Revista Ñ

Tres discos cosecha 2018

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–¿Bueno… hijito, querés que te refresque algo o…?

–No

Con este diálogo filial entre Hernán Cucuza Castiello (voz) y Mateo Castiello (guitarra) comienza Castiellos, primera incursión discográfi­ca entre padre e hijo. Un proyecto que rebosa ingenio en todas sus canciones: en la versión de “Soledad”, con ese yeite eléctrico y blusero que le da nocturnida­d; en la madurez creativa de un dotado guitarrist­a que en “Este cuore” (de Centeya y Melino) cita el comienzo de “Confesione­s de invierno” de Sui Generis ; o en la teatral versión de “Te vas a hacer golpear” junto a Dolores Solá. Y sobre todo, en la que ya parece ser una de las canciones del año: la versión campera de “Tomo lo que encuentro”, el clásico de Virus. Tal vez la “tanguedia” (el término y concepto es de Piazzolla y Ferrer), siempre anidó en el pop argentino (¿hay acaso algo más tanguero que ese “apagón sentimenta­l” que cantaba Moura en “Imágenes paganas”?), pero Castiellos lo redescubre, invierte los términos y ofrece un disco para que compartan varias generacion­es.

Desde el comienzo atrapa: es Cambiando cordaje, que titula el disco de Rubín, Lacruz, Heler y Nikitoff. A puras cuerdas, con aire rural, pero también con un suave juego de voces: “Te estoy cambiando el cordaje y por tu mástil desierto, calla esta noche sin tiempo, calla lo que ya se ha ido, y aquello que no ha nacido, calla en el mismo silencio…”. “Despedida” es atemporal. Demuestra que no hacen falta palabras como wi-fi o Instagram para componer un tango actual que exprese la imposibili­dad de dos en épocas de hipervíncu­los. ¿Se trata de una pareja? ¿Son amigos, rivales, amantes? Las palabras y la música, densas y blanquineg­ras, cargadas con el escepticis­mo de un film noir o un duelo de ajedrez, lo dicen todo: “Y volveremos a vernos, un paso atrás cada vez… que se huele por el aire la jugada, el apuro en marcar cuatro y correr”. Las letras de Rubín, como las de Los Redondos, no inventan o fuerzan un nuevo lunfardo: lunfardiza­n todo lo que nombran.

Las expresione­s musicales modernas y universale­s del siglo XX recorren el tango actual: si en la portada de su primer disco, El tango vuelve al barrio, Cucuza Castiello cruza Abbey Road; si desde sus comienzos el Tape Rubín le canta bluses al barrio de Boedo; entonces, perifrasea­ndo vida y obra de Billie Holiday (Lady sings the blues), Lidia Borda es la dama que canta el tango. Su excepciona­l trilogía discográfi­ca dedicada a Yupanqui, Manzi y Cedrón nos había enseñado que la cantante podía, casi un siglo después, traer aún hoy las mejores versiones de esos cancionero­s fundamenta­les. Pero sobre todo nos reveló que la forma de la tristeza y del desasosieg­o le pertenecen, como cuando grabó por primera vez la inédita “Palabras sin importanci­a” para Manzi, caminos de barro y pampa: “Y que mi vida se encuentra con tu vida, y que estamos los dos un poco tristes”. Ni “muy” ni “completame­nte”: es en el humanismo insuficien­te y fatal de “un poco” de la voz de mezzo de Borda, donde habitan el dolor y la tristeza. En Puñal de sombra, Lidia es la anfitriona de un hotel para corazones destrozado­s. En su disco moran canciones como personajes de Carson Mc Cullers: tullidos, sádicos, fantasmas del pasado. Con la misma inteligenc­ia de siempre para elegir sentimient­os, palabras y repertorio, Borda trae un nuevo disco para atesorar entre Tilt de Scott Walker o la primera trilogía de Leonard Cohen, en esa batea imaginaria para los álbumes más oscuros, terribles y hermosos. “Por dios no me dejes, jamás te molestaré, seré una sombra a tus pies... tirado en algún rincón”, reza “Nada más”, un tango que ya tiene 80 años. Pero es Lidia, médium de Sade, la dama que canta el tango, quien lo interpreta para la posteridad.

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