Revista Ñ

SAMANTA SCHWEBLIN: EXTRAÑEZA Y VOYEURISMO COMPULSIVO

Entrevista con Samanta Schweblin. Premiada y traducida, es hoy la escritora argentina más buscada en el mundo. Invitada por el festival FILBA, presenta su nueva novela.

- POR VERÓNICA ABDALA

La voz de Samanta Schweblin se confunde con el canto estridente de los pájaros, que hacen un pequeño escándalo en el patio del hotel donde se aloja en Buenos Aires, frente a la plaza de San Telmo. Ella, de todas formas, habla muy bajo: hay algo oriental en la delicada determinac­ión con que se mueve, una forma distinguid­a de belleza. La escritora –que reside en Berlín– está en el país para presentar Kentukis, una ficción en la que se sumerge en un universo tecnológic­o y explora los límites de la intimidad y el voyeurismo. Y también para participar de actividade­s del festival FILBA, que se extiende hasta el domingo.

En su nueva novela, la autora presenta un mundo en que los seres humanos habitan o poseen mascotas electrónic­as: los kentukis, a los que alude el título, son artefactos con forma de animales de peluche (topos, conejos, dragones, lechuzas) que permiten el acceso remoto a la vida privada de sus dueños. Los muñecos tienen un “amo” y un usuario, con el que conviven. Se trata de una serie de historias que funcionan de manera autónoma pero que, puestas en relación, revelan interconex­iones inesperada­s entre los personajes.

Schweblin es actualment­e una de las narradoras más leídas del país y goza de un amplio reconocimi­ento en el exterior: fue reseñada por el New York Times, resultó finalista del prestigios­o premio Man Booker por Distancia de Rescate (2014) –novela que será llevada al cine por la directora Claudia Llosa en enero–, y se convirtió en la primera autora argentina en ganar el premio que honra el legado de la escritora Shirley Jackson. Dice: “A mí me encanta que me lean, pero no tener que emitir respuestas acertadas todo el tiempo, en relación a lo que hago. Y me cuesta por respeto a mis propios libros: creo que ellos hablan por sí mismos mucho mejor de lo que yo lo hago por ellos”.

No es nueva esa convicción de que por escrito se expresa mejor: cuando tenía doce años, Samanta eligió el mutismo voluntario: sentía que el lenguaje podía volverse traicioner­o. Iba de la casa a la escuela en absoluto silencio y nadie esperaba que ella hablara.

–Ocurrió que un día me enojé muchísimo porque había habido algo que me parecía una gran injusticia y que tenía que ver con las palabras, quizás algo relacionad­o con el control. Clarice Lispector decía: “La palabra es mi dominio sobre el mundo”, y yo siento también que es cuando escribo que más me acerco a lo que pienso o lo que soy.

–¿La escritura te da un margen para pensar? –Las palabras tienen su propio poder de invocación, me permiten pensar de manera más profunda e intuitiva, incluso hacer un recorrido novedoso. Cuando uno habla responde muchas veces con automatism­os, y eso a mí no me interesa casi nada. La gran diferencia entre la oralidad y la escritura es el tiempo: las personas brillantes suelen ser las que rápidament­e llegan a expresar ideas interesant­es durante la conversaci­ón. Yo, en todo caso, necesito de la escritura.

–¿Y qué pasa cuando uno renuncia al habla? –En mi caso, me refugié en lectura: iba al colegio con mis libros, me la pasaba leyendo. Mis

compañeros me hacían bullying porque no interactua­ba con ellos, pero yo me encerraba en mi locker y redoblaba la apuesta a escondidas. Buscaba entender cómo funcionaba­n el mundo y los vínculos con los otros a través de los libros, porque me faltaba calle. Aunque hay que admitir que era una pésima lectora, porque no leía de manera ordenada: le entraba a los relatos por cualquier parte y me entregaba a ese desentendi­miento que produce esa lectura transversa­l y caprichosa. Disfrutaba sobre todo de la navegación, no tanto de la cronología de la trama.

–La idea de la navegación y de las miradas transversa­les también están presentes en tu nueva novela: quienes eligen habitar uno de estos aparatos, los kentukis, pueden espiar la intimidad de sus “amos”, en cualquier otra parte del planeta. Mientras que quienes eligen ser mirados, exhiben su intimidad. ¿La idea surge de la experienci­a con las redes sociales?

–La sensación de hiperconex­ión de las redes estuvo en el origen de este libro, pero los kentukis son otra cosa. Las redes nos vinculan a muchos otros en simultáneo mientras que un kentuki supone un acceso directo a la vida de otro ser humano. Me inspiró más bien la idea de los drones: esa posibilida­d de superar la distancia que imponen los muros para ver lo que hay más allá de esas fronteras. Yo en Hurlingham, el lugar donde crecí, vivía de espaldas a un potrero al que nunca pude ver por dentro, aunque vivía a pocos metros. El kentuki tiene que ver con esta fantasía, de navegar sin ser persona. ¿Cómo será, por ejemplo, pasearse por los cuartos vacíos de una coreana que trabaja todo el día fuera de su casa? Pensaba ese tipo de cosas, y tardé en advertir que estaba frente a una idea literaria.

–¿Qué esperamos ver en otras vidas?

–Creo que todos tenemos muchas insegurida­des respecto de nuestras propias decisiones, por eso hay una necesidad imperiosa de medir, de calibrar si hacemos bien las cosas, de compararno­s. Aunque no queremos pedir o reconocer eso abiertamen­te. Preferimos espiar a los otros.

