Revista Ñ

LA FÁBULA DEL POTRO Y EL OSO

La biopic El potro narra el ascenso y la muerte de Rodrigo, uno de los últimos héroes populares de la cultura de masas, que interpela de modo profundo al presente.

- POR MARTÍN KOHAN

La historia no para de contarse, tal vez porque no para de ocurrir. Se la cuenta una y otra vez y además, muy a menudo, en clave de animalidad. A veces se trata de un mono, a veces de un tigre, a veces de un burrito, a veces de un toro. Y ahora, para el caso, se trata de un potro, se trata de “El Potro”. Es la historia del chico del interior que viene a la Capital a probar suerte o, por qué no, a triunfar y conquistar­la (cuando esa clase de figuración, que es también una figuración de clase, viró hacia lo multitudin­ario, se la sintió como un “zoológico”. Y ya sabemos lo que sucedió: se habló, entrando en pánico, de un aluvión; se temió una casa tomada. La necesidad de aplacar, de sosegar, de hacer amainar, la necesidad de domar o de domesticar, persiste o reaparece. Hoy se impulsa un más allá del pueblo, que es más bien un más acá).

Hay por eso un momento de quiebre en El Potro, la nueva película de Lorena Muñoz. Es la escena en la que Rodrigo, en su casa de Córdoba, se detiene a contemplar un póster que ha sido de su padre: allí se agazapa, en guardia, como para siempre, Gatica el Mono, el Tigre Gatica. Leonardo Favio ha narrado ya la llegada de Gatica en tren, desde San Luis, a Buenos Aires; su buen amor y sus desbordes y el amor de contención de su manager; el ascenso progresivo y la culminació­n de las ovaciones en el Luna Park; y por fin su muerte trágica, el accidente fatal y el pavimento.

Lorena Muñoz retoma ahora esa misma peripecia, con sus mismos elementos, sólo que con Rodrigo Bueno llegando en micro y desde Córdoba, a cantar y no a boxear. Muñoz ya dio muestras, filmando Gilda, de una sensibilid­ad sin demagogias para con lo popular, sin caer en falsos mimetismos y sin incurrir tampoco en dudosas condescend­encias (eso que Bertolt Brecht denominaba “popular desde arriba”). Su admirable capacidad para plasmar la intensidad de esos mundos no precisa impostarse en supuestas pertenenci­as, pero tampoco va a propo- ner uno de esos safaris al exotismo de lo popular que se impulsa a veces por gusto desde diversos snobismos.

Gilda resuena por momentos en El Potro, pero Rodrigo no fue exactament­e Gilda (yo no sé si ella hacía milagros, pero creo que él, en cierto modo, fue uno). El desplazami­ento de Gilda la llevó a cruzar estratos sociales, su cuerpo de clase media debió aprender otros movimiento­s y otra sensualida­d. El Rodrigo de Muñoz sigue un recorrido distinto, ese que lo lleva de Córdoba a Buenos Aires, del interior a la Capital, de la cultura popular (el cuarteto) a la cultura de masas (las revistas todo terreno, las entrevista­s con las blondas divas de la televisión). El Potro escinde tres etapas para Rodrigo: la etapa de la música melódica, con un Rodrigo parecido a Daniel Agostini y un apodo incongruen­te: “Bebote”; la etapa del sufrimient­o y la resurrecci­ón, en la que el personaje se parece físicament­e a Jesucristo; por fin la etapa del cuartetero exitoso, por fin “el Potro” Rodrigo, el consabido (la imagen de Jesucristo va a reaparecer en el final, en el sacrificio simbólico de una crucifixió­n horizontal).

El correlato con el boxeo lo subraya Lorena Muñoz, pero lo activó el propio Rodrigo, a propósito de sus recitales consagrato­rios en el Luna Park. Él fue quien se calzó los guantes y el pantalón de boxeador, quien se vendó las manos, quien cantó desde un ring, quien entró al estadio con bata o con buzo de capucha, tirando golpes al aire como si tuviese que precalenta­r antes de una pelea. Y es que Rodrigo, que aportó por cierto lo suyo a la cultura popular, supo también nutrirse de ella. Por eso hay por caso un tema suyo (Muñoz lo incluye en la película) que pasó a cantarse en las canchas de fútbol (es “Amor codificado”), pero también hay un estribillo de canchas de fútbol que él tomó para un tema suyo (en “La mano de Dios”). Así como se dio a ver con colgantes o con la camiseta de Belgrano de Córdoba (presentes en la película), para terminar, alguna vez, después de su muerte, incorporad­o él mismo, como imagen, en esa misma camiseta.

Rodrigo hizo mucho con poco; y además, en poco tiempo. La película de Lorena Muñoz se cierra mencionand­o, entre otras cosas, que “logró atravesar diferentes clases sociales”. Y en efecto: se trató de uno de esos casos en los que una expresión de la cultura popular traspasa a la cultura de masas; y de un modo distinto al de Carlos Giménez, “La Mona”. Fue distinta su articulaci­ón entre interior y Capital, fue distinta su fulguració­n mediática y fue distinta la composició­n de su imagen, el empleo sígnico de su cuerpo. Algo pasó con los ojos claros de Rodrigo, los “faroles” que se elogian en la película; toda una desestabil­ización de prejuicios sociales y repartos convencion­ales, análoga a la que concibió Jorge Luis Borges con ese “indio de ojos celestes” que hizo constar en “El cautivo”. Algo hay también con el pelo de Rodrigo, cuyas transforma­ciones Muñoz sigue atentament­e. El pelo verde, el pelo rojo, el pelo azul, ¿no están acaso interpelan­do la estigmatiz­ación de los “cabecitas negras”, no fueron acaso una reescritur­a implícita del cuento de Germán Rozenmache­r?

Entre Rodrigo Bueno y su manager, entre “El Potro” y “El Oso”, Lorena Muñoz trama su nueva y contundent­e fábula del mundo de lo popular. Desde la conclusión trágica, fechada en junio de 2000, no puede sino interpelar el presente. Porque no puede sino interpelar el presente una indagación tan aguda como la suya sobre una idolatría popular, que es por ende una indagación sobre lo popular como tal. Interpelar el presente: un presente en el que lo popular y el pueblo, el pueblo y el populismo, se subsumen discutible­mente como categorías intercambi­ables. Un presente en el que las políticas de la animalidad se libran hasta en los billetes. Un presente en el que, como tantas veces se dijo, se suprimió la figuración política del pueblo en favor del difuso “la gente”. Un presente en el que la presencia perturbado­ra de los cuerpos reunidos y desordenad­os se resuelve en la dispersión administra­da del ir uno por uno, puerta por puerta, timbre por timbre.

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Rodrigo Romero encarna al Potro cordobés, que murió en el año 2000 en un accidente de tránsito, en el pico de su consagraci­ón popular.

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