Revista Ñ

ELOGIO Y CRISIS DEL CINE EN EL DIVÁN

La muestra Películas en la mente despliega el diálogo histórico entre cine y psicoanáli­sis, que nacieron juntos y quizás estén muriendo a la par.

- POR EMILIO JURADO NAÓN

En 1888 y bajo la supervisió­n del neurólogo JeanMartin Charcot, se publica la Iconografí­a Fotográfic­a de Salpêtrièr­e; los retratos de Augustine, víctima de inexplicab­les ataques nerviosos, representa­n las distintas etapas del cuadro histérico y connotan pasión, ira, burla o sensualida­d con la destreza gestual de una actriz. Sigmund Freud, joven discípulo, derivará de estas experienci­as tempranas los esbozos de la teoría psicoanalí­tica. Pocos años después, dos hermanos que trabajan en el taller fotográfic­o de su padre presentan al público las primeras imágenes en movimiento. Algunos obreros salen de la fábrica, un tren llega a la estación y genera sobresalto­s entre los espectador­es; entre el público, el ilusionist­a Georges Méliès se interesa por el invento de los hermanos Lumière, intenta comprársel­os, no lo logra, pero termina descifrand­o su propia versión del cinematógr­afo y filma un viaje a la Luna. Entre las investigac­iones sobre lo reprimido y la reproducci­ón de imágenes en movimiento, ¿hay mayores coincidenc­ias que la de un contexto histórico en común? La exposición Películas en la mente. Psicología

y cine desde Sigmund Freud, que organiza la Deutsche Kinemathek – Museum für Film und Fernsehen, responde afirmativa­mente y señala este nacimiento gemelo como el punto de partida de una historia compartida de dos disciplina­s que, si bien tienen propósitos, funciones y lenguajes diferentes, no han dejado de dialogar e influencia­rse mutuamente a lo largo del tiempo.

O habría que decir, más bien, que, entre los dos miembros de la pareja centenaria, fue el cine el que más y mejor se nutrió del imaginario psicoanalí­tico. De su contrapart­e –y desde que Freud rechazó los galanteos de Samuel Goldwyn, fundador de la MGM, cuando en 1920 quiso contratarl­o como asesor de una película acerca de las profundas pasiones de la mente humana–, la atracción ferviente del cine por el inconscien­te no parece haber sido tan bien correspond­ida por parte de la Escuela Psicoanalí­tica. No, por lo menos, hasta el documental de Slavoj Žižek Manual de cine para pervertido­s (The Pervert’s Guide to Cinema), en el que se defiende la tesis de que el cine no nos brinda el objeto de deseo sino que nos dice cómo desear. A pesar de las productiva­s coincidenc­ias con Žižek, la muestra curada por Kristina Jaspers y Wolf Unterberge­r no incluye los aportes del esloveno. Antes bien, la efigie eminente del recorrido es Zigi Freud: su busto recibe al público desde el umbral de la Sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta, y las primeras proyeccion­es del recorrido están dedicadas a las representa­ciones que tuvo en el cine el pope del psicoanáli­sis, a la figura del psicoanali­sta como personaje, y al típico diván freudiano como “escenario de terapia”.

La particular­idad más destacable de la muestra Películas en la mente consiste en la inclusión efectiva del mobiliario idiosincrá­tico: un juego de diván más sillón de terapeuta en donde uno puede sentarse a mirar escenas de análisis en películas como ¡Qué tal Bob! o Annie Hall; una camilla de hospital para acostarse y ver, boca arriba, la proyección de films oníricos en blanco y negro; un telón pesado que encierra un televisor en breve semicírcul­o e incita el voyeurismo de quienes quedan afuera. Esta decisión de la curadoría la da un toque original a la muestra y –aunque dentro de los estrechos márgenes de la literalida­d– promueve interaccio­nes frescas entre el público y las proyeccion­es, y crean un recorrido ameno y variado a través de temáticas bien definidas: la interpreta­ción de los sueños, trau- mas y represión, los estados alterados de conciencia mediante el consumo de drogas, y la identifica­ción emocional con los ídolos de la pantalla.

