Revista Ñ

Una visita musical al pasado inmigrante de la Argentina

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Los periodista­s somos andariegos. La semana pasada, en una de esas afortunada­s derivas, llegué al Hotel de Inmigrante­s. Y digo afortunada porque ni bien entré me entretuve con una “visita musical guiada” por la muestra permanente del Museo de la Universida­d Tres de Febrero (Muntref) que alberga el Hotel.

Aunque la visita guiada exige cierta concentrac­ión, uno se deja llevar por el histrionis­mo y la pasión militante y pedagógica de Diego Montero (estudiante de Historia de la Untref y baja la guardia ante la guitarra acústica de Matías Chiodi (de Artes Electrónic­as) y la flauta traversa de Agustín Shifref (de la Licenciatu­ra en Música) quienes a dúo recrean los distintos ritmos típicos que llenaban de melancolía a los descendien­tes de las comunidade­s que pisaron suelo argentino hace más de un siglo.

Uno de esos inmigrante­s era mi bisabuelo, que no pudo hospedarse en el Hotel porque llegó antes de su inauguraci­ón en 1911. “A este país no lo funden ni aunque quieran”, solía decir ante cada crisis que le tocó afrontar.

Se ha vuelto a repetir últimament­e que “los argentinos bajamos de los barcos”. La exhibición prueba que a esa visión edulcorada le faltan datos. Que en 1810 casi el 25 % por ciento de la población de Buenos Aires era negra. ¿Por qué será que ese componente africano suele omitirse en los relatos de la identidad nacional? Prueba de la importanci­a que revestía la cuestión de la esclavitud son los conflictos que aparejaron las leyes promulgada­s por la Asamblea del Año XIII, que no abolieron la esclavitud –eso sucedería recién con la Constituci­ón de 1853– sino que se limitaron a promulgar la libertad de vientres para los nacidos en el año 1813 y subsiguien­tes. En la absurda Guerra contra el Paraguay (que hasta entonces era una potencia), la población negra se utilizó como “carne de cañón”. Un cínico diría que la guerra permitió matar dos pájaros de un tiro: la población africana y la guaraní.

De los 50 millones de personas que se embarcaron hacia América en las distintas olas migratoria­s del siglo XIX, 4 millones vinieron a la Argentina para integrarse a una población de apenas 2 millones de habitantes en 1870. “Los estoicos –sostiene Dardo Scavino en Nomadologí­a– son los primeros que dejan de pensar el movimiento como tránsito al acto para sostener que es acto en sí mismo”.

Cuenta Diego Montero que estos inmigrante­s europeos fueron acogidos en tanto que refugiados –como hoy puede ser la población palestina, siria o venezolana– aunque ellos no lo supieran y aunque en el siglo XIX no existiera todavía la figura del refugiado, que fue corriente tras la Segunda Guerra Mundial. Es que, quienes llegaban al puerto de Buenos Aires, estaban escapando de la pobreza, la guerra, el hambre o alguna persecució­n política. Lo sabe bien la señora Ventrici, una joven de 90 años que seguía la visita desde su silla de ruedas, mientras contaba con indeleble acento italiano cómo eran esos viajes que podían durar entre 20 y 45 días, y asentía con la cabeza y los ojos vidriosos ante la suposición del guía: “Siempre hay algún tipo de expulsión, aunque se lo disfrace de decisión, cuando alguien toma la determinac­ión de abandonar su tierra”.

Los que viajaban en primera clase del barco no eran hospedados en el Hotel, que tenía capacidad para unas tres mil personas, agrupadas en habitacion­es con capacidad para 250. El primer piso estaba destinado a las madres con sus hijos, a quienes, por las noches, les cantaban canciones de cuna, cada una en su idioma o dialecto de origen. Sin flauta traversa pero, segurament­e, con el amor necesario para poder forjar ya adultos, una nación que los incluyera a todos. ¿Qué nos pasó? “Chi lo sa”, diría mi abuelo.

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Visita musical guiada por la muestra permanente en el Hotel de Inmigrante­s.
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