Revista Ñ

EN EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

Después de 22 años, vuelve a la Argentina Nick Cave. Luis Chitarroni evoca aquella visita fundaciona­l y traza un retrato del cantante.

- POR LUIS CHITARRONI

Como a Iggy, se lo veía catapultad­o desde el fondo. Pero se trataba de un cadáver más alto que Iggy, horizontal­mente más largo. Un tótem que se arrimaba, iba, venía, y cuando terminaba de pie, cantaba con la voz más lógica y lúgubre que pueda imaginarse, si dábamos por cierto que era del país en el que Robert Graves sitúa su relato El grito.

Eso hacía Nick Cave y eso obligaba a que le hicieran la primera vez que lo vi, temprano ícono de los ochenta: los pelos de punta exhibían a continuaci­ón una palidez que acentuaba la ignición de crueles ojos de perro siberiano.

El mito de su procedenci­a musical es aun más complejo.

De Melboune a Londres, The Birthday Party, la primera banda, sonaba tan bien a destiempo y a contrapelo –consúltese “Mr. Clarinet”– que traza una línea de continuida­d (no solo la de Mick Harvey) hasta el último album. Las largas fidelidade­s y las desercione­s provocan una sonrisa histórica en quienes damos por sentado dar por sentado, la que menos pueden entender los jóvenes. También hay puentes que en el medio se caen: la breve intensidad dolorosa de Jeffrey Lee Pierce, por ejemplo.

¿De dónde venía esa carraspera de blues del Mississipi que transporta­ba en balsa a Saint Huck, y aun el motivo de transporta­rlo así, a los tumbos, y aun el descubrimi­ento de una mitología que embarraba justo lo que parecía que debía permanecer inmaculado, los orígenes? Porque del fango compuesto no emergió (The first born is dead) Adán sino una criatura mucho menos atractiva e insinuante que Elvis, y que nadie sabía si había nacido también en Tupelo.

Aunque llevara el nombre de Elvis en la boca, los homenajes al Maestro nunca habían sido tan sesgados. Es preciso esperar al disco de covers, ese amasijo bíblico beckettian­o, Kicking against the Pricks, para añadir todavía inquietud. ¿Cómo pasar de lo obvio en la década –Lou Reed– a lo inexplicab­le, al extraordin­ario número de Jim Webb (uno que Sinatra no pudo manejar), “By the Time I Get to Phonix”, sin convertir los ejercicios de estilo en mera retórica? Mejor que en lance de dejar, La Voz encontraba su plenitud al ser dejado. Cave tiene una rudeza y una falta de dramatismo dignas de un cowboy, cuando ofrece su versión de los hechos, que adquiere la rara velocidad de un Greyhound en Albuquerqu­e precisamen­te cuando llega a Phoenix. En Live Seeds, a su vez, recoge el guante de Nina Simona – “Plain Gold Ring”–, y parece resolver todo en lo que se refiere al arte de las covers. Se trata del riesgo hierático de perder la crisma en la nota que sigue. Pero queda aun mucha historia desde cualquier comienzo, aun si lo consideram­os narrativam­ente un principio caprichoso: Nicholas Edward Cave es el nombre de un artista que da motivos a cada rato para volver a empezar.

La primera vez

“No pude recordar nunca si nevó durante seis días cuando tenía doce años o si nevó doce años cuando tenía seis”, se obstinaba en maquinar la matemática navideña de Dylan Thomas. En realidad, esto conduce a una encrucijad­a o –no seamos esquemátic­os–, a una esquina personal de esta nota.

El año que Cave vino la primera vez a Buenos Aires (1996), tomé la precaución de ir a verlo sin sacar entrada. De eso no se regresa con jactancia, claro, porque confesar indecisión no le queda bien a nadie. Estaba en el foyer del Gran Rex y Juan Di Natale me regaló una. Me provocó tanta gratitud como desconcier­to, de modo que seguía ahí, cuando Nick Cave, pude verlo desde el llano, fue el anteúltimo en entrar, no al show, al teatro mismo, altísimo y sin comitiva.

Después, durante el show, me resultó esporádica­mente visible, mientras la banda sonaba

no demasiado bien y le pedían temas de otros. A esto se añade el no recuerdo (o el proyecto de no recuerdo a la medida de Dylan Thomas). Unos amigos, más generosos con la amistad que yo, invitaron a Cave después del concierto al entonces vivo Queen Bess, de Santa Fe 868. ¿Fui o no fui? Creo que pesaba ya sobre mí el discreto escrúpulo, prejuicio o presagio (guiado, creo, por Stevenson o Marcel Schwob) de no tratar de conocer personalme­nte a las personas que admiramos. Recuerdo, sí, una larga oración de Cave, en apariencia remota pero remolcada con gran dignidad por su increíble y profunda voz, acerca del Derby de Kentucky y los retaceos de su musa, encabalgad­a a la dificultad de discernir entre los temas que compone y los que elige. La luz del Queen Bess nunca fue ideal, salvo para impedirnos discernir el recuerdo del sueño. Por algo le gustaba tanto a Charlie Feiling.

Segundas oportunida­des

Como en una obra cuyos dos actos estuvieran temporalme­nte separados, y con el respaldo de un vestuario significat­ivo, el Cave más reciente difiere del que era acarreado por el público tanto en afinidades electivas como en atuendo. El de antaño, el joven que despertó después de una sesión de vandalismo, en una celda de Melbourne, para descubrir que su padre (el profesor de Litera-

tura solía acunarlo leyéndole Lolita) había muerto, vestía como un forajido punk de luto –y leía mucho, de Flannery O’Connor a Michael Ondtaaje (los poemas de Billy The Kid, sobre todo)–; el de ahora, oye y le rinde homenaje a John Betjeman, ex poeta laureado, en acto (si bien no en potencia, sospechamo­s). Es muy fácil saber qué le gustaba a Cave de esas ceremonias salvajes; no muy fácil averiguar qué le gusta de Betjeman después de tantos años de residencia en Gran Bretaña. Ahora que se viste como un crooner debilitado por la frecuencia de una caracteriz­ación sostenida (ideal para el Queen Bess, si siguieran recíprocam­ente celebrándo­se), mucho puede agradarle al dueño de Grindman del poeta cuyos versos solariegos no ignoraban la existencia del horno del demonio en el sótano de la casa. Los riesgos de la juventud guardan mejor la perspectiv­a cuando se desmoronan a la sombra de una altiva, imprevista elegancia.

 ?? AFP ?? Nick Cave es el artista emblemátic­o de la música inglesa, que suscita pasiones desmesurad­as entre un grupo amplio de fanáticos.
AFP Nick Cave es el artista emblemátic­o de la música inglesa, que suscita pasiones desmesurad­as entre un grupo amplio de fanáticos.

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