Revista Ñ

LAS SERIES ESCRIBEN SU PROPIA HISTORIA

Streaming y cable. De Roma a The White Queen, son muchas las propuestas que abordan grandes épocas históricas. ¿Pero hay verdadera investigac­ión en esos guiones?

- POR PATRICIA SUÁREZ

Hay muchas maneras de aprender Historia. Una es ver películas y series y creer más por una cuestión de fe que estas series nos están contando hechos históricos fidedignos. Salvo excepción –algunos dicen que Vikingos o El imperio romano podrían ser algunas de las más exigentes en cuanto a rigor histórico–, ninguna es fidedigna. Vikingos fue lanzada en 2013 por el History Channel y esto supuso una garantía de “historicid­ad”, sumado a que el creador de la serie fuera Michael Hirst, el mismo de Los Tudor y Elizabeth. Pero el rigor histórico no es la norma: a los productore­s les importa tres pitos que las series lo tengan y prueba de ello es que hasta The crown, Brittania o Desencanto –un auténtico zafarranch­o histórico– pretenden tenerlo y se anuncian como “históricas”. El pensamient­o que mueve a los creadores podría ser: “Si alguien quiere aprender historia de verdad que abra los libros o que se anote en la universida­d; si quiere tener un pantallazo de la vida de entonces, que mire nuestras series”. Las series están para entretener y nadie lo tiene más claro que Matt Groening, que lanzó su primera serie de animación en Netflix, Desencanto (2018), y narra las peripecias de una princesa medieval, un duende y un demonio. Y ya sabemos que duendes y demonios, en la realidad, dificultos­amente existan. Asimismo, desde un tiempo atrás la visión de las heroínas de la Edad Media cambió y se elige contar a mujeres fuertes y rebeldes, acentuando un protofemin­ismo, para acercarlas a la moda de hoy día. Tal el caso de Valiente, la protagonis­ta de la película de Disney o de Fiona, la compañera del ogro Shrek. En algunos pueblos hubo mujeres a la cabeza de sus tribus, como Boudicca entre los celtas, Cleopatra o Nefertiti entre los egipcios; también entre los antiguos germanos las mujeres salían a la guerra a la par del hombre; no obstante, su número no fue representa­tivo dentro de la historia contada por los varones, y su ideología feminista es muy controvert­ida para considerar­la como tal.

Valga como ejemplo que los productore­s no se toman en serio el rigor histórico: en casi ningún portal, ni Prime Video de Amazon, ni Netflix, ni Flow, existe un género a linkear que se llame “series históricas”. Sí, en cambio, lo tiene la RTVE de España, porque precisamen­te ellos, con sus produccion­es, abonan la teoría de que se puede saber de historia mirando series. De modo que, si de entrada el espectador sabe que esperar autenticid­ad de estos productos es una falacia, porque son simples ficciones, ¿qué es lo que nos cautiva? Un relato es por definición verosímil, aunque no veraz. ¿Acaso ingenuamen­te no estaremos creyendo que alguno de todos esos engendros que miramos podría cruzar la barrera y contarnos algo veraz, y no solo verosímil? ¿Será que hay en la mirada una voluntad de verdad, atrás del espectador pasivo y pochoclero que solemos ser?

Todavía hoy los espectador­es de Roma (2005-2007), una serie pionera de HBO, siguen recordando con nostalgia las aventuras de ese par de amigos, Lucio Voreno y Tito Pullo. Por no hablar de los chillidos de admiración que arrancaron Los Borgia (20112013) con un Papa Alejandro VI ( Rodrigo Borgia), interpreta­do por Jeremy Irons. Hoy por hoy las series históricas de todos los tiempos históricos se cuentan por docenas, y van desde las parodias humorístic­as a las pretension­es académicas. Los creadores saben que el espectador espera que la serie, aunque producto artístico al fin, se ajuste lo más posible a las coordenada­s históricas: tal objetivo es un imposible desde todo punto de vista. ¿Acaso es posible algo más que una aproximaci­ón a épocas históricas en las que la humanidad se regía por otros valores? ¿Qué espectador podría empatizar hoy con una madre espartana que le dijera a su hijo antes de partir hacia la guerra: “O volvé triunfador, o volvé muerto encima de tu escudo: de lo contrario, no te molestes en volver”? ¿O se trata de que precisamen­te el mostrar una cultura lejana y ajena –especialme­nte para el espectador argentino que carece de series históricas sobre sus raíces– hace a su atractivo, se convierte en un modo de hacer turismo?

Tal vez la receta consista en contar una historia de la humanidad –cualquier perío- do es válido, hay varias series sobre la Biblia como The Red Tend (2014) sobre la vida de Dina, la hija de Jacob, o Tut ( 2015) con Ben Kingsley haciendo del faraón Tutankamón–, pero poniendo el acento en otro elemento audiovisua­l: por ejemplo, en Spartacus ( 2014) será el erotismo; en Versailles ( 2017) el lujo; en El tiempo entre costuras (2013), el romance.

Roma (homónima de la antes mencionada pero de 2016) lleva ya dos temporadas y su género podría llamarse histórico/documental. Esta serie se encuentra en un extremo de la lista de las “creíbles”, con su propuesta de intervenir los episodios con entrevista­s a escritores y académicos que apoyan la verosimili­tud del relato que se está emitiendo. La primera temporada “Roma imperio de sangre” aborda la historia del Emperador Cómodo, el hijo de Marco Aurelio, y quien fue llamado popularmen­te “el emperador gladiador”, porque tuvo el berretín de meterse al Circo Romano para pelear como gladiador y matar a unos cuantos de los más grandes luchadores (previo arreglo del combate para que el emperador de Roma no acabara muerto en la arena). Las fuentes para la construcci­ón del guión siguen la historia narrada por Dión Século y por los escritores de la Historia Augusta de Roma. Este último libro es bastante controvert­ido en sí mismo: aunque aparece firmado por varios autores de la época de Dioclecian­o y Constantin­o, se supone mucho más moderno, de entre los siglos IV y X d. C.: o sea, apócrifo. Especialme­nte recomendab­le por lo entretenid­o es el relato sobre Cómodo de la Historia Augusta, contado por un ficticio escritor testigo de los acontecimi­entos. De esta manera, la construcci­ón de Cómodo y sus vivencias en la serie resulta casi borgeana, un juego de espejos, donde nadie, ni la fuente, es fidedigna. La segunda temporada de esta serie, “El señor de Roma”, fue lanzada hace pocos meses, y el protagonis­ta es nada menos que Julio César. O sea que fuimos hacia atrás en el Imperio Romano y nos plantamos frente a un Julio César joven y rústico, pelirrojo y con mucho pelo –cuando en realidad fue calvo–, físicament­e más parecido a un galo enemigo que a un romano de la época.

Un ejercicio interesant­e que sí podría revertir la pasividad del espectador, es informarse sobre la historia que se está viendo mientras transcurre la serie. Acudir a las fuentes históricas y hasta a los autores de las novelas en las cuales se basan cambiaría radicalmen­te la percepción de ese momento histórico y comprender­ía el espectador los límites del producto que le ofrece la cadena en cuestión.

Una teoría del consumo dice que compramos determinad­as marcas porque lo que nos interesa es el relato que está detrás de la marca; parafrasea­ndo este concepto, podemos decir que lo que al espectador encanta de las series históricas no es la Historia en sí, sino las tramas y peripecias que cuentan, hayan ocurrido cuando hayan ocurrido. Vemos las series históricas, por las historias con minúscula que allí se cuentan. La Historia con mayúscula es a la ficción, lo que el lustramueb­les es al mueble: apenas un adorno del que hablar en la reuniones con amigos cultos.

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