Una artista de múltiples rupturas
Grabadora y escultora, María Carmen Portela abrió caminos en el arte y en su vida, que dividió entre la Argentina, Uruguay y Cuba.
La vida de María Carmen Portela Cantilo (18961984) debería haber seguido un rumbo definido por la tradición social y la posición económica. Nacida en una familia acomodada, se casó aún adolescente con Gustavo Caraballo, con quien tuvo tres hijos. Pero este camino trazado por otros terminó abruptamente y la vida de María dio un vuelco político, afectivo y artístico tras el divorcio de su primer esposo.
En la década de 1930 Portela abandonó la seguridad de lo conocido y comenzó una relación con Rodolfo Aráoz Alfaro (1901-1968), abogado vinculado a la izquierda en la Argentina. Este cambio le abrió las puertas hacia un mundo de creación y pensamiento. Su formación en el campo de la escultura parece haber sido fundamentalmente autodidacta (aunque a partir de 1929 comenzó a trabajar bajo la orientación de su amigo Agustín Riganelli). Su camino en el grabado es menos incierto: entre 1933 y 1934 estudió con Alfredo Guido en la Escuela Superior de Bellas Artes en Buenos Aires. Tras experimentar con diversas técnicas, Portela prefirió el grabado en punta seca como forma de expresión.
En 1930 se produjo su primera aparición pública en un Salón Nacional. Allí expuso, entre otras obras, el retrato de su íntima amiga Amparo Mom, intelectual destacada y hoy olvidada del círculo del pensamiento de izquierdas en los años 30. Obtuvo un Premio Estímulo, que le dio un espaldarazo a su incipiente carrera. Desde entonces expuso de forma regular en el Salón Nacional, donde consiguió diversos premios. En 1935 se produjo un quiebre fundamental en la carrera de María y en la visibilidad de las mujeres escultoras en el Salón: su “Figura para un estanque” obtuvo el Segundo Premio Nacional de Escultura. Las distinciones mayores de este certamen habían estado casi siempre en manos de varones: María quebraba esta suerte (como ya lo había hecho la escultora y grabadora Hilda Ainscough en 1931) e ingresaba en el espacio de los artistas consagrados en la escultura. En ese año también realizó su primera muestra individual.
La figuración clásica de una feminidad pasiva y hasta decorativa sería muy pronto reevaluada por la propia Portela. Su envío al Salón Nacional de 1940 mostraba una nueva dimensión en su producción: en aquella oportunidad presentó “Figura de una atleta”. Se trataba de un retrato de la notable deportista Olga Tassi, pionera en el campo local del atletismo. Portela contribuia así a la constitución de una novedosa iconografía de la mujer moderna en la escena plástica argentina. La obra obtuvo el Primer Premio Municipal de Escultura, lo que significó el ingreso de la pieza al acervo del Museo Sívori. Julio E. Payró, en su reseña del Salón, la definía como un “andrógino pensativo y descon- certante, realizada con eficaz sencillez”.
Portela también desarrolló una vasta actividad como grabadora e ilustradora de libros. Expuesta en diversos espacios, su obra gráfica mereció grandes reconocimientos y permitió el ingreso de su producción en cantidad de museos nacionales, incluyendo el Museo Nacional de Bellas Artes. Contrariamente a sus macizas esculturas, sus grabados exhiben diferentes características formales. Rafael Alberti, gran amigo de Portela, se refirió a ellos de este modo: “Las sombras casi se evaporan, al tratar las figuras sobre todo, quedando éstas reducidas al canto expresivo de los contornos, intensificados, a veces, con mucha parquedad, por una suave grisura que los vuelven más penetrantes y definidos”.
La sutileza de sus trazos se percibe con claridad en obras como “María Schitzka”. La sintética y depurada imagen apareció en las páginas de la célebre revista Contra, con un breve texto de Raúl González Tuñón que la elogiaba “por su pureza, por su relieve, por su tranquila fuerza”.
La década de1 40 encontró a Portela abriendo nuevos caminos profesionales y afectivos. Su relación con Jesualdo Sosa, pedagogo de Uruguay, la llevó a profundizar sus vínculos con ese país, que la recibió con los brazos abiertos. Su carrera en Uruguay fue larga y estuvo marcada por hitos tan significativos como su consagración en 1965 cuando, ya nacionalizada, obtuvo el Gran Premio Nacional de Grabado en el Salón Nacional por su obra “Pino entre abedules”.
Su compromiso político se intensificó en los 60. Portela viajó y expuso en países como la antigua República Democrática Alemana, Rumania, China y Cuba. Entre 1961 y 1962 residió en Cuba junto a Jesualdo Sosa, que participaba en la masiva campaña de alfabetización luego de la Revolución. En aquellos años retrató varias veces a Fidel Castro, en esculturas y medallas, una de las cuales motivó una dedicatoria del propio Fidel: “A María Carmen Portela, con la emocionada gratitud de quien se considera altísimamente honrado por su cincel y no olvidará nunca la ayuda de su arte revolucionario a nuestra causa”. Los descendientes de la artista conservan con afecto un bello bosquejo que María Carmen Portela hizo del líder cubano en ocasión de la Segunda Declaración de La Habana, en el que su perfil se funde con el contorno de Latinoamérica.
María Carmen Portela fue una artista de su tiempo, involucrada en los círculos intelectuales más progresistas. Como participante activa de estos espacios, fue retratada por artistas de la talla de Foujita, David Alfaro Siqueiros y Agustín Riganelli. El retrato que este último hizo de la joven Portela, “La llamarada” (una de cuyas versiones se conserva en el Museo Sívori), es tal vez la inscripción más clara de la artista en el canon de la historia del arte local.