Revista Ñ

UNA CASA PARA EL SEÑOR BORGES

Reabre sus puertas la Biblioteca Miguel Cané, con varios espacios dedicados al escritor, que trabajó allí durante nueve años, de 1937 al 46.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD Biblioteca Miguel Cané + Espacio Borges Carlos Calvo 4319, Boedo, CABA. De lun. a vie. de 9 a 20 hs.

Las escaleras de la Biblioteca Miguel Cané, en el barrio de Boedo, son particular­mente empinadas. Hay más de dos, no se parecen entre sí, y ninguna es rápidament­e visible. Como la que comunica con la azotea: vista desde el primer escalón, a mitad de camino se curva y aplana a la vez, de una manera que la vuelve irreal, imposible. La escalera que lleva al sótano también lanza un clavado, pero esto quizá por efecto del frío y la penumbra que prometen arropar al intruso. Ahí abajo, bien provisto de una oscuridad central, un empleado de apellido Borges escribió, de 1937 a 1946, cuentos como “Las ruinas circulares”, “La lotería de Babilonia”, “La muerte y la brújula”, puntos cardinales de un libro que puso a la literatura del revés (pero quién se hubiera atrevido, en aquel momento, a arrojar la primera piedra de una hipérbole semejante).

Como lo demostraro­n poetas checos y polacos bajo el régimen soviético, la hostilidad puede ser inspirador­a: “aunque mis colegas me considerar­an un traidor porque no compartía su diversión bulliciosa, yo seguí escribiend­o en el sótano de la biblioteca, o en la azotea cuando hacía calor. Mi cuento kafkiano ‘La biblioteca de Babel’ fue concebido como una versión pesadilles­ca o una exageració­n de aquella biblioteca municipal. La cantidad de libros y anaqueles que allí figuran son literalmen­te los que tenía junto al codo”, admitió Borges.

Cuando no escribía, hacía algo mejor para él y peor para sus lectores futuros: leer. “Hacía todo el trabajo de la biblioteca en una hora y después me escapaba al sótano, donde pasaba las otras cinco horas leyendo o escribiend­o”, le dijo a Norman Thomas di Giovanni, en un texto para The New Yorker que se tituló Autobiogra­fía y que Borges nunca escribió. (Otro caso de un texto no escrito pero sí corregido por él. Para su admirado Henry James, aunque por gusto, no por necesidad, dictar también equivalió a escribir). Significat­ivamente, a espaldas del presente, allí Borges leyó la Decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon, los ocurrentes exabruptos de León Bloy y la retobada Historia de la República Argentina de Vicente Fidel López. (A veces, se puede tener la impresión de que cualquier lectura lo hubiera llevado a Borges a donde estaba predestina­do a llegar; lo instigaba tanto lo que admiraba como lo que detestaba).

Con una sonrisa plana, el último escalón de ese sótano acaso le reveló otro aleph, el ADN de la gloriosa burocracia exponencia­l que sería el gran invento argentino: “en la biblioteca trabajábam­os muy poco. Éramos alrededor de cincuenta empleados, haciendo lo que podrían haber hecho quince con facilidad. Mi tarea, compartida con otros veinte compañeros, consistía en clasificar los libros de la biblioteca que hasta ese momento no habían sido catalogado­s. Sin embargo, la colección era tan reducida que podíamos encontrarl­os sin recurrir al catálogo, que elaborábam­os con esfuerzo pero nunca usábamos porque no hacía falta. El primer día trabajé honradamen­te. Al día siguiente, algunos compañeros me llamaron aparte y me dijeron que no podía seguir así porque los ponía en evidencia”. Kafka a la vuelta de la esquina: el Estado contrata a alguien para que no trabaje. Pero quiso la fortuna que cuando se suponía que no debía trabajar en exceso, realizó su tarea más preciosa, más perdurable, en cantidades sorpendent­es si se incluyen los artículos para Sur y El Hogar.

Argentinos al cuadrado, argentinos hasta la muerte, “los empleados sólo se interesaba­n en las carreras de caballos, los parti- dos de fútbol y los chistes verdes. Cierta vez, una de las lectoras fue violada en el baño de mujeres. Todos dijeron que eso tenía que pasar, ya que el baño de hombres y el de mujeres estaban uno al lado del otro”.

Como si encarnara un personaje de Kafka, a quien empezaba a adorar y absorber en esos años, Borges entró al edificio de la calle Carlos Calvo como auxiliar segundo, y pronto convirtió un marco desfavorab­le y un falso favor en una bendición: “tengo una deuda de gratitud con esa biblioteca, porque –como sucede en todas las reparticio­nes públicas– había muchos empleados y muy poco trabajo. El verdadero trabajo era el de estar seis horas en el mismo lugar”.

El director de la biblioteca de Boedo era el poeta promedio Francisco Luis Bernárdez, de quien en noviembre de 1960 ( nos anoticia esa biblioteca de zoología fantástica que es el Borges de Bioy Casares) el autor de Ficciones dirá: “No es tan sonso como sus poemas. Lo que pasa es que se metió en una manera horrible de escribir. Bueno, la manera en que uno escribe correspond­e a una decisión que se toma una sola vez. No puede uno escribir de muchas maneras, salvo si escribe muy poco”. Eligió rematar su desquite en octubre de 1962 –“El estilo de su prosa lo lleva a decir lo que no quiere”–, cuando la suerte ya se había tomado revancha en su nombre: hacía siete años que Bor- ges ejercía el cargo de Director de la Biblioteca Nacional (aunque nadie pretendía que demostrara dotes organizati­vas fuera de una página).

Borges haría otras alusiones, levemente desviadas, a ese puesto. Sobre el Johannes Dahlmann del cuento “El Sur”, anotó: “uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba”. En “El Aleph”, el burlador burlado Carlos Argentino Daneri “ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del sur”.

El lugar donde ha escrito una mano reverencia­da resulta casi siempre más evocativo y resonante que su lugar de nacimiento o, peor, su lugar de descanso definitivo. Hay algo en el cuarto pequeño en homenaje a Borges –la habitación propia que se apoderó el traductor de Virginia Woolf–, solitario, aterrazado, que lo acerca unos segundos como un espejismo servicial. Pudoroso clima ideal para peregrinos que, como se los exige su monoteísmo, sólo creen en Borges.

Tras otro de los “gabinetes minúsculos” que Borges confiesa en “La biblioteca de Babel”, uno de los visitantes busca precipitar­se al sótano, pero parece frenarlo una corazonada. Acaso habría resultado, como advierte en ese cuento –en el que asoman por lo menos otros tres “casi”– una visita “casi intolerabl­e” y una visión “casi milagrosa”.

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El cuarto del primer piso dedicado al escritor. La muestra permanente incluye una cronología ilustrada con fotografía­s de Sara Facio y Eduardo Grossman, la exhibición de algunos de sus libros, y una recreación de sus tareas como biblioteca­rio, antólogo y traductor. DAVID FERNÁNDEZ
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La habitación que proyecta las clases de Ricardo Piglia sobre Borges.

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