Entre los límites de la inteligencia y de la religión
Clásico. Un original ensayo, publicado en 1834, sobre las vidas de personajes reales e imaginarios relacionados con la magia.
En 1976 Philip Dick se quejó de no poder seguir con una idea propia (la novela Deus Irae) por falta de conocimientos teológicos. No sabemos cuándo aportó Roger Zelazny, su colaborador, pero Vidas de nigromantes de William Godwin, sin adscribirse a la teología, pudo haberlo ayudado, como ayudó a los poetas románticos del siglo XIX a imaginar con celo sus desproporciones y laberintos de desamparo. No podemos limitarlo a eso tampoco, porque el alcance de estas vidas, contadas con un gran sentido de la palabra en el tiempo de su tiempo, pudieron influir tanto a Aldous Huxley (Urbain Grandier, Los demonios de Loudun) como a Demon Albarn para su ingeniosa y breve ópera sobre el Doctor John Dee.
William Godwin había sido pastor protestante antes de casarse con Mary Wollstonecraft, cuya vida escribió. Procrearon a Mary Shelley, que procreó a su vez a Frankenstein, ese Prometeo de remiendos, a medio camino entre el gólem y el Sartor Resartus. No es todo lo que de él pue- de decirse, aunque la solapa de Vidas de nigromantes se encarga con sigilo de retacear que escribió novelas, de las cuales Caleb Williams (ya que así se abrevia Las cosas como son, o la aventuras de tal sujeto) fue la más conocida.
Esas mismas consideraciones, sin embargo, podrían sugerir un punto de convergencia que se proyecta hacia el futuro y hacia el pasado: Godwin, que estudió en Norwich, donde se eleva una estatua a Thomas Browne, escribió también Un ensayo sobre sepulcros, cuya vinculación con el Urn Burial de Browne es inequívoca. El modo en que la novela antes mencionada maltrata las ideas del siglo XVIII entronca con los maltratos que supo darle a las del diecinueve Thomas Love Peacock (que de alguna manera anticipó también al hoy tan maltratado Aldous Huxley). Curiosidades de la sucesión y la justicia poética: Peacock puso en tono de solfa frivolidades del romanticismo que de alguna manera la generosidad filosófica de Godwin apañó.
La justicia, incluso una arbitrada tan despistadamente como la literaria, pertenece al mundo de las aspiraciones o las hipótesis. En ese sentido, estas vidas de Godwin se asemejan a recuentos esenciales, imbuidos de la vida de sus protagonistas, cuya inteligente y sintética redacción provoca también discernimiento acerca de los límites de la inteligencia y los de la religión. La historia que a partir de estas historias parciales se cuenta, redescubre, de Zoroastro a Cromwell, un seguimiento de las ideas cuya visibilidad no tiene parangón. Con la inteligencia laboriosa de haber implementado rudimentos de la cibernética en un mundo en el que no había intervenido aun Steve Jobs (que introdujo, sin duda, dosis de esteticismo), Norbert Wiener recalcó la falta
de encanto de los diversos ejercicios de la inteligencia artificial, de los robots de Capek a las maquinarias de Turing, a la vez que un recolector de objetos de aparente fealdad, Marcel Duchamp, encontró que el poder del arte se asimila mejor a la de la fe religiosa o a la atracción sexual.
Provisto de elementos que hoy atribuiríamos a nada muy exacto, a una magia tutelar absorta en un torbellino incrédulo, Godwin nos convoca como lectores curiosos con unas historias apasionantes e imprescindibles, en libro magnífico, que, aparte, nos deja imaginar en la historia un jardín de senderos que se bifurcan. Nada puede decirse, en cambio, a favor de la traducción de Iñaki Domínguez Gregorio, excepto que es modestísima solo cuando no es penosa.