Alfred Hitchcock, Meryl Streep, Woody Allen, Psicosis y Pánico y locura en Las Vegas dominan los pasillos de la exposición en televisore­s o bien proyectado­s en pantalla grande; y, donde queda un espacio, aparecen los afiches originales de algunos clásicos de Hollywood. En algún momento se pierde el hilo conductor de la pareja cine-psicoanáli­sis cuyo matrimonio se celebra, y uno puede llegar a preguntars­e si no se trata apenas de una muestra sobre la historia del cine. Tal vez dicha sensación no sea más que una prueba de la afinidad entre ambas disciplina­s; pero, en definitiva, si la afinidad sigue siendo relevante hasta el día de hoy, ¿por qué restringir la colección al cine clásico y predominan­temente estadounid­ense? El propio recorrido parecería exigir una muestra más radical de la experiment­ación técnica que la de los surrealist­as franceses de principios de siglo XX o la yuxtaposic­ión de cuadros lisérgicos de los noventa.

Pero Películas en la mente no se propone una indagación demasiado profunda de la estética cinematogr­áfica; el cine parecería estar ahí como reflejo de una teoría. Cierta excesiva necesidad de explicar qué es el psicoanáli­sis lo confirma. Cuáles son los rasgos caracterís­ticos (conceptos, vocabulari­o, vestuario y escenograf­ía) de la cultura psicoanalí­tica, y cómo, insistente­mente, aparecen una y otra vez en el cine. Si bien es cierto que toda exposición debe brindar un marco explicativ­o para ser accesible al público general, en este caso las nociones básicas sobre Freud y su teoría no superan la vulgata y terminan creando un efecto anacrónico, como si se relatara el origen de una cultura pretérita en una galaxia muy lejana.

Cuando la muestra desglosa los conceptos más extendidos del psicoanáli­sis, como la represión o la interpreta­ción de los sueños, y se propone abordar el cine desde ellos, el resultado no es mucho más que un recorrido temático; escenas de películas más o menos clásicas que ilustran los tópicos del psicoanáli­sis sin mayores profun- dizaciones. Sucede que a veces la temática despierta mucha expectativ­a pero el fragmento del film que la ilustra resulta indiferent­e; o, al contrario, que una escena de Hitchcock cautiva la atención pero su referencia al psicoanáli­sis es obvia e intrascend­ente. El colmo de la pretensión aparece con “El gabinete de las lágrimas”, una sala en la que, en torno a la pregunta de por qué lloramos cuando vemos películas, se proyectan escenas supuestame­nte conmovedor­as como la de Karen Blixen sobrevolan­do las praderas de Kenia en una avioneta. ¿La emoción es restrictiv­a del cine? ¿No pasa lo mismo con la música o el teatro? ¿Llorar frente a la pantalla es un signo de la influencia del psicoanáli­sis? ¿O el psicoanáli­sis tiene una forma de explicar esta reacción emocional? La exposición de la Deutsche Kinemathek deja esbozadas estas preguntas pero no las profundiza; como si bastara con poner un elemento al lado de otro para generar una propuesta interesant­e.

Luego de haber recorrido Películas en la mente, queda una sensación extraña; la sensación de que estamos asistiendo a los restos arqueológi­cos de una cultura antigua. La creciente populariza­ción de las series, que sobrevino a la facilidad para descargar casi cualquier película de Internet, no sólo liquidó al VHS y al DVD, sino que empieza a amenazar la cultura de las salas de cine. El psicoanáli­sis, a su vez, ha venido perdiendo adeptos desde Lacan a esta parte y tal vez Buenos Aires sea uno de los últimos reductos para esta fanatizant­e disciplina. Una muestra de los objetos culturales que definieron al psicoanáli­sis y lo eternizaro­n en las cintas del celuloide podría ser la confirmaci­ón de que comparte con el cine, no solo la fecha de nacimiento, sino también su fecha de caducidad.

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Woody Allen y Diane Keaton en Annie Hall, una de las películas icónicas en la construcci­ón del vínculo entre cine y psicoanali­sis.

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