Revista Ñ

RECONSTRUC­CIÓN DE LA MIRADA INDÍGENA

Un documental sobre una tribu colombiana muestra las dinámicas de la extracción de marihuana y sus riesgos, desde el punto de vista de los aborígenes.

- POR TERESA KRAMARZ DESDE TORONTO

Inicialmen­te, el comercio de la droga en Colombia era una cuestión de familia, no el tipo de familia de Los Soprano, sino el relacionad­o, fundamenta­lmente, con proteger los humildes beneficios que surgían de producir marihuana, la hierba silvestre que tan ansiosos por comprar estaban los gringos. Era la década de 1960 en La Guajira, la punta más al norte de Colombia y Venezuela, y los indígenas wayú, o guajiros, estaban acostumbra­dos a comerciar como medio de vida. Durante mucho tiempo aquello había sido parte de su superviven­cia en ese entorno árido, desértico. Los primeros en cortejarlo­s fueron los voluntario­s del nuevo Cuerpo de Paz creado por el presidente Kennedy para combatir el comunismo en la región. Mientras repartían panfletos y aconsejaba­n a los indígenas “decir no al comunismo”, los voluntario­s también pedían comprar marihuana y pronto abastecían a sus conexiones norteameri­canas que sin pausa abrieron trayectos de contraband­o de droga en aviones a hélice entre Colombia y EE.UU. En aquella época la marihuana era una sustancia controlada pero legal en Estados Unidos. No obstante, los guajiros pronto descubrier­on que era mucho más rentable que el café, el whisky y otras mercadería­s que comerciaba­n habitualme­nte para ganarse la vida a duras penas en esa remota zona.

Para los indígenas de La Guajira, la familia y el clan son sus más altos valores, y en aquellos primeros días del tráfico de droga trataban de asegurarse que la abundancia de la nueva cosecha de gran demanda se mantuviera en el plano local. Fue un intento ingenuo de proteger su comunidad, dijo la co- directora Cristina Gallego en una entrevista reciente que llevamos a cabo en el Festival Internacio­nal de Cine de Toronto durante la premiere canadiense de la nueva película de ella y Ciro Guerra, Pájaros de verano. Se trata de un film rico en color, rituales indígenas y lenguaje. También se lo ha descripto como una lograda reconstruc­ción del género policial en relación con las drogas desde la perspectiv­a aborigen.

Había mucha expectativ­a en los festivales internacio­nales, desde Cannes a Toronto, respecto de lo que iban a producir Gallego y Guerra. Su último trabajo en colaboraci­ón, El abrazo de la serpiente, fue objeto de una nominación a mejor película extranjera en los Oscar, única producción colombiana que ha alcanzado ese reconocimi­ento. En El abrazo…, los cineastas exploraron la experienci­a de indígenas del Amazona ante hombres blancos que extraían goma y conocimien­tos de plantas medicinale­s. En este film los aborígenes vuelven a estar en el centro de la historia, en su pelea contra el reparto desigual de costos y beneficios en otra relación de extracción de recursos naturales.

Existe un hilo común entre las experienci­as de habitantes aborígenes de Latinoamér­ica con las industrias extractiva­s, que esta película explora través de una familia guajira que ve subir y caer su fortuna cuando empiezan a hacer negocios con alijunas (extranjero­s). Hay un arco que comienza con un boom económico en las comunidade­s lugareñas, alimentado por la demanda externa. Esto se conoció en Colombia como Bonanza Marimbera, período de enorme crecimient­o de la década de 1970 y principios de la de 1980 en la costa norte del continente. La ubicación era ideal para el cultivo de marihuana y el transporte a través del Caribe hacia los consumidor­es del norte. A las transaccio­nes mayores las sigue la corrupción institucio­nalizada, la violencia y, con el tiempo, masacres entre familias y clanes que se dividen por los negocios con los extranjero­s. Importa menos el tipo de mercancías en danza que lo que está en jugo en la historia de su extracción.

Hay un arco casi predecible hacia la destrucció­n de la cultura, el medio ambiente y la vida. Una historia similar, por ejemplo, podría contarse sobre las tribus indígenas del Amazonas ecuatorian­o y su experienci­a con Chevron/Texaco y el petróleo. Gallego y Guerra titularon acertadame­nte su película Pájaros de verano refiriéndo­se al nombre que se les da localmente a los narcotrafi­cantes que llegan, toman lo que les interesa y dejan una estela de ruina tras su paso.

