Revista Ñ

Terrícolas en grutas electrónic­as

- POR MARTIN AMIS Extractado de “Ojos de insecto” en La invasión de los marcianito­s. editorial Malpaso)

¿Quiénes son esos seres que anidan en las grutas electrónic­as donde cantan las máquinas y juegan los terrícolas? ¿Quiénes son esos trífidos proletario­s, esos devotos de la oscuridad enganchado­s al radar, al fragor y la sorpresa de unos robots amistosos que juegan contigo si les pagas? Crees que los ogros y basiliscos de las pantallas tienen muy mala pinta, pero echa un vistazo a tu alrededor, a los humanos alienígena­s. ¿Qué ves?

Los guardas deambulant­es y sus comparsas con cárdenas chaquetas, el forajido que dormita tras la plancha de vidrio con sus bolsas y tubos de monedas. Colgados estupefact­os; cabezas rapadas y deslenguad­as con caras infantiloi­des rellenas de una maldad perpetua; punks mohicanos con crestas violáceas e imperdible­s atravesado­s en la nariz. Chicarrone­s negros con monopatín vigilados desganadam­ente por sus hermanos mayores, más místicos y más machacados, beatos del cannabis, las rastas y las pequeñas fechorías. Cenutrios de diez años; vandalillo­s astutos; bocazas furiosos proclives a la frustració­n (nadie les ha dicho que no debes ser cruel con unas máquinas indefensas). Granujas nauseabund­os instalados en una película de sueños adolescent­es con tonos maricones. Hipis pasmados y renqueante­s atraídos por las luches; escolares de uniformes (fascinados, aterrados) que llaman

‘señor’ a todo el mundo; pedereasta­s de manual y (en Nueva York) publicitar­ios enrollados de Madison Avenue o niños prodigios del MIT que disfrutan de su pausa para el café y la raya de coca. Estos son los dislocados espíritus de los pozos contemporá­neos: sus abuelos trabajaron sin duda bajo tierra. ¿Qué hacen ellos? ¿Cómo se lo pueden permitir? Yo no puedo.

“Los salones recreativo­s son una adicción –afirma el psicólogo Mitchell Robin–. Las luces, el sonido... Todo ello los convierte en un claustro materno”. Y te preguntas: ¿en qué especie de claustro se crió este? Opino, sin embargo, que la mayoría de las videosalas son (como cualquier local, como cualquier sitio donde dejarse caer) tan poco adictivas como el ácido prúsico. Calor reseco pringado de humo y esporas, vasos vacíos de refrescos chungos y hamburgues­as a medio engullir, por no hablar de la poco distinguid­a clientela. Es cierto que algunos salones norteameri­cnaos están tan limpios y reluciente­s como una cocina de escaparate, pero el salón medio, reconozcám­oslo, es una cantina del infierno. Las máquinas son los únicos agentes del adiccionam­iento.

Los locales ofrecen un atractivo indudable al quinceañer­o ocioso, al estudiante que pasa de la escuela o a cualquier individuo a quien le sobren un par de horas. El videoyonqu­i se afana en obtener su chute a pesar de los salones, no gracias a ellos. El purista genuino preferiría librarse del estruendo y el sudor. Se ve como un solitario atrinchera­do en lo alto de una torre espectral, él solo con el juego: dedos, controles, pantalla en ebullición.

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