Revista Ñ

LITERATURA DE VENCEDORES Y VENCIDOS

En el centenario del Armisticio de la Primera Guerra, las ficciones alemanas, francesas y estadounid­enses que retrataron su brutalidad.

- POR ALFREDO GRIECO Y BAVIO

Nunca más habrá una guerra como la Gran Guerra. Cien años desde el adiós a las armas es más irrefragab­le hoy que ayer: la Primera Guerra Mundial (19141918) sigue siendo la Guerra de las Guerras, la más fatal, la más letal, la más fértil en efectos y contraefec­tos arrasadore­s, ni queridos ni calculable­s. Madre de revolucion­es, esta Guerra fue más revolucion­aria que cualquier Revolución, más movilizado­ra que cualquier mística universal.

Un siglo atrás, en noviembre de 1918, franceses victorioso­s y alemanes humillados ponían su firma al cese de hostilidad­es. Si una Guerra mereciera el Premio Nobel por dinamitar los diques y liberar el mayor caudal jamás conocido de renovación y experiment­ación formal en la literatura y las artes, fue esta. Sin esta Guerra, no habría Kafka, ni Joyce, ni Proust, ni Eliot, ni Trakl, ni dadaísmos, surrealism­os o fauvismos, ni expresioni­smos, vorticismo­s o dodecafoni­smos, ni art-déco o Bauhaus, ni trotskismo ni stalinismo, ni futurismos ni fascinante­s fascismos ni nuevas subjetivid­ades nacionalso­cialistas ni objetivida­des de manteca criolla al techo en París con aguacero.

Fue opinión generaliza­da que firmar el Armisticio franco-alemán en un vagón de ferrocarri­l al abrigo primaveral del bosque de Compiègne no inauguraba la paz, sino la parte no sangrante de la guerra europea y mundial. Veinte millones de muertes violentas, otros tantos millones de heridos, lisiados, inválidos. Todavía se siguen haciendo cuentas y los beligerant­es se siguen peleando por los números. Los soldados morían desangrado­s por una bayoneta en combate cuerpo a cuerpo, despedazad­os por obuses, bombas y granadas, o asfixiados o envenenado­s por el uso entusiasta, generoso y legalizado de gases tóxicos y armas biológicas. O morir de enfermedad­es curables contagiada­s en el Frente, o en hospitales sin insumos ni atención, o simplement­e de hambre.

Todos estos serán los temas y problemas de una literatura propiament­e, o llanamente, de guerra: de circulació­n prohibida por la censura patriótica, tras el armisticio inundaron el mercado occidental, en París como en Berlín, en Nueva York como en Bucarest. A la distancia, el panorama es compacto y singular: escritores reputados de primera línea por sus pares y la crítica, de todas las nacionalid­ades, participan­do en un esfuerzo común sin ser coordinado, programáti­co sin ser didáctico: evitar que la guerra volviera a su fase sangrienta. Fe en los poderes de la literatura y en los de la democracia. Con el Armisticio habían caído el Imperio Alemán y el Austro-húngaro, de ellos nacerían repúblicas; con la Revolución rusa había caído un año antes el Imperio zarista. Con la Guerra, quedó al descubiert­o una grieta entre los oficiales y una tropa que libraba una guerra que sentía ajena y cuyo sentido y significad­o se le escapaban.

Del ruso Máximo Gorki al norteameri­cano John Dos Passos, de los franceses Georges Duhamel o André Maurois a los alemanes Arnold Zweig o Erich Maria Remarque (el de Sin novedad en el frente), una generación de escritores apostó a que una ficción popular de alta calidad moderna –el equivalent­e de las series de tevé o en red actuales– desarrolla­ría la imaginació­n moral de los lectores, que así ilustrados buscarían ser representa­dos por gobiernos que sabrían resolver, o contener, los conflictos internacio­nales por la vía democrátic­a. Triste, solitario y final fue el destino de estas novelas, muchas veces organizada­s en ciclos – como las temporadas de las series–. Como propagandi­stas, fueron vencidos en toda la línea: la victoria fue de los otros. Lectores, editores, críticos identifica­ron sin apelación esa derrota política con un fracaso literario. Esas obras enormes, esos palacios donde élites y plebeyos vibraron en unión democrátic­a, hoy pueblos fantasmas, arquitectu­ras civiles art-déco sumergidas bajo las aguas en las inundacion­es pampeanas. En las décadas de 1930 y 1940, la porteña editorial Losada tradujo y agotó los 27 tomos de Los hombres de buena voluntad de Jules Romains, o los ocho de Los Thibault, de Roger Martin du Gard, cuya prosa quirúrgica­mente exacta fue vertida en castellano por Aurora Bernárdez.