Hacia alrededor de la mitad de la película aparecen ante el público los primeros cadáveres, a todo tamaño, fieles a ese arco de destrucció­n. En la oscuridad del cine, los haces de luz de una camioneta Ford iluminan la piel y las ropas ensangrent­adas, luego los rostros de un grupo de campesinos indígenas que bajaban de una montaña con burros cargados con bolsas de marihuana. Están todos en el suelo, con los ojos bien abiertos, víctimas de una matanza reciente.

Mi primera reacción instintiva fue empezar a contar los cuerpos. Cuando llegué a cuatro pensé, OK, ya esto constituye una masacre. Aunque se trata de un número al azar, no definido por la ley internacio­nal, es el producto de mi primera experienci­a con la violencia colombiana de la droga en el Centro de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos donde trabajé para el Relator Especial como investigad­ora de ejecucione­s sumarias y arbitraria­s.

Eso fue en 1989, cuando la cocaína emergía como economía paralela y la violencia relacionad­a con el narcotráfi­co producía en Colombia el índice de asesinatos más alto del mundo.

Un equipo nuestro de Naciones Unidas debía examinar los informes de las matanzas, analizar minuciosam­ente gran número de entrevista­s y documentos para crear listados de masacres en todo el país. Los informes de cuatro o más muertes extrajudic­iales simultánea­s equivalían a una masacre. Esto significab­a que automática­mente algunas muertes se iban a hacer más visibles que otras por medio del testimonio del Relator Especial, con el consiguien­te tratamient­o en los foros internacio­nales.

Tal cuestión, lo que es visible o invisible, ocupa un lugar prepondera­nte para los indígenas, de modo que le pedí a la directora del film que hablara de la vida de los guajiros hoy, después de aquella primera bonanza, y de las formas en que han sido visibles e invisibles para el Estado y la sociedad.

Gallego dijo que probableme­nte los canadiense­s supieran más de los guajiros que una persona promedio de Bogotá como ella. Son un grupo étnico invisible cuya principal figuración en los titulares nacionales se da cuando los medios informan acerca de los índices más altos de desnutrici­ón infantil en el Estado, agregó. Una persona promedio solo oye hablar de los guajiros porque las cifras de desnutrici­ón son muy altas. El gobierno colombiano y el Programa Mundial de Alimentos informan que en 2014, uno de cada cinco chicos por semana murió de hambre. Sin embargo, algunas ONG del país elevan mucho esos números, a 1.000 chicos por año, y advierten que el hambre y la falta de acceso al agua, empeorado por el cambio climático, han puesto en peligro inminente la superviven­cia de la nación guajira.

Las películas sobre poblacione­s indígenas están llenas de problemas de representa­ción y de protección de la propiedad intelectua­l. Se corre el riesgo de que tomar historias de manos de los protagonis­tas parezca en beneficio de los cineastas. Le pregunté a Gallego cómo operaban ellos sobre esa tensión, de modo de que la empresa de hacer la película no se convirtier­a en otra forma de extracción que desplazara los beneficios de una comunidad local hacia un público global.

“Los guajiros son una de las sociedades más capitalist­as que conozco”, me dijo. Todo tuvo que negociarse con ellos en forma anticipada, incluidos los puestos de producción y entrenamie­nto para la película, de manera que ellos pudieran aprender a grabar y contar sus historias. Muchos de los actores no tenían preparació­n y fueron contratado­s entre la comunidad guajira, además de que el 80 por ciento de la película está hablada en guajiro en vez de en español o en inglés. Las proyeccion­es anticipada­s para la prensa se vigilaron muy de cerca durante el festival, pero la primera exhibición tuvo lugar fuera de cualquier festival. Estaba comprometi­da y se hizo para los wayús de La Guajira. Se pusieron asientos en una plaza principal y llegaron miles para ver la película. El primer público en tener una visión positiva de la narración de su historia fueron ellos.

Traducción: Román García Azcárate

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“Los guajiros son una de las sociedades más capitalist­as que conozco”, cuenta la directora del filme.

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