GRANDES MOMENTOS DE UNA COLECCIÓN
Sin temor a la mezcla. Artistas tan disímiles como Cindy Sherman, Durero, Gerhard Richter y Goya dialogan en The Moment is Eternity, que articula temas como la belleza, la sensualidad y la muerte en el arte a través de los siglos.
Qué podrán tener en común un retrato de Diane Arbus, un paisaje de Emil Nolde y el modelo anatómico de un ojo humano realizado en el siglo XVII? En primer lugar, que las tres piezas pertenecen a la vastísima colección del alemán Thomas Olbrich, que además de un amplio catálogo de fotografías, pinturas y grabados de los artistas más exquisitos, cuenta con una Wunderkammera –término que literalmente traduciríamos como “cámara de maravillas”, y conceptualmente como “gabinete de curiosidades”– en la que se encuentran corales, caparazones de tortugas, herbarios medievales, joyas, minúsculas calaveras de marfil, animales embalsamados y esculturas japonesas del período Edo.
Espacio característico de los coleccionistas de otros siglos, antepasado barroco de museos y galerías que integró, en otros tiempos, el palacio de todo noble europeo que se precie de tal, el gabinete de curiosidades tiene hoy, en el pintoresco barrio de Mitte de la arrolladora ciudad de Berlín, su correlato contemporáneo: entre los severos edificios de corte soviético y las galerías de arte más chic de la ciudad reunificada, se esgrime me Collectors Room, un cubo blanco y abierto, preludiado por un café y una librería boutique, que el mismo Olbrich concibió hace unos diez años como plataforma expositiva para las más diversas colecciones privadas, y que hoy exhibe gran parte de la propia, a través de la muestra The Moment is Eternity.
No siempre es tarea sencilla dar coherencia –más allá del capricho– a la exposición de colecciones particulares, fraguadas al calor del deseo personal, íntimo, de quien adquiere las obras. Tomando como puntapié inicial “El legado”, un poema que Goethe escribió poco antes de morir, el montaje concebido por la curadora alemana Annette Kicken (especialista dedicada al arte de los siglos XIX y XX) establece entre obras dispares –una foto de Cindy Sherman, un grabado de Durero, un crucifijo– una filiación orgánica, planteada a partir de la lógica netamente visual e inmediata que, a través del espacio, van esgrimiendo imágenes y objetos, sin necesidad de recurrir a la palabra para dar forma a un discurso al mismo tiempo abierto y preciso.
Las obras van fraguando el recorrido por el que el ojo viaja, y si bien la fotografía construye el innegable sustrato de la colección (ergo, de la muestra) hay otro itinerario oculto, de a ratos más o menos evidente, que es el que configuran los géneros (retrato, desnudo, paisaje, naturaleza muerta) en este caso a través de imágenes –que no necesariamente han sido leídas bajo estas categorías antes –tal vez obsoletas entre la vasta marea que es hoy el arte contemporáneo– y sin embargo en su anacronismo las actualizan, ampliando, para nosotros, su lectura.
Ligeramente la cuestión entonces cambia. No se trata de ver qué obra corresponde al género desnudo, sino de ver todo lo que el desnudo como género puede albergar. Eso es, en definitiva, lo que articula la fotografía de Cindy Sherman (una de esas imágenes sin título, en blanco y negro, de sus primeras series, que evocan la atmósfera del cine de la nueva ola francesa) con el modelo de un ojo que utilizaban tres siglos atrás los científicos para estudiar anatomía humana. Eso es, en definitiva, lo que articula la sensualidad suave que Gerhard Richter fotografía en Ema, con el siniestro leve que arroja al espacio la presencia de un pavo real embalsamado, ubicado a un par de metros de distancia. Eso es, en definitiva, lo que concilia esos cuerpos rancios, desbordados, que Otto Dix pintaba en la Berlín de la primera posguerra, con los que Durero grababa, casi cinco siglos antes, para representar a Adán y Eva en el umbral de su vergüenza.
Pero el tema no es sólo el cuerpo –desnudo o vestido, muerto o vivo, pintado, avergonzado, embalsamado– sino la huella que sobre él –que es, también, materia sensible– imprime el tiempo. Sobre esa idea se despliegan las imágenes de un posible segundo núcleo de obras. Contra una de las paredes de la sala podemos ver la serie “Las hermanas Brown”, el ensayo que –lenta y despiadadamente– realizó el fotógrafo Richard Nixon registrando durante casi 40 años a las mismas hermanas, en más o menos las mismas posiciones, y de un mismo modo – siempre retrato grupal, siempre blanco y negro, siempre plano medio de frente– como queriendo dejar en la mayor evidencia posible la metamorfosis operada por los años en los rostros. Justo enfrente una larga serie de retratos, de distintos autores, determina una línea similar a la de Nixon. En
ella cambian los rostros, los tamaños, las técnicas. Allí están los trabajadores anónimos, registrados por el ojo de August Sander a principios del siglo XX, junto a las pequeñas burguesas de pieles verdosas, pintadas a destajo por el expresionista Ernst Ludwig Kirchner; allí están los artistas angustiados, o divertidos, como el Pablo Picasso que retrata Robert Doisneau, y los diseñadores exitosos, como el Yves Saint Laurent gigante y radiante que posa frente a la cámara de Jurgen Teller. En el medio, relojes de arena y espejos deformantes, cabezas con espejos como rostros, espejos que no reflejan nada.
Justo al otro lado, las obras de Diane Arbus, Cornelius Johson van Ceulen, Larry Clarck y Lee Friedlander hacen de la infancia un espacio desolado. El niño que Arbus retrata llora. La fotógrafa lo toma desde arriba, está casi encima del chico, tan cerca que sus lágrimas adquieren nitidez de pintura flamenca. ¿Cómo soportar estar ahí y no cobijarlo, calmarlo, entrar en la escena? ¿Cómo permanecer del otro lado de la cámara? Junto a él otro niño es detenido eternamente por el pincel de Johnson van Ceulen, en una pintura con una cierta inquietud, un particular estado de ánimo. Una tensión casi insoportable se establece entre el fondo negrísimo que amenaza tragarlo todo, y el plato de esplendorosas cerezas que espera, inocente, junto al niño en el primer plano.
Frente a ellos la naturaleza muerta muta, entre los ominosos cangrejos en platos de plata de otros óleos típicos (esta vez los siglos XVI y XVII) y el triciclo abandonado, encuadrado al ras del suelo, por la cámara con de William Eggleston. A pocos metros los paisajes románticos que la pintura le dio al siglo XIX, con sus cielos cargados de nubes, la intensidad de sus mares y su luminosidad de última hora, dejan tristemente paso a los registros fotográficos que el periodismo hizo de la primera bomba de hidrógeno, mientras Cristo cede su cruz y el San Sebastián de Brueghel sus flechas a otros jóvenes modernos, lacerados, alcanzados por las guerra y la muerte ante la lente de Robert Mapplethorpe, de Wolfgang Tillmans, de Robert Cappa.
En medio de la sala una vitrina guarda todo tipo de calaveras diminutas, las llamadas “vánitas” que servían para señalar, durante el barroco de moral luterana que, como escribió Goethe en su poema, la única eternidad a la que podemos aspirar es el momento. Algo de eso también nos recuerda la fotografía, un halo de nostalgia en los albores del siglo XXI, a caballo entre la imagen fugaz y el objeto vintage, siempre en sí misma pequeña maravilla luminosa, acaso preciada pieza de los gabinetes de curiosidades del futuro.