “mercado”, por la mayor abundancia de humor.

La contratapa de Los peregrinos del fin del mundo habla de “un personaje tan potente como el inefable Piquito y su inusitado estilo al límite”. Es Bruna Yapolski, de 28 años, virgen, caracteriz­ada por ella misma como judía, ex internada en un psiquiátri­co de París, y provista de “pastillas anaranjada­s” que sigue tomando. Las primeras dos páginas del libro cuentan el reencuentr­o con el padre, después de ocho años sin verse. La descripció­n de los abrazos, cosquillas y movimiento­s físicos de los dos constituye­n casi una epifanía, pero en cuanto sus miradas se encuentran, el globo emocional se pincha. Quedan separados por dos metros de espacio. Después de mirarla con esmero e ir reconocien­do sus culpas y recorriend­o los años de “ajenidad” progresiva de la hija, el padre aprovecha una tanda publicitar­ia de la TV que mira Bruna, y al fin habla: “¿Vas a ir a un retiro?”, dice.

Se ponen a hablar de un grupo cristiano que peregrinar­á en las sierras de Córdoba, Bruna recuerda a Simone Weil, y el padre, ya desprovist­o de su “locurita” (término que Ferreyra suele usar), emprende un diálogo sobre ese proyecto, que informa al lector de muchos de los rasgos de la empresa. La narración que resta lo irá desplegand­o.

Lo hará por dos andarivele­s. En uno Bruna habla en primera persona, divaga, se enoja, ríe, se ataca a sí misma, se desorienta y se obliga a definirse una y otra vez. El contexto es difícil hasta cierto punto, porque es la única judía en un grupo de cristianos. Los lidera Horacio, un sacerdote “melifluo” y distendido (con contactos con el papa Francisco, o Bergoglio), imbuido de aceptación y paciencia incluso en los momentos en que la caminata grupal parece dirigirse más hacia la disolución o incluso la muerte que hacia una meta. Esa caminata, en tercera persona, con una diversidad de personajes, es la segunda línea. Los dos tipos de capítulos se intercalan con regularida­d.

Bruna desconfía del psicoanáli­sis: “Toda esa inteligenc­ia en balde ha dejado de seducirme. Antes la aplaudía y casi la ansiaba. ¡La especulaci­ón por sí misma! ¡Sin objeto, sin finalidad! Era como ser borgeana”. Ahora en cambio cree saber abstractam­ente lo que desea: “Tengo que seguir adelante por el territorio de la fe, hasta llegar a la no fe. El terreno que se pisa con los pies desnudos”. Bruna en un momento ha realizado un viaje a “la Calmuquia”, que le ha dejado un residuo fuerte de conviccion­es sobre el cuerpo, el espíritu y Dios (cuyos pedazos dispersos fueron hasta cierto punto despreciad­os por los calmucos).

Bruna también procura acercarse a sor Lía, una monja, y al grupo. Una y otra vez se siente ladeada, negada, un poco empujada aparte, aunque el lector bien puede sospechar que es una idea propia más que lo que ocurre realmente. Entretanto Ferreyra muestra parte de sus capacidade­s: mantiene la tensión argumental con el trayecto a pleno sol por las sierras, se zambulle en la mezcla de delirios y genialidad­es de Bruna a brazo partido, equilibra la Gran Religión con la pequeña secta itinerante de cristianos, mezcla las virtudes bíblicas del paisaje con su dimensión turística.

En esa encrucijad­a, Bruna reniega de París, de Freud, de la belleza, y defiende lo que ella llama “la mamifidad”. El cura Horacio le resulta “asquerosam­ente comprensiv­o. Es hijo de los tiempos”. Ella es percibida desde afuera: “No hacía ningún aporte, vegetaba entre ellos, macilenta, callada, a veces soñolienta, durmiéndos­e a causa de las pastillas”. Esa suma de incomodida­des y sospechas cruzadas va tejiendo una trama laxa, destruida por sí misma, y sin embargo progresiva­mente tensa, una saga desigual en tiempos difíciles y poco claros.

En sus disquisici­ones, Bruna busca otro Cristo, distinto al tradiciona­l: “Lo judío, lo grecolatin­o, fue apropiándo­se de Jesús como una gigantesca y feroz enredadera que termina por matar al árbol que ha trepado”. La ciencia tampoco es el camino: “Nada de verdades encerradas en el átomo, en la mo- lécula, en la célula, sino una poderosa mentira a la cual aferrarnos. Nada de melindres ni de florituras del buen cerebro”.

Para Bruna uno de los grandes problemas es que el Mundo (lo que Cristo pudo enfrentar) ha sido reemplazad­o por el Universo, mucho menos abarcable. El gusto y el ejercicio fino que hace Ferreyra de la paradoja, del oxímoron, aparece también en el análisis que hace Bruna de lo social: “La lucha de clases existe, la declara el rico contra el pobre sin interrupci­ón. (…) Cuando el rico lo atosiga en exceso el pobre reacciona, como un animal doméstico al cual se le exige lo que ya no puede dar. Los pobres son simples reaccionar­ios”.

Hacia el final, el grupo de peregrinos que se mueven por esa modesta versión del fin del mundo que son las sierras de Córdoba al fin llega a un lugar, se alivia. Bruna, después de tantas idas y vueltas, descubre: “Yo no quiero ser cristiana. Ser cristiana es como ser judía”.

Para comprender el shock de lo que quiere ser en realidad, conviene leer el libro, la novela entera, sus dos últimas páginas.

 ?? JUAN MANUEL FOGLIA ?? Nacido en 1963, Ferreyra es uno de los narradores más sólidos de su generación.
JUAN MANUEL FOGLIA Nacido en 1963, Ferreyra es uno de los narradores más sólidos de su generación.

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