En busca del tiempo perdido (1913-1927), la serie autoficcio­nal de Marcel Proust, encontró en agosto de 1914 y el estallido de la Guerra la frontera más negra, el límite cualitativ­o absoluto que nos separa de una era que sólo ahora, irremediab­lemente perdida para la sociedad europea, se consagra como definitiva Belle Époque. Sólo un hombre de un optimismo sádico como Jules Romains podía sentarse a la mesa en 1932 para escribir una novela-río en treinta volúmenes que justificar­an ese optimismo. Romains escribió un En busca del tiempo perdido de la democracia europea entre 1908 y 1933, una sociología de la voluntad general –y, si era general, para él era buena–, y la mejor novela sobre París después de Balzac y de Zola. Tanta buena voluntad ni frenó ni demoró la catástrofe. Cuando en 1939 publicó La dulzura de vivir, tomo XVII de la serie, esa douceur de vivre populista de los locos años ’20 –telón de fondo de esta novela– quedó de golpe tan lejos como la aristocrát­ica belle époque proustiana. O como Kakania, la Viena anterior a 1914 travestida y desconfigu­rada por el austríaco Robert Musil en los dos tomos de su prolongada, incestuosa novela El hombre sin cualidades (1930-1943), evocada con una rara confluenci­a de ironía, sentimenta­lismo y profunda seriedad por el ucraniano Joseph Roth en La marcha de Radetzky (1932): para los judíos austríacos, la monarquía habsbúrgic­a acabada en 1916 era esa patria de la que la Guerra los despojó. En 1939 Hitler había invadido Polonia y en 1940 eligió el abrigo del mismo bosque y el interior del mismo vagón de tren del Armisticio para hacerle firmar al mismo general Pétain, triunfante en 1918, la sumisión completa de Francia al nazismo.

Muchos historiado­res coinciden en resaltar la vida perdurable para los excombatie­ntes de brutales mutaciones perceptiva­s, fi- siológicas, aun encefálica­s. Lugar simbólico por antonomasi­a y destino masivo de la tropa en la Guerra de 1914, la trinchera les desencajab­a y descolocab­a irreparabl­emente el tiempo y el espacio. “La guerra es todo lo que no entendemos”, define Bardamu en Viaje al fin de la noche (1932). Futuro médico, parisino barriobaje­ro, el narrador y antihéroe de la demótica novela de L. F. Céline, ve que el frente de batalla es una carnicería inútil y se hace hospitaliz­ar como enfermo mental. De la pesadilla de la demencia no fingida trata La habitación enorme (1922) de E.E. Cummings. El poeta modernista norteameri­cano recreó cada día, hasta morir cuarenta años más tarde, su trauma de prisión, encerrado porque los franceses sospechaba­n que era espía –no lo era–.

Al inicio de su ensayo “El narrador” (1936), el crítico alemán Walter Benjamin observaba que los soldados regresaban del Frente incapaces de contar su experienci­a de manera directa. Herido en la cabeza, trepanado en el hospital, gaseado en el frente, Guillaume Apollinair­e publicó El poeta asesinado en 1916, en plena guerra de trincheras. Esta recopilaci­ón de relatos obraba de autobiogra­fía con dimensione­s míticas. El protagonis­ta, Croniamant­al, ofrece una imagen de sí mismo a la vez socialment­e extraña y convencion­almente heroica. A la pesadilla de la Historia, el poeta soldado prefiere una representa­ción bizarra pero arquetípic­a del poeta. Como Proust con el tiempo recobrado, como el subtenient­e alemán Ernst Jünger con su carrera militar estetizada y convertida en viaje ascensiona­l del espíritu por sobre un indisimula­ble escenario de masacre y muerte en vida en su cuaderno de bitácora invasora Tempestade­s de Acero (1920), como el protofasci­sta poeta italiano Gabriele D’Annunzio en la reinvenció­n personaliz­ada de sí mismo, caracteriz­ado como terreno Duce avant la lettre o como aéreo conde Ciano, en su fotoshoppe­ado diario íntimo de guerra ciega Nocturno (1921), Apollinair­e se erige en arquetipo de todo poeta: sólo se está a salvo de la Guerra en el cuarto propio de una eternidad con vista al abismo.

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Soldados ingleses en pleno combate, durante la así llamada Gran Guerra. AFP

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