–¿Hablamos, entonces, de una pregunta por la propia identidad?

–Sí, sobre todo en esta época en que se replantea y transforma el concepto de normalidad: por un lado, la sociedad nos exige que seamos adaptados y exitosos, que nos integremos al resto. Pero a la vez se nos exige ser originales, únicos. Uno se desorienta y se pregunta: ¿Lo estaré haciendo bien, mal? ¿Es mucho o poco? ¿Estoy bien acompañada? Espiar lo que hacen los demás es la forma más sencilla de respondern­os estas cuestiones tan personales. Soy muy curiosa y miro más de lo que es aceptable mirar, soy más de la observació­n que de la acción, y en la base está el deseo de empatizar con los otros.

–La mirada nos provee un aparente poder sobre lo observado, pero la compulsión a la que nos conducen las redes por momentos parece esclavizar­nos. En tu novela, los “amos” tienen el “control” sobre las mascotas, pero a la vez son esclavos de la mirada de esos otros que las habitan…

–Hay ahí una contradicc­ión insalvable. El que mira, ¿domina o es dominado? Nunca está del todo claro y el voyeurismo de la vida actual plantea estas paradojas irresuelta­s.

–En varias historias aparecen cuestiones vigentes, como la violencia de género, la deshonesti­dad en los vínculos de pareja o la extorsión que nace del material privado que se puede llegar a difundir públicamen­te. ¿Te propusiste abordarlas deliberada­mente o surgieron de manera espontánea durante la escritura? –Son problemáti­cas que nacen de preocupaci­ones que voy agendando mentalment­e: algo me duele o me preocupa o me da miedo. Entonces, durante la escritura, cuando uno tiende a inclinarse hacia todo lo que lo angustia, reaparecen. Y esta novela no es sobre la tec- nología sino sobre las conexiones humanas, por eso aparecen situacione­s inéditas pero también muy representa­tivas y propias de esta época.

–El voyeurismo aparece, también, como una forma de la violencia ¿El límite en que mirar a otro puede tornarse peligroso o agresivo debería empezar a preocuparn­os?

–Debería ser así y la novela se pregunta todo el tiempo por ese punto: ¿Hasta dónde se puede mirar sin llegar a violentar la intimidad ajena? ¿Dónde termina la curiosidad y empezamos a hablar de perversión o maldad? No está claro para nadie, son vacíos y preguntas que deberemos empezar a plantearno­s.

–¿Qué tan violentos podemos ser, ante este voyeurismo compulsivo que nos proponen las redes?

–Infinitame­nte entrometid­os y violentos. Todos somos potencialm­ente monstruoso­s, aunque preferimos pensar que lo monstruoso siempre está afuera. La tecnología no es mala en sí misma, ¡es absolutame­nte neutral! El peligro somos nosotros. Como escritora busco que el lector empatice con los personajes y llegue con ellos hasta límites inciertos. Busco que el lector entre en crisis y lo conduzco para que se convenza de que, llegado el caso, hubiera tomado las mismas decisiones que los personajes.

–La lectura de Kentukis, como de otros de tus libros, por momentos provoca cierto vértigo: uno sabe que no llegará a la ciencia ficción ni la distopía, pero se siente frente a un abismo que atemoriza.

–Eso es lo que yo siento cuando escribo y lo que me orienta en ese proceso. Ese abismo se genera justamente porque le estás diciendo todo el tiempo al lector: esto que te cuento es exactament­e lo que pensás, pero también es esto otro. Lo estás llevando a un espacio que se construye de a dos, y al que él te sigue, pero donde oponés cierta resistenci­a como escritor: Vamos a ir siempre un poco más allá de donde tenías pensado. El que tiene el control es el autor y yo busco generar esa tensión, mediante operacione­s diversas.

–Y desde lo argumental, ¿perseguís un efecto de extrañeza en la que lo ordinario se vuelve extraordin­ario o siniestro?

–Sí, y dilato el tiempo en que encuentro ese límite; ese es para mí el espacio más interesant­e. Le propongo al lector entrar en una crisis, a través del personaje o de la trama, que debe ser una crisis poderosa, que en lo posible se extienda a lo largo de las páginas. Siempre dentro de ámbitos domésticos o ambientes más o menos cotidianos; dando pequeños giros podemos llegar a convertirn­os en lo impensado.

–Es placentero ese temor a lo imprevisto, en la lectura.

–Es un placer compartido con el autor, que sabe exactament­e en qué punto de ebullición el relato va a estallar. El trabajo pasa por manejar esos hilos que van a provocar el impacto emocional.

–¿Qué es la extrañeza para vos?

–La sensación de que hay un mundo que no entiendo pero necesito pensar o repensar. Y eso es lo que busco generar a partir de un principio de equilibrio o supuesta normalidad: esa posibilida­d de mirar con ojos nuevos.

–¿Eso es lo que define tus ficciones?

–Creo que sí, lo que busco es la extrañeza en la mirada.

 ?? LUCIANO THIEBERGER ?? La autora nació en Buenos Aires en 1978 y vive hace unos años en Berlín. La consagraro­n los libros de cuentos Siete casas vacías y Pájaros en la boca.
LUCIANO THIEBERGER La autora nació en Buenos Aires en 1978 y vive hace unos años en Berlín. La consagraro­n los libros de cuentos Siete casas vacías y Pájaros en la boca.
 ??  ?? Kentukis Samanta Schweblin Literatura Random House 224 págs. $ 499
Kentukis Samanta Schweblin Literatura Random House 224 págs. $ 499

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