Una versión masoquista, aunque con cierta ternura
Alberto Laiseca vive! Un manual inclasificable por el autor de Los sorias, el novelista argentino más delirante.
Ante la pregunta habitual respecto de para quién escribía, Alberto Laiseca tenía una respuesta precisa: no pensaba en cualquier lector, sino en una lectora. “El mundo femenino es lo que más me interesa. Para el masculino ya me tengo a mí”, dijo en una entrevista. El Manual Sadomasoporno (ex tractat) despliega esa búsqueda a través de lo que en principio aparece como un conjunto de prescripciones, un arte de amar y de ejercer el poder en la relación de pareja.
El manual, ilustrado por Carlos Marcos y reeditado a diez años de su primera publicación, comienza con una declaración de principios que puede resultar ambigua: sadismo es amor, masoquismo es ternura, vampirismo es protección. Pero no se trata de una perversa adulteración de los significados, ni siquiera de una reivindicación del sadomasoquismo. Lejos de cualquier representación convencional, Laiseca asume esos conceptos y la terminología que traen añadida (amo, víctima, sometimiento, castigo) como la materia de un juego, una ficción que en su caso termina por desarmar aquello que supuestamente pretendía construir.
El sadomasoquismo porno de Laiseca revela pronto su ingenuidad, su carácter inofensivo (“en realidad no le dejarás marcas”, advierte) e, incluso, su feminismo. El “verdadero amor” que exalta con esa designación excluye la violencia y cualquier imposición sobre la mujer. Si bien algunas prácticas le gustan más que otras, lo excitante y lo que atrae en la escena de la sumisión son las figuraciones del poder, una obsesión que se proyecta hacia el conjunto de su obra y al núcleo mismo de su concepción de la literatura. En ese juego de roles espejeantes, domina quien parece ceder y, por lo demás, “nosotros, los tipos, debemos reconocer humildemente que no tenemos poder alguno sobre las mujeres”.
El carácter normativo del manual queda desarticulado a través de una sucesión heterogénea de aforismos, referencias aparentemente autobiográficas, chistes de salón y expresiones de humor negro (“La morgue no es tan mal lugar como se dice. Hay muchas chicas desnudas”). Laiseca atenta no solo contra el verosímil del género sino, como es característico en sus textos, contra la misma idea de unidad del libro. Nunca se sabe bien dónde lo puede llevar la escritura, y ante las objeciones de “los enemigos de siempre” su pos- tura era subir la apuesta: criticado por usar un gerundio en el título de un libro, compuso “Indudablemente, horriblemente, ferozmente”, un relato de Gracias Chanchúbelo donde prodigó no ya gerundios sino “adverbios, frases germanizadas, comas antes de verbo, rimas, hiatos y disonancias de las más pura y clásica cepa roman atonal, adjetivación excesiva, etc”.
Así como la forma de la novela policial estalla en Su turno con el protagonista, “el comisario inspector de- lirante John Craguin” y la repentina irrupción en el texto de una “Antología de barbaridades, venganzas, crueldades y delirios”, en el Manual se intercalan textos fuera de lugar como las “Dieciséis opiniones sobre física, matemática, arqueología y economía” o “Dos posibles finales para Berenice de Edgar Allan Poe”, un autor siempre presente en esta obra. Lo que empezó siendo una cosa –“la narración de un tipo que se las sabe todas”– termina entonces en otra muy distinta, una inesperada historia de amor y de abandono, donde “queda claro lo vulnerable que es uno cuando quiere a otro”. El género –la novela de aventuras, las historias de fantasmas, el cuento de terror– funciona en su escritura como punto de partida, pero se vuelve irreconocible en tanto tal cuando lo asume en la forma más delirante posible, “con la esperanza de llegar a una zona estable”, según planteó en Por favor, ¡plágienme!, otro de sus grandes textos.
Laiseca se formó leyendo novelas de género y malas traducciones de los clásicos. Según contaba, su iniciación como escritor ocurrió en una pensión de mala muerte, donde para olvidarse del frío y del hambre que pasaba se puso a leer una especie de libro de divulgación histórica clase Z y, a partir de las posibilidades de la propia creación, descubrió el poder con el que podía enfrentar la extrañeza y la hostilidad del mundo corriente. Es la profesión de fe que ratifica en el Manual: “Yo no trabajo con las fuerzas oscuras –escribió–. Solo con las luminosas. Lo que sí hago es tomar lo oscuro y transformarlo en luz”.