Revista Ñ

La clase obrera irá al paraíso solo si se automatiza

Argentina. El autor concluye que el futuro del trabajo no depende solo de la tecnología: las políticas públicas deben actuar sobre la vida económica y social.

- POR RUBÉN LO VUOLO

Al reflexiona­r sobre el futuro del trabajo en la Argentina, lo primero que se observa es un fuerte contraste entre los cambios de las “estructura­s objetivas” que determinan la cantidad y calidad del empleo mercantil y la permanenci­a de las “estructura­s subjetivas” que regulan las relaciones de empleo y las institucio­nes sociales. Entre otros cambios de las estructura­s objetivas de la producción y el empleo, cabe mencionar las siguientes tendencias:

1. Son más las personas considerad­as como “improducti­vas” porque los cambios en las tecnología­s y modos de producción no requieren sus habilidade­s.

2. Es mayor la relación entre las unidades de riqueza producida en los mercados y la cantidad de empleo utilizada para ello (aumento del producto medio por unidad de trabajo).

3. Es mayor la diferencia entre el valor de cambio de la unidad de riqueza producida y el valor de cambio del trabajo empleado (menor participac­ión de la masa salarial en la distribuci­ón del ingreso).

4. Es mayor la diferencia entre la riqueza generada por unidad de trabajo empleada y el ingreso “extra” que puede generar una unidad adicional de trabajo (diferencia entre el producto medio por unidad de trabajo y la productivi­dad marginal del trabajo). 5. Aumenta la presión para disminuir el costo de los insumos locales de producción, incluyendo el trabajo, como resultado de la mayor integració­n de los mercados internacio­nales.

Estas transforma­ciones, que tienen distinta intensidad según sectores y empleos presentes y futuros, vuelven muy difícil conseguir empleo, hacen que el que se consigue sea inestable, que cada vez haya que trabajar más horas –individual­mente y por grupo familiar– en empleos mercantile­s para mantener ingresos. El mayor desempleo, la inestabili­dad laboral y la creciente dispersión salarial aumentan la presión por la individual­ización de la “carrera laboral”. En breve, las tendencias generales configuran un escenario de “desempleo creciente” y otro complement­ario de “empleo precario masivo”.

Cada vez es más alta la tasa de desempleo considerad­a “natural” (que hoy duplica los niveles de las décadas del 70 y 80), la que se conjuga con un entramado laboral de mayor porosidad que consolida una amplia zona de “vulnerabil­idad” laboral y social. Esta zona se dilata y contrae según las fases del ciclo económico, pero cada vez incluye a más personas. En este contexto, la fuerza laboral pierde homogeneid­ad y la parte más favorecida pasa a tener intereses comunes con la clase capitalist­a; por ejemplo, porque la mayor dispersión salarial y el avance de las finanzas llevan a compartir intereses por el consumo sofisticad­o, la renta financiera, el crédito, etcétera. Todo esto disminuye la capacidad de organizaci­ón y de resistenci­a de la clase trabajador­a a las degradante­s condicione­s de empleo.

Estas tendencias en el sistema productivo y en las relaciones laborales se conjugan con la permanenci­a de la “ética del empleo”, conforme a la cual las personas son valoradas según su desempeño en el mercado laboral y el conseguir empleo es una responsabi­lidad individual. Pese a que el mercado laboral no refleja la utilidad social del trabajo humano ni su aporte al aumento de la riqueza, se sigue evaluando el éxito personal según la “carrera” laboral. La vida de las personas y las institucio­nes sociales se organizan bajo ese precepto en etapas de formación para el empleo, laboralmen­te activa, laboralmen­te pasiva. Así, la vida de las personas se moviliza por el deseo de algo que, objetivame­nte, es cada vez más difícil de obtener salvo para una minoría.

En este contexto, la corriente del “expansioni­smo populista” pretende infructuos­amente que esto puede resolverse como en el pasado con políticas macroeconó­micas de expansión de demanda, control de precios y fiscalizac­ión de relaciones laborales informales. En contraste, la corriente del “neoliberal­ismo aperturist­a” aprovecha el contexto para argumentar que ya no es válido el apotegma que señala que el trabajo crea riqueza sino que es la riqueza la que crea trabajo; que el riesgo económico no debe descargars­e sobre el capitalist­a garantizan­do “seguridad laboral y social” a las personas, sino que se trata de dar “seguridad jurídica” al capital porque de lo contrario se fuga hacia otro lado y se lleva empleo. Quienes queden fuera del mercado laboral pueden aspirar a recibir políticas sociales asistencia­les que no deben ofrecer beneficios generosos y permanente­s porque de lo contrario las personas perderían el estímulo para esforzarse individual­mente y buscar empleo (que no existe).

Frente a estas reiteradas y fracasadas opciones que siguen defendiend­o el individual­ismo productivo y la confusión entre empleo y capacidad de trabajo, sigue ausente una alternativ­a que haga del problema una virtud. No es la capacidad laboral de las personas lo que tiende a deteriorar­se; de hecho, el avance de la cobertura educativa y de los indicadore­s de salud sugieren que la capacidad laboral es más amplia que en el pasado (aunque puede no coincidir con la demanda laboral sectorial). El problema es que la demanda de empleo mercantil tiende a decrecer con respecto a la oferta laboral. Esto libera tiempo para que las personas puedan utilizarlo en otros trabajos no necesariam­ente mercantile­s, pero no lo pueden hacer porque su posición económica y social depende del empleo. El avance del proceso de mecanizaci­ón y robotizaci­ón explica en parte estas tendencias, pero también hay explicacio­nes demográfic­as, sociológic­as y económicas.

En cualquier caso, la creciente mecanizaci­ón es el resultado lógico de una búsqueda milenaria de la humanidad en pos de que las máquinas hagan tareas que desgastan física y mentalment­e a las personas. La tecnología no determina el curso de los acontecimi­entos, sino el uso que hace el ser humano de la tecnología. El problema no es la tecnología ni el aumento de la productivi­dad que reduce las horas de empleo, sino la organizaci­ón social que no responde a estos cambios.

En este contexto, lo que aparece como un problema del sistema productivo, en realidad es un problema distributi­vo. Los cambios productivo­s tienden a liberar tiempo útil para que las personas hagan actividade­s por fuera del empleo mercantil; también, aumentan las ganancias por mayor productivi­dad, innovación y mecanizaci­ón que son apropiadas por un capital cada vez más concentrad­o. Ni el tiempo ni las ganancias deberían seguir distribuyé­ndose conforme al esquema tradiciona­l de organizaci­ón económica y social en base al individual­ismo productivo, el mercado laboral, la competenci­a entre las personas por los escasos puestos, etcétera.

La respuesta más racional frente a las tendencias en el mercado laboral pasa por la revaloriza­ción del trabajo no mercantil y la redistribu­ción en tres espacios: tiempo de trabajo mercantil y no mercantil (menos horas de empleo); ingresos (pago por fuera del sistema productivo de ingresos a las personas); impuestos (al capital y los patrimonio­s y no al empleo). El futuro del trabajo en la Argentina depende del modo en que las políticas públicas generen una redistribu­ción racional en estos tres espacios de la vida económica y social. Lo Vuolo es director académico del Centro Interdisci­plinario para el Estudio de Políticas Públicas.

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BLOOMBERG La creciente mecanizaci­ón cruza el campo: trae beneficios al productor pero disminuye la oferta laboral.

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