FRANGELLA WOJNAROWICZ: ALQUIMIA DE MIRADAS
Luis Frangella y David Wojnarowicz. El artista argentino y su pareja estadounidense llegaron aquí desde Nueva York en 1984. Hoy, una muestra recuerda aquel viaje, decisivo en su producción.
ecía el poeta egipcio Edmond Jabés que “el extranjero te permite ser tú mismo, al hacer de ti un extranjero”, y acaso algo de eso sea lo que experimentó el artista argentino Luis Frangella cuando en el año 1984 emprendió un viaje (temporario) de regreso al país junto a su amigo, pareja y colega norteamericano David Wojnarowicz. El motivo inicial era la muestra que ambos realizarían, integrada también por otros artistas que, como ellos, vivían y trabajaban en la bohemia neoyorquina de los 80, en el Centro de Arte y Comunicación (CAyC ) de Buenos Aires, dirigido por Jorge Glusberg. Por más de un motivo el viaje puede ser leído como una experiencia iniciática, o al menos una bisagra en la obra de ambos: se produjo una suerte de alquimia de miradas que se plasmó en el modo de hacer y de sentir de cada uno de ellos. Más de treinta años después, los vestigios de ese viaje (las obras producidas, pero también un cuantioso archivo de catálogos, reseñas, diarios y estudios críticos) pueden verse en David Wojnarowicz y Luis Frangella en Argentina, la muestra que la galería Cosmocosa presenta hasta principios de noviembre .
Con su característico manejo de la gran escala y esa paleta vibrante, llena de trazos amarillos, rojos, verdes y azules, Frangella perteneció, junto a Guillermo Kuitca, Alfredo Prior y Marcia Schvartz –por mencionar solo algunos de los referentes más destacados– a la generación de artistas que en los años 80 protagonizaron el llamado “retorno a la pintura”. Una beca del Massachusets Institute of Technology (MIT) lo llevó en 1973 a Estados Unidos, donde trabajó como asistente de John Cage. Pocos años después se instaló de Nueva York y allí vivió hasta su muerte en 1990. Hasta el día de hoy, Frangella es un artista apenas conocido, dentro de una escena que empieza a encontrar un lugar en la historia del arte argentino. La muestra actual en la galería cobra, entonces, intención de rescate.
En la otra punta del continente Wojnarowicz había tenido una infancia difícil y una vida en los márgenes. Cuando en 1983 tomó, junto a su amigo, el también artista Mike Bidlo, el pier o embarcadero número 34 en la ribera del río Hudson, esos muelles eran una especie de hervidero creativo donde los muchachos del East Village neoyorquino compartían la libre exploración artística, el gesto contracultural y la genuina resistencia al sistema de las galerías. En ese espacio abierto y de gran escala, Wojnarowicz, cuya obra se había iniciado cerca
de la fotografía y el stencil, comenzó a experimentar con la pintura en una serie de murales improvisados. Hasta ese mismo espacio llegó Frangella, poco antes de que ambos emprendieran el viaje que los trajo hasta el CAyC.
Con la obra de una treintena de artistas estadounidenses envuelta en un tubo, Luis y David llegaron a una Buenos Aires en plena primavera democrática. Para Wojnarowicz, artista sensible a la realidad social y cultural de los entornos que habitaba, la ebullición de quienes, después de la larga noche de la dictadura, salíamos del agujero interior, fue un asidero creativo, lo mismo que la calle, sus afiches, sus publicidades y la parva de billetes circulantes que ya iniciaban en la Argentina su estrepitoso derrotero inflacionario. Así lo demuestran las pinturas de gesto espontáneo y tono corrosivo que realizó sobre carteles callejeros de espectáculos, o la osamenta de fiera realizada en papel (entre mapas y pesos con la cara del general San Martín) con las fauces irónicamente amordazadas por un alambre de púas, que ahora descansa en el centro de la galería.
Para Luis, de estética más plástica, más cercana a la “pintura-pintura” la mirada de David resultó un modo de refrescar la propia. Si, beca en mano, se había ido una década atrás a esa suerte de autoexilio que desde aquí le imponía la moral pacata de una sociedad que no toleraba las diferencias (ninguna, pero menos que menos las sexuales) ahora volvía para ver, de la mano sorprendida de su compañero de viaje, a una Buenos Aires abierta, pujante, esperanzada.
De a poco puede empezar a adivinarse la impronta plástica de Frangella en el trazo de Wojnarowicz, en la oscuridad trasnochadamente viva de sus fondos, sobre la que se despegan los colores brillantes. Y tanto en esa factura rápida, cercana al Street art con que realizaba sus ratas (el animal que se hizo plaga en el imaginario de Frangella) como en la amargura de sus torsos masculinos mutilados, censurados, imposibilitados de cualquier tipo de movimiento (más allá del que depara a nuestros ojos su paleta fluorescente) despacio comienza a percibirse, en la pintura del argentino, un contenido político solapado pero presente, casi una destilación distante, pero hecha carne, piel y acrílico.
Además de las obras que ambos artistas realizaron en su temporada argentina (en la que además de Buenos Aires visitaron las Cataratas, donde se marcaría tanto el final del viaje como el distanciamiento entre ellos) en Cosmocosa pueden verse los cuadernos de apuntes, con lúdicas e íntimas crónicas visuales, los afiches de las muestras realizadas (cada uno expuso de forma individual, Luis en la galería del Retiro, David en el CAyC, además de participar de la colectiva que traían en agenda) los catálogos y reseñas en los diarios.
Paradojas de la contracultura en tiempos del sistema del arte, mientras la galería porteña puja por hacerle un poco más de espacio a un artista fundamental como Frangella, el Museo Withney de Nueva York ofrece, en estos mismos días, una retrospectiva de Wojnarowicz. Sea como sea, el viaje que los artistas realizaron del muelle a las instituciones, tuvo una significativa escala en laArgentina. Y puede verse en Buenos Aires.