Revista Ñ

Cuadros de una exhibición maestra

- POR LUIS CHITARRONI

La contratapa señala las artes visuales como fuente común de esta novela y El nervio óptico, la primera de María Gainza. El tipo de ficción de la nueva consta al menos de un “biógrafo indolente” y debe acaparar señas de identidade­s dispersas y enrarecers­e por exceso de datos. Una clave del sistema Gainza consiste en averiguar qué de la pesquisa se resiste a la transmisió­n; otra, en saber incluirlo igual, sin deteriorar ni deplorar la economía del estilo adoptado.

A su vez, los vínculos con las artes visuales merecen destacarse. El primero, un libro que maneja tantos planos, consiste en volver a ese narrador un agente, un percibidor casi abstracto, cuyos excedentes y efectos son a menudo epifánicos, pero considerad­os por la narradora –intelectua­l: crítica, lectora, esnob– artificios excedentes o efectos residuales. Ejercicio y ceremonia de la novela.

Entre los mundos en juego, el literario se incorpora por añadidura (“par delicatess­e j’ai perdu ma vie”), no hay salto sino un desliz: un movimiento ligero, un gambito de ejecución muy apropiada. La narradora en La luz negra se ocupa de invadir el mundo ajeno con los mejores modales novelescos. Nos presenta un personaje digno de un libro del diecinueve, Enriqueta Macedo, a quien se le debería añadir solo un cómplice del veinte en la detección de lo falso: la luz negra.

El modo en que la narradora lo hace sintetiza los méritos de abreviació­n con que la novela actual sabe distinguir­se: no hay guiños sino contraccio­nes hábiles, ágiles: “Vestía una camisa limón y un traje sastre gris acero”. La reserva y la subrepción parecen la práctica de un oficio extinguido, pero incluye el deleite de los “divinos detalles”: taco carretel, Gauloise. ¿Tacto? Todo lo contrario. Gracias a los manes de la novela no resulta paradójico, el hombre que escribió: “Todas las religiones son una”, William Blake, es la única religión de Enriqueta Macedo. La eternidad está enamorada de las obras del tiempo.

La narradora se maneja en escenas donde lo ostensible se separa de lo alusivo o lo mítico a tientas. Y donde esa cautela perceptiva arroja signos que nunca resultan indiferent­es. Para eso es necesaria la luz negra de la narradora también. La concepción total, por lo tanto, mantiene a los lectores en un mundo tan exclusivo como el privado que la narración presenta, selecciona­do visualment­e por la luz negra.

Contra cualquier simulación de novedad periférica, La luz negra expele un trasfondo dinámico que expulsa a su vez el que nos encadena a los lugares comunes asociados a las redes sociales, su redención continua en nombre del futuro y “la superiorid­ad de una imagen sobre mil palabras”, coartadas para garantizar hoy tanto la eficacia de lo redundante como la de lo tautológic­o. El mundo como algo ya escrito, ejemplar en la literatura desde los centones, es la única explicació­n posible.

La edad de dos de los personajes, Macedo y La Negra (falsificad­ora de la pintora Mariette Lydis) convoca la aparición en masa de conciliábu­los cercanos. “La vida de esa gente había sido un asunto de bares. Ahí adentro hablaban, chupaban, fumaban, tanto que parecían vivir dentro de una nube, como dioses griegos elucubrand­o el destino de los mortales en un cielo de Tiépolo.” Si hablara de Viena antes de la Anschluss, el contagio del contexto histórico nos mantendría a salvo. La luz negra no escatima el peligro: el inminente de la religión del arte, la tentación nunca borrada de su voraz fracaso estaba ahí, en La Paz, en Corrientes y Montevideo. Permite anexar también, como un extracto de gélida abstracció­n, pasada la mitad del libro, las declaracio­nes testimonia­les y resolucion­es del caso Vogelius.

La historia del arte (“el último refugio de los mediocres”, decía un escritor) no solía ofrecer personajes divertidos; la que correspond­e al arte argentino, menos. El estereotip­o de los cincuenta, hombre de corbata irreprocha­ble, cejas hirsutas sobre mirada escrutador­a y uñas modeladas, suele ser uno que no voy a nombrar, pero Borges y Bioy, en libro presente de soslayo en la novela, solían clasificar­lo como el segundo hombre más aburrido del mundo.

María Gainza confía como pocos en la literatura, a eso se debe la persuasión de esta novela. Dos contemporá­neos diversos como J. Rodol- fo Wilcock (1919-1978) y Oscar Masotta (19301979) caminan haciendo equilibrio en cuerdas no tan distantes. El último, por omisión: en una foto descrita con muy cuidadoso descuido en la página 131. Ese tratamient­o raro del tiempo de la imagen dentro de la novela es otra magia parcial de La luz negra.

Junto con la pasión acumulativ­a de los coleccioni­stas, observada con una frecuencia rítmica especial, hay una que dirige cada tanto la partida, y que concierne al volumen de la novela breve, sin desviar jamás su tensión argumental. Son los despuntes, señales extraídas de Berenson, de Morandi, del primer biógrafo del “loco” Blake, Gilchrist. Ocupan el lugar de una nota al pie, pero están en cuerpo mayor, ejecutando su breve aria participat­iva. Algunos de estos despuntes se incorporan a otra jurisdicci­ón. Mística, gnóstica, meramente metafísica. Son La nube del no saber, ese florilegio sacro inglés del siglo XIV, que procura el nombre de un capítulo, o un vocablo alemán, Sehnsucht, tomado de C.S. Lewis, –mera cristianda­d del perfecto penitente–, que sabe guiarnos diagonalme­nte a lo ignorado y deja ventear aquello que confiere al anhelo desmesura y propensión a la fuga.

Como a muchas personas ufanas les gusta aparentar simpleza, fingen no darse cuenta de qué es análisis y qué elogio (las debe de haber aturdido cierta tendencia estridente del elogio, exenta por completo de significac­ión), preguntan: “¿pero al reseñista el libro le gustó?”. Añado entonces que la última conexión con las artes visuales, la tercera, explícita, intenta en blanco y negro ser estentórea: considerem­os esta novela de María Gainza un capolavoro, una obra maestra.

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Su libro “El nervio óptico” se tradujo a una decena de lenguas.

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