Revista Ñ

DIVERSOS MODOS DE DAR GRACIAS

A 90 años del nacimiento de Carlos Fuentes, su amigo, también escritor y crítico, evoca la elegante inteligenc­ia del autor mexicano hasta sus últimos días.

- POR JULIO ORTEGA Julio Ortega es profesor de la Universida­d de Brown, EE. UU.

Hay días en que uno tiene la suerte de poder dar repetidame­nte las gracias. Este es uno de ellos. Quiero empezar recordando que una de las palabras que Carlos Fuentes gustaba más es la palabra “gracias”. Me temo que se levantaba muy temprano con ganas de darlas. Por nada, respondía uno. Por todo, replicaba él. Las daba como una forma de la intimidad, con un ligero sobresalto, graciosame­nte. La ingratitud, en cambio, era para él uno de los pecados de lesa humanidad. En cambio, para Gabo, en este terreno, solo cabía el escepticis­mo. “He logrado sacar de La Habana al novelista Fulano de Tal, me dijo una vez, ya verás que dentro de poco me atacará”. Y así fue. Gabo no esperaba demasiado de la realidad, que se dedicó a refutar con entusiasmo. A Carlos Fuentes no hemos dejado de darles las gracias. Le dio esplendor a nuestro idioma en las sumas de España y las Américas que nos prometió Rubén Darío. Por azar favorable, Vartan Gregorian, presidente de Brown University, concedió en 1997 a Carlos Fuentes, Jesús de Polanco, Rosario Ferré y Víctor García de la Concha el doctorado honorario de Humanidade­s, una celebració­n inexhausta de la lengua española. Me acuerdo que mientras marchábamo­s entogados empezó a llover. Leopoldo Rodés, con su mundanidad gentil, me consoló. “No sería Commenceme­nts –me dijo– si no lloviera.” Contaré dos encuentros con Carlos. El primero es de bienvenida­s, en la ciudad de México, hace pronto 50 años. Y el último, de despedidas, en Brown University, poco antes de su partida. Tuvimos a Carlos como Professor at large, título creado por Vartan Gregorian para conseguirl­e visa de profesor visitante. El verano de 1969 el hombre llegó a la luna y yo llegué a México. Salí ganando. Porque conocí para siempre a José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid, Carlos Monsiváis, Rosario Castellano­s, Jaime Sabines, Margo Glantz, Elena Poniatowsk­a, y a Carlos Fuentes. Una noche, Carlos nos llevó a José Emilio y a mi a cenar; pero al pasar frente a un recién inaugurado hotel de lujo, nos dijo: “Entremos para que vean el mayor monumento de la cursilería mexicana”. Nos cruzamos con un grupo silencioso y Carlos sentenció: “Acaba de pasar el hombre que más odio en México y el que me odia más”. Era el próximo presidente Luis Echeverría, que poco después lo nombraría embajador de México en París. No acababa de agonizar el país después de la masacre de estudiante­s en la plaza de Tlatelolco, pero Carlos creyó deber de la hora sumar y no restar. Pacheco recordaría para siempre la noche triste en que Fuentes y Echeverría se ignoraron sin éxito. Hemos vivido, me dijo, una lección de política mexicana. Se lo contaremos a nuestros hijos, abundó, con melancolía anticipada. Dos años después, Carlos renunciaba a la embajada. Nadie, por supuesto, le dio las gracias. Treinta años después, en Brown University, recuerdo bien el que sería mi ultimo encuen- tro con Carlos. Iba él a dictar una conferenci­a, como cada año, y la sala estaba como siempre, repleta. De pronto, un señor muy viejo, de pelo largo y blanco, se nos acercó, y le dijo: “Señor Fuentes, ¿cómo está Alejo Carpentier?” Carlos dio un brinco de asombro, y exclamó: “¡Carpentier murió hace tiempo!”. El señor muy viejo con ojos enormes, no reaccionó y volvió a preguntar: “Señor Fuentes, ¿ha publicado algo nuevo Miguel Ángel Asturias?”. “¡Asturias ha muerto!”, casi gritó Carlos. Pero el otro volvió a la carga: “Pero con Julio Cortázar sigue usted conversand­o…”. Carlos me dijo: “¡Vámonos, este hombre es un fantasma!”. “Pero Carlos –le dije– es evidente que este señor no lee los obituarios pero, en verdad, es el lector ideal: cree que todos los escritores están vivos”. Carlos recuperó la calma. “Tienes razón”, me dijo, efusivamen­te, aliviado. Subió a la tribuna para evocar a sus tres mejores amigos norteameri­canos: William Styron, Kenneth Galbraith y Arthur Miller. Los tres, gracias a Carlos y su evocación de gratitudes, seguían vivos; esta vez en la lengua castellana. Cuando se despedía para subir al taxi, le dije: “Olvidamos ir al Bookstore de Brown”. Lo hacíamos en cada una de sus visitas. Dudó un instante, y me dijo: “Gracias, iremos la próxima vez, ahora vuelvo a casa”. Lo vi fatigado de la jornada y pensé: qué raro que Carlos llame casa al hotel. Pero luego entendí: lo esperaba Silvia.

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