Los límites de una sala (y del arte contemporáneo)
Atravieso como un tiro el corredor que desemboca en el patio del Museo Judío de Berlín y entro con determinación a la sala en la que se ha montado “Aural”, la instalación de James Turrell. Con determinación pero sin entrada. La obra del artista estadounidense exige, explican en la puerta, un ticket con horario, porque la cantidad de personas dentro es limitada. La postergación de mi ingreso a la sala incrementa aún más mi deseo de entrar. La obra de Turrell, artista visual nacido en California, con estudios de psicología, horas y horas como aviador (“el cielo es mi estudio”, ha dicho) y rara avis del arte contemporáneo, cuenta con museo propio en la provincia de Salta, dentro del predio privado de la bodega Colomé, pero acceder no es tarea sencilla, y fuera de eso, es un artista prácticamente imposible de encontrar de este lado de los trópicos. Sus instalaciones despliegan, en espacios de una arquitectura casi neutra, experimentaciones con el color a partir de la luz. Atmósfera indefinida, desmaterialización del color, espacio ilimitado, experiencia “inmersiva” y exploración del fenómeno de la contemplación, son algunas de las expresiones que se utilizan para definir su trabajo.
Mi turno de entrada es a las seis. Espero en la antesala junto al empleado del museo, una pareja de alemanes mayores y otro par de jóvenes. Esperamos ejerciendo ese silencio casi místico –o en todo caso clerical– al que los museos incitan, y leyendo la lista de advertencias antes de entrar a la sala: zapatos, fotos y personas que sufran trastornos de índole neuronal figuran en la lista de las prohibiciones. Antes de entrar el guardia nos convoca en el umbral de la puerta para asegurarse de que hemos entendido las indicaciones. No sé si fue la espera, la entrada con horario o la serie de advertencias, pero nuestro pequeño grupo cobra ahora aires de comitiva expedicionaria.
La sala está elevada un par de metros. Ascendemos solemnes por una escalera. La sensación es de estar ingresando a una nave, al futuro, o a una extraña escena de Black Mirror. El espacio de la sala ha sido bañado de una luz azul eléctrica, su fuente es concretamente indescifrable pero proviene de la pared del fondo, que parte de la comitiva anterior a la nuestra –unas seis o siete personas– todavía mira obnubilada.
Turrell pide darle tiempo a los ojos, así que esperando, miramos. Pero no hay nada que ver, salvo sutiles cambios en la luz. Casi con decepción advierto las esquinas de la sala, mientras mi compañero expedicionario se acerca tanto al límite del espacio que hace sonar –primero involuntaria, después provocativamente una chicharra discordante que anuncia peligro –el espacio, recordemos, se encuentra a cierta altura del suelo–. La experiencia no tiene nada de lo que yo asocio con lo indefinido, lo ilimitado, y mucho menos con la contemplación. Sin embargo frente a esa pared los espectadores permanecen más que frente a cualquier pintura de Rembrandt, de Monet o de Pollock. ¿Por qué? “Sin objeto, sin imagen y sin foco –escribió Turrell– ¿qué estás mirando? Te estás mirando mirar”.
Pero ¿es posible tener una experiencia contemplativa en el marco de un museo, con el tiempo de permanencia cronometrado y esa chicharra discordante sonando reiteradamente? ¿En qué momento fue que comenzamos a necesitar dispositivos específicos para la sencilla práctica de la contemplación? Me inclino por pensar que nuestra permanencia frente a la pared en blanco tiene más que ver con una suerte de hábito de las pantallas; después de todo, el brillo de esta pared no dista mucho del que emanan nuestros teléfonos. Estar en la obra no implica entonces una ruptura perceptiva, sino más bien una prolongación.
Abandono la sala con cierta decepción, aunque no se si lo que me desilusiona es la obra de Turrell, nuestra incapacidad de ver de otro modo, o el arte contemporáneo en general. Pedirle a este último que me sumerja en lo ilimitado, en el color y la luz, en una experiencia fuera del tiempo y el espacio cartesiano, puede ser pedirle demasiado. O en todo caso pedirle algo que nunca, jamás, acordó dar.