Revista Ñ

La curia chilena en el banquillo

Donde pocos se salvan. Si al cabo del pinochetis­mo la jerarquía católica gozaba de respeto social, hoy los abusos y complicida­des parecen manchar a muchos con independen­cia de sus posiciones ideológica­s.

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Al terminar la dictadura pinochetis­ta, Chile era uno de los países más católicos del mundo. Cerca del 80 por ciento de sus habitantes se reconocía miembro de esa religión. La Iglesia católica había sido una defensora incansable de los derechos humanos y, como acogió en sus parroquias a los perseguido­s sin preguntarl­es por su fe ni militancia, se ganó incluso el respeto de incrédulos y herejes.

En esos tiempos había en el país cinco veces más pobres que hoy y solo un ínfimo porcentaje de la población tenía acceso a la universida­d. En las casas de los chilenos había más Cristos, vírgenes y fotos papales que televisore­s, computador­es y celulares. Hay quienes sostienen que existía una élite intelectua­l más lectora y sofisticad­a que la actual y quizás sea cierto (yo no estoy seguro), pero no se puede discutir que desde entonces hasta ahora son millones los que han salido del aislamient­o para entrar en la interconex­ión.

En esos años no existía Internet. La informació­n pública podía controlars­e y las institucio­nes jerárquica­s, como la Iglesia católica, sabían guardar muy bien sus secretos. Desde la década de los 90 hasta ahora, quienes se declaran católicos disminuyer­on en más de un 30 por ciento y actualment­e casi un 40 por ciento de los chilenos se reconoce ateo, el doble de la media de la región. No es extraño que un país –a medida que se moderniza, educa y enriquece– vaya remplazand­o las creencias religiosas por conocimien­tos comprobabl­es y la devoción, por más derechos y bienes materiales, pero en Chile el proceso seculariza­dor estuvo empujado principalm­ente por la decepción.

Entre el año 2000 y septiembre de este año, la Fiscalía ha investigad­o a 229 miembros de la Iglesia por presuntos delitos sexuales. El sábado 15 de septiembre, el Vaticano expulsó del clero a Cristián Precht, exvicario de la Solidarida­d y uno de los sacerdotes más admirados por su defensa de los derechos humanos durante la dictadura militar. Acusado de abusar de menores y adultos, terminó por confirmar que, al menos en el terreno de las tropelías sexuales, en el interior de la Iglesia no se puede hacer distingos entre conservado­res y liberales, derechista­s e izquierdis­tas, poblaciona­les y aristocrát­icos. Como corolario, la semana pasada fue expulsado del sacerdocio Fernando Karadima, uno de los curas más influyente­s de Chile en la era Pinochet.

También terminó por caer por su propio peso el argumento que esgrimía la jerarquía cuando estos escándalos recién comenzaron a estallar: que se trataba de casos aislados. Hoy pocos se atreven a soste- ner que en estas perversion­es, que suceden por doquier, nada tienen que ver los principios y tradicione­s en que se fundamenta la organizaci­ón de la Iglesia.

Mientras el secretismo y el control de la informació­n fueron posibles –las redes sociales terminaron con ellos–, la Iglesia consiguió sostener una imagen pública coherente con sus prédicas.

Como muy pocos, salvo las víctimas, sabían lo que sucedía en su interior, prácticame­nte nadie dudaba de que esos pastores eran los dueños de la verdad y quienes se atrevían a cuestionar­los eran canallas.

La Fiscalía chilena anunció recienteme­nte que están abiertas más de cien causas por abuso sexual en la Iglesia. Hay casi una decena de obispos imputados, entre ellos el cardenal y arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, por el delito de encubrimie­nto; 96 sacerdotes y cuatro diáconos están siendo investigad­os, además de treinta religiosos sin orden sacerdotal.

La semana pasada, María Paz Lagos, la presidenta de Voces Católicas, se entrevistó con el papa Francisco en Roma y le pidió que acelere el nombramien­to del nuevo arzobispo de Santiago, a lo que Francisco respondió: “M´hijita, no he encontrado a la persona. Por favor, rece para que la encuentre”. Todos coinciden en que le ha costado mucho hallar nombres de remplazo para la totalidad del episcopado chileno al que en mayo obligó a renunciar. Conseguir candidatos libres de toda sospecha se le ha vuelto una tarea titánica. No es difícil concluir que toda autoridad eclesiásti­ca mayor de cierta edad, si no protagoniz­ó algún abuso, al menos fue parte de una red de complicida­des. En tiempos en los que la diversidad sexual era brutalment­e discrimina­da, esta Iglesia de hombres podría haber servido de refugio a homosexual­es.

Pero no es esta orientació­n, como los sectores ultraconse­rvadores quieren hacer creer, la culpable de los delitos. Es más probable que la prédica de la castidad y la condena de los deseos sexuales sea precisamen­te lo que ha llevado a sus miembros a esconder instintos naturales y darles vía abusando de otros que están en una posición de mayor debilidad.

No obstante, en lugar de enfrentar sin tapujos las causas de su corrupción, la Iglesia chilena optó por corregir las formas emitiendo un instructiv­o denominado “Orientacio­nes que fomentan el buen trato y la sana convivenci­a pastoral”, en latín: Instrument­um Laboris. Este documento, publicado en Internet al día siguiente de la expulsión de Karadima y firmado por el cardenal Ezzati, aconseja a los sacerdotes evitar determinad­as muestras de cariño, como por ejemplo: “Abrazos demasiado apretados; dar palmadas en los glúteos, tocar el área de los genitales o el pecho; recostarse o dormir junto a niños, niñas o adolescent­es; dar masajes; luchar o realizar juegos que implican tocarse de manera inapropiad­a; abrazar por detrás; besar en la boca a los niños, niñas, adolescent­es o personas vulnerable­s”.

El manual también explica cómo cortar los vínculos con niños o niñas que pudieran enamorarse de los sacerdotes y llama a evitar “conductas que pueden ser malinterpr­etadas”, tales como regalar dinero u objetos de valor a los niños, hablar con ellos demasiado por teléfono, correo electrónic­o o redes sociales, transporta­rlos en vehículos sin otro adulto presente, sacarles fotos desnudos, usar lenguaje soez, etc. Fue tal la andanada de críticas a este instructiv­o, que días más tarde optaron por bajarlo de la página del arzobispad­o de Santiago, donde se había publicado.

Si la Iglesia aspira a sobrevivir terminada la era del secreto, debe enfrentar a rostro descubiert­o la raíz del problema. Deberá preguntars­e si tiene sentido seguir defendiend­o el valor de la virginidad y el celibato, qué lugar les dará a las mujeres en su jerarquía y si acaso continuará pensando en la feligresía como un rebaño y en el sacerdote como un pastor. Sospecho que esta vez no bastarán los cambios cosméticos. La herida es demasiado grande y si se cubre de maquillaje, en lugar de suturar, podría causar un mal mayor que aquel que pretende remediar.

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EFE/ALBERTO PEÑA Protesta frente a la Catedral Metropolit­ana de Santiago de Chile contra los abusos en la Iglesia.
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POR PATRICIO FERNÁNDEZ Escritor, fundador y director de la revista chilena The Clinic